jueves, 5 de abril de 2018

Novichok españolista

Estos últimos días circulan por la red diversos comentarios a propósito del uso de las técnicas goebbelsianas de propaganda por parte del gobierno español y sus divisiones panzer mediáticas en relación con el problema catalán. Se han hecho famosos los mal denominados once principios de Goebbels, aunque en ningún momento los formuló de forma tan sistemática el famoso ministro de  propaganda del Tercer Reich.  A fin de cuentas, las técnicas de Goebbels son tan antiguas como la política, y consisten básicamente en construir un relato en el que es necesario un enemigo común, a ser posible epítome de la maldad, sobre el que hay que difundir todo tipo de falsedades repetidas machaconamente una y otra vez, con el fin de crear un estado de ánimo en las masas muy proclive a la adopción de medidas drásticas (en los casos más civilizados) o de detonar auténticos pogromos, en el supuesto de hordas indocumentadas y proclives a la violencia. Finalmente, toda la rabia contenida se proyecta sobre el enemigo común, al cual hay que aplastar a toda costa  para preservar unos valores indeterminados que pueden ir desde la pureza de la raza hasta la unidad de la patria, pasando por la fe religiosa verdadera. En definitiva, todo el montaje se hace para que unos fines presumiblemente nobles justifiquen el uso de medios inmorales o directamente atroces, como es el caso de la España perseguidora de políticos catalanes por rebelión. En fin, nada que no supiera William Randolph Hearst y los redactores de sus diarios a finales del siglo XIX, que allanaron el camino para  que los yanquis le propinaran la penúltima soberana paliza a la España imperial  en su triste ocaso (la última fue la de Filipinas).

Lo único que ha cambiado desde los tiempos de Hearst es que el volumen de información circulante se ha  multiplicado de forma no ya geométrica, sino exponencial, casi acorde con el nivel de estulticia de los lectores, que, en vez de cuestionarse lo que sucede realmente y tratar de documentarse mediante diversas fuentes -necesariamente de distinto pelaje-, se limitan a dejarse saturar por el mismo mensaje repetido una y otra vez por sus acólitos  afines, de un modo tan histriónico e histérico que confluye en una posverdad inventada y generada a base de repetir mentiras. Como cuando para indicar la violencia catalana en las calles, prestigiosos diarios de Madrid, a falta de información gráfica veraz, utilizan las hostias que se repartieron en cualquier otro punto de la península. O sea, que lo que La Razón mostro en primera página ni era Cataluña ni eran independentistas, sino que era Valencia i ultras fascistas. Lo que cuenta es el titular y una gran foto, lo demás –es decir, la verdad- es un accesorio incómodo. Sobre todo si se cumple lo que decía Lluís Solà en su libro "Llibertat i Sentit": "La forma más cínica, más perversa i también, tal vez, más efectiva de descalificar a un enemigo es acusarlo de lo mismo que practica el poder descalificador....Calificar al otro de racista, nacionalista o ladrón,si se practica el racismo, el nacionalismo o el pillaje sistemático"

O cuando, en el clímax del delirio patriótico, tanto el ministro del interior como la fiscalía del estado se atreven a lo que ni el Ku Klux Klan intentó hace décadas, como es acusar a un movimiento de desobediencia civil  pacífico (allí fue el encabezado por Luther King, aquí son los CDR) de violencia por levantar barreras de peajes y cortar carreteras. Si Mandela levantara la cabeza, alucinaría en colores y estéreo al comprobar que un pequeño colectivo de un país presuntamente europeo, presuntamente civilizado y presuntamente moderno, además de presuntamente democrático, es atacado con la fiereza propia de quienes tratan de impedir la toma de la Bastilla o la Revolución de Octubre, que en esas si hubo sangre. Vamos, que lo de Soweto en su época se queda corto para lo que pretenden hacernos a los independentistas.

Y es que la distorsión de la información a la que hemos llegado es mucho peor que la que existía en tiempos de Hitler. En los años dorados de la Alemania nazi, el problema era de monopolio informativo. Ahora, además del monopolio (en forma de unas pocas cabeceras de prensa serviles a la subvención y la ayuda pública del gobierno de turno y lacayas del poder económico del IBEX) hay que sumar unas tácticas de saturación que hubieran hecho las delicias de Goebbels. Por eso hace muchísima gracia que los medios madrileños acusen a los catalanes, en franca inferioridad, de ser hitlerianos en la aplicación de sus técnicas de propaganda, teniendo en cuenta que los superan en número de forma tan abrumadora, que aún parece mentira -como dice Pérez Reverte- (ser buen escritor no se traduce necesariamente en ser inteligente, como bien sabe la señora de Vargas Llosa) que en el extranjero hagan más caso mediático a las pequeños catalanes que a la todopoderosa España.

Y es que, como le respondió Sala I Martín al ínclito Pérez Reverte, a la vista de eso, tal vez el sublime académico tendría que cuestionarse dónde está la verdad en este asunto de la violencia, la rebelión y los malísimos supremacistas que somos los independentistas. Y es que el problema de la guerra de  la posverdad es que es una especie de novichok informativo, inodoro, incoloro e insípido pero tremendamente tóxico y prácticamente letal para las neuronas encargadas del pensamiento crítico independiente.

La única vacuna ante tanta barbarie informativa es ceñirse a los medios internacionales, por un lado; y prescindir totalmente de las redes sociales, por el otro. De esa manera he llegado a leer sólo The Guardian, las BBC News y Russia Today para contrastar los datos que me faciltia la prensa española y catalana. Y, por supuesto, me he prohibido seguir en Twitter a ni uno sólo de las facinerosos que, como Girauta, publican un intento de robo en un concesionario de automóviles como si fuera un acto vandálico de un CDR inexistente y se quedan tan anchos. Tanto, que se van a bailar sevillanas por ahí sin retirar ni una coma de lo puesto. Miente, que algo queda, pero claro, si esas barbaridades las hace un político profesional de la talla (o enanismo) de Girauta, qué no se le ocurrirá decir al mastuerzo de turno con el cerebro apolillado y las neuronas pintadas de rojo y gualda, en cuanto le dejen un teclado con el que insultar a los catalanes que no piensen como él.

Es cierto que este problema es bidireccional y desemboca en un cruce de acusaciones muchas veces sin fundamento en un sentido o en otro, pero como ya escribí en su momento eso carece de simetría, pues no es lo mismo el uso defensivo de las mismas armas que utiliza el enemigo con una finalidad claramente agresiva y destructora.  En esta, como en todas las contiendas de un David contra un Goliat, de lo que se trata es de fanatizar a un grupo de población enorme contra alguna minoría, sean judíos en el Tercer Reich, católicos en el Ulster, palestinos en Israel, inmigrantes en las costas europeas o infieles en el Islam. Y por supuesto, catalanes en España, de quienes se busca un sometimiento humillante a cualquier precio, con el inequívoco fin de que no se nos vuelva a ocurrir la idea de repetir el 1 de octubre en los próximos cien años.

Claro que, visto el ejemplo de casos anteriores que acabo de mencionar, lo único que así se consigue es cronificar la situación y enconarla aún más si cabe. Hace unas décadas, con que la prensa dejara de hablar del tema era suficiente para ir rebajando las tensiones paulatinamente, pero en la actualidad, con la infección informativa bullendo en las redes sociales, las heridas infligidas son personales e intransferibles y además se transmiten a una velocidad increíblemente más alta y con mucha más intensidad. Queda muy poco margen para la autovacunación o para otra defensa que no sea un contraataque virulento. Ahora las redes funcionan como un sustrato epidémico, en el que cualquier noticia falsa o malintencionada genera muchísimo daño en muy poco tiempo y sin remedio posible, por más desmentidos y correcciones que se hagan  después. Aunque no mate, deja marcas permanentes en la honorabilidad y sentimientos de muchas personas, no ya como colectivo, sino también individualmente, y eso es muy difícil de superar por años que pasen.

Al igual que el agente novichok con que se acusa a los rusos de envenenar a los Skripal (por cierto, otro caso de intoxicación informativa masiva en la que se lanzan acusaciones pero no se presentan pruebas contundentes), la falsedad en los medios sociales es extremadamente tóxica, aparentemente indetectable, de fácil difusión y  nulo control de sus efectos a largo plazo. Y la inexistencia de antídotos hace que el daño sea permanente e irreversible. En el caso de Cataluña, las consecuencias de la analogía son obvias: para salvar la unidad de España, se está matando la democracia. Para tratar de frenar la infección independentista, se está diseminado como nunca el germen del antiespañolismo en Cataluña. Al final, ¿que nos quedará?

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