jueves, 12 de abril de 2018

The Post

Quienes hayan visto la película The Post seguramente se habrán hecho la misma reflexión que yo al finalizar su proyección, porque pese a la dificultad de seguir algunos de sus diálogos, debido a la proliferación de personajes históricos específicamente norteamericanos, y por tanto  en su mayoría desconocidos o apenas esbozados en la memoria del público europeo, la película es en sí un canto a la libertad de prensa y a la valentía de editores, redactores y periodistas para defenderla. Y no precisamente se trata de la libertad de prensa tal como se entiende aquí en España, sino a la libertad de prensa como un bien precioso e imprescindible para el desarrollo y mantenimiento de la democracia.

Tanto es así, que la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América, dice en su traducción literal: “El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento de la religión, ni prohibiendo la libre práctica de la misma; ni limitando la libertad de expresión, ni de prensa; ni el derecho a la asamblea pacífica de las personas, ni de solicitar al gobierno una compensación de agravios”.  Precisamente la lucha por la libertad e independencia de la prensa motivó la durísima batalla legal que en 1971 mantuvieron el gobierno de la administración Nixon y los diarios The New York Times y The Washington Post por el derecho de estos últimos a publicar filtraciones que demostraban cómo el gobierno americano había mentido a la opinión pública y manipulado sistemáticamente la información relativa a la guerra del Viertnam, un hecho que precipitó en gran medida la aceptación de la derrota americana en Indochina y el posterior cese de las hostilidades, unos años más tarde.

La resolución de la Corte Suprema de los EEUU contiene una reflexión especial de uno de sus miembros, el juez Black, que tajantemente afirmó que “la prensa debe servir a los gobernados, no a los gobernantes”. (literalmente: In the First Amendment the Founding Fathers gave the free press the protection it must have to fulfill its essential role in our democracy. The press was to serve the governed, not the governors. The Government's power to censor the press was abolished so that the press would remain forever free to censure the Government. The press was protected so that it could bare the secrets of government and inform the people. Only a free and unrestrained press can effectively expose deception in government). Esta defensa tan rotunda de la libertad de prensa, entendida como independencia real de los medios respecto a intereses de terceros,  debería hacer reflexionar a cualquier periodista en activo, y aún más a los estudiantes de periodismo, sobre la situación en España.

Por suerte para el pueblo norteamericano, en Estados Unidos la prensa suele formar parte de conglomerados privados muy potentes donde los editores son los propietarios, sometidos a muy pocas restricciones debido a que la capitalización de las cabeceras es suficiente para no depender ni de las subvenciones gubernamentales más o menos encubiertas –en forma de publicidad institucional y otras artimañas muy conocidas por aquí- ni de los designios de un consejo de administración dominado por los bancos de Wall Street. Eso ha permitido que la prensa norteamericana se haya configurado como un auténtico contrapoder a las acciones del gobierno, de modo que incluso un hombre tan poderoso como el Presidente de los Estados Unidos debe andarse con mucho cuidado con lo que dice, hace o tiene planeado hacer, porque puede ser atacado sin piedad ninguna –caso de Donald Trump- e incluso ser descabalgado del cargo, como bien sufrió en sus carnes el propio Nixon en 1974.

Si buscamos paralelismos en España nos encontramos ante un panorama desolador, en el que la prensa nacional tiende a  alinearse sistemáticamente del lado de las tesis gubernamentales sin asomo del menor criticismo, o peor aún, cuando acata de forma servil y abyecta las órdenes de La Moncloa sin cuestionarse siquiera un ápice no ya de la verdad, sino tan solo la versoimilitud de algunas de las inconcebibles declaraciones y actuaciones del gobierno español, especialmente de los ministros Zoido y Catalá. Sólo así se comprende su alineamiento incuestionable del lado de la tesis gubernamental de la rebelión violenta en Cataluña, negando así la evidencia abrumadora de que tal violencia ni existió en su momento ni existe en la actualidad, motivo de escándalo internacional y retroceso impoarable del prestigio español en el extranjero. Sólo así se comprende también que la prensa nacional jalee las detenciones  de miembros de los CDR bajo la impropia y espeluzananta acusación genérica de “terrorismo”, por haber levantado barreras de peajes y haber cortado carreteras (cosa que la mayoría de los dirigentes más jóvenes del PP se hartaron de hacer cuando el último gobierno del PSOE para tratar de desestabilizarlo, como bien le han recordado al indecente Pablo Casado –cuando era dirigente de las Nuevas generaciones del PP- desde diversos medios digitales). Claro que entonces no habían modificado el Código Penal  a medias entre el PP y el PSOE para que todo lo que le diera la gana al gobierno de turno se pudiera etiquetar de “terrorismo”. Una vergüenza nacional inadmisible, pero que coló precisamente porque la prensa no ejerció como debía su papel crítico y analítico, sino todo lo contrario.

De este modo España se está configurando como el único país presuntamente democrático del mundo donde manifestarse en la vía pública y practicar la desobediencia civil pacífica puede ser constitutivo de un delito de terrorismo, lo que me parece –a falta de mayor información para contrastar- que es incluso más de lo que se ha atrevido Erdogan a hacer en Turquía, que es cualquier cosa menos un país donde las libertades civiles estén garantizadas. Y es que la Guardia Civil española se está configurando como una especie de guardaespaldas del verdadero terrorismo, que es el de Estado, auspiciado por los fiscales y jueces que tienen una visión de España que dista mucho de lo que es una democracia comprometida con las libertades civiles. Como por ejemplo, y ante una Europa que ha dado la espalda a las acusaciones de rebelión, el relato español está asociando ahora el delito de rebelión con una presunta violencia puramente intencional o verbal, de modo que -como ya anticipé hace algunos años- el delito ya no está en una acción inexistente, sino que se convierte en delito de pensamiento, más grave aún si se expresa públicamente. Erdogan desencadenado y más aún.

Pero el problema de fondo no es la Guardia Civil ni la judicatura, ni siquiera un gobierno manipulador y mentiroso como el de Rajoy, sino el triste e infame papel que está cumpliendo la prensa nacional al servicio de los intereses gubernamentales y del IBEX35. De un plumazo se han cargado todo lo que los estudiantes de periodismo estudian con ahínco durante sus años de formación univesitaria: la información veraz, la crítica objetiva basada en hechos y no en presunciones, el aparcamiento de prejucios personales e ideológicos y, ante todo, la independencia del periodista a la hora de informar. Todo eso se ha ido al carajo en los últimos años, al margen de la orientación ideológica de cualquier diario, la cual no sólo es legítima, sino necesaria. Pero una cosa es la orientación ideológica, y otra muy distinta convertirse en el Pravda de turno que no sólo se dedica a actuar de portavoz del oficialismo gubernamental, sino además se atreve a purgar sin contemplaciones  a todos los periodistas y redactores de columnas de opinión que no sean totalmente acríticos con la línea editorial, por más barbaridades que propugne, como es el caso de El País, El Mundo, ABC o La Razón, por citar a los cuatro diarios de mayor difusión en la capital del reino. Todos ellos han practicado en los últimos meses, pero especialmente El País, el acoso sistemático a los empleados o colaboradores díscolos e independientes, para acabar despidiéndolos sin contemplaciones pese a que en algunos casos se trataba de profesionales cualificados con una larga trayectoria en el diario y un más que justificado prestigio en sus respectivas áreas.

Pero por lo visto, cuando está en juego la unidad  estatal todo eso son minucias sin valor, pues  de lo que se trata es de cerrar filas en torno al relato oficial por inverosímil y bochornoso que resulte. Y si para ello hay que omitir datos, presentar imágenes falsas, fabricar argumentos espúreos, poner en primera línea a los periodistas más difamatorios y falaces y prestar las páginas de opinión a bárbaros mamarrachos que sólo saben escupir odio y rencor contra los catalanes, pues se hace y santas pascuas, que eso tendrá doble premio: el beneplácito paternalista del gobierno y la fidelidad del lector más indocumentado, crédulo y acrítico.

Precisamente por eso, aunque sólo sirva para remover algunas conciencias adormecidas, recomiendo vivamente a la audiencia que vea serenamente The Post de principio a fin, para constatar que periodismo es eso que nos muestran Hanks, Streep y el resto del elenco en la pantalla grande, y no ese penoso sucedáneo de la prensa española que nos vemos obligados a ingerir día sí y otro también.

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