jueves, 19 de abril de 2018

Lo que la posverdad esconde

Que lo de menos es la amplia gama de delitos que podrían haber cometido los presos-políticos-presos independentistas es algo que a estas alturas ya todo el mundo da por descontado, menos Jiménez Losantos, los fascistas estratosféricos de Vox y unos miles de tuiteros hiperintoxicados de españolidad patriotera. La cuestión es, en resumen, que ser inocentes o culpables de los delitos que se les imputan no tiene la menor relevancia política, aunque luego los Jordis y compañía se pasen diez años en la cárcel hasta que el Tribunal de Estrasburgo los excarcele, le imponga una indemnización de campeonato al estado español y Rajoy se descojone en su butaca de jubilado, porque a él, a aquéllas alturas, nadie  irá a reclamarle nada.

Porque aquí la cuestión no es judicial, aunque todo el tinglado esté disfrazado de esa guisa, y el atrezzo por el que los personajes deambulan en esta tragicomedia sea notoriamente jurídico. Es un aditivo para que los acríticos comulguen con ruedas de molino sin atragantarse con el nauseabundo aroma de la putrefacción a la que la clase política ha condenado a los jueces en España, cargándose de paso y al trote largo la separación de poderes, cosa que en este momento casi nadie -excepto los antes mencionados- cree que exista en el estado español. Yo apuntaría que tal vez sí existe un esbozo de independencia judicial, pero que está sometida a tensiones políticas tan inmoderadas en determinados asuntos, que pasan por encima de cualquier otra consideración sin que ningún juez se atreva a decir esta boca es mía, visto lo ocurrido anteriormente con Garzón, Silva, Vidal y alguno otro. Sólo así se explica que M. Rajoy sea desconocido para toda la judicatura, mientras que en cambio, la Guardia Civil se saque de la manga unos dineros malversados que hasta el ministro Montoro niega, y acudan los togados del tribunal supremo en tropel a pedir extradiciones sin cuento. Es decir, los jueces son humanos y, ideologías aparte, también tienen miedos y ambiciones personales. Y desde luego, una tendencia innata a no morder la mano que les da de comer, es decir, la de quien les puede servir un menú de tres estrellas Michelin, o dejarlos en un tascucio de barrio con un menú de seis euros.

Como decía, la cuestión no es judicial, sino puramente política. Y es cosa sabida que en este país, que es el que más políticos en activo tiene del hemisferio occidental, nuestros gobernantes no saben hacer política, sino que sólo saben politiquear, que es cosa bien distinta y peyorativa. Ante la escasa talla de estadistas de nuestros políticos y su nula capacidad negociadora (que es la base sobre la que se asienta cualquier actividad política medianamente aceptable en un estado de derecho), los jefazos de Madrid han optado por la vía más sencilla, como ha sido tirar encima de los independentistas a sus irredentas tropas del Supremo y del antiguo Tribunal de Orden Público (ahora ya sabemos por qué nunca lo disolvieron, sino que lo transformaron en ese engendro denominado Audiencia Nacional, que podía volver a serles muy útil cuando hubiera que girar la tortilla) en persecución manifiesta y salvaje de cualquier independentista que se ponga inocentemente a tiro, aunque sea por llevar una nariz de payaso.

La cuestión, repito, es dar un escarmiento tan sensacional a los independentistas, que aunque diez años después las instancias europeas les den la razón, ya no queden ni ganas, ni fuerzas, ni gente con ánimos para volver a intentar independizarse de España. Así que a los fascisto-demócratas que nos gobiernan les da lo mismo la justicia, la equidad, la seguridad jurídica, la proporcionalidad y todas esas martingalas que sirven, sí, pero sólo para el ejercicio cabal del derecho y el respeto de los procedimientos, pero no valen para nada cuando se trata de conseguir objetivos políticos. O mejor, dicho, cuando incapaces de hacer política de la buena, tratan de reconvertirlo todo a una pamema judicial que le dé a todo el asunto una pátina de legalidad bajo la que esconder el núcleo duro de las heces con que se está alimentando el presunto estado de derecho español, como si nada.

O sea, que ya les está bien que todo se alargue y alargue de forma indeterminada, mientras puedan tener a buen recaudo a los rehenes de  Estremera y aledaños, con toda la intención de quebrarles a ellos y en consecuencia, quebrar el ánimo del colectivo  independentista a cualquier precio, por exagerado y estrafalario que resulte a ojos de cualquier observador imparcial. Por eso mismo, les da igual la opinión que tenga de ellos la comunidad internacional, porque saben que fronteras adentro de España, nadie puede obligarles a nada, pese a cierto horror con el que se empiezan a contemplar internacionalmente los frutos de la transición española de 1977, hasta ahora alabados y halagados sin cuento, lo cual ya era muy preocupante años antes de todo el estallido catalán, cuando la trama del 23 F quedó sin que se descabezara la auténtica cúpula ideológica y fáctica. Una constante  que se repitió durante los años de plomo del PSOE y su guerra sucia con el GAL y la policía (ex)franquista usada para torturar y asesinar abertzales y etarras sin tener que pasar por el molesto trámite de un juicio con luz y taquígrafos.

Porque todos parecen haber olvidado que la guerra sucia y la corrupción viene de mucho antes del PP. Viene de cuando Felipe y Alfonso, esa pareja de personajes que con sus modos de poli bueno y poli malo inauguraron la época de un postfranquismo mafioso que se alimentaba de los mismos brebajes que el caudillo y sus socios. A cambio de poner a España en  el mapa y que Europa dejara de mirarla como una apestada, sentaron las bases de un nuevo autoritarismo corrompido que ha llegado, amplificado, hasta nuestros días, cerrando el círculo iniciado cuarenta años atrás. Y es que, como siempre ha dicho la sabiduría popular, las manzanas podridas en el cesto sólo hacen que acelerar la putrefacción de las sanas . En el cesto español se dejaron todas las manzanas franquistas, que han ido enmoheciendo todas las virtudes de aquella joven democracia que parecía tan prometedora en 1977.

Y encima la única solución que se le ocurre a este país es lanzar al estrellato a Rivera, el nuevo Alejandro Lerroux del siglo XXI. Francamente esperpéntico.

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