miércoles, 14 de febrero de 2018

Insolencia española

Cuando se cumplen dos años desde el fallecimiento de Muriel Casals, el independentismo se encuentra en una encrucijada que muchos medios han querido presentar como una batalla de egos, pero que en realidad, y para quienes lo vivimos y conocemos desde el interior, refleja dos actitudes bien diferentes ante la insolencia española al tratar a Cataluña y a los catalanes.

Para ambos bandos independentistas, resulta obvio que son los españoles quienes atizan el odio, pero nos acusan a nosotros de  delitos de odio inexistentes, mientras españolistas descerebrados van tranquilamente por las calles y las redes sociales amenazando no sólo con palabras sino también con armas a quienes -con pretensión ignominiosa- denominan como catalufos. También resulta obvio que esos mismos “espaletos” –acrónimo recién inventado por español y paleto, por si no lo habían adivinado-  son quienes han ejercido violencia verbal y física contra los catalanes, mientras los jueces nos acusan de rebelión (o sea, una insurrección armada) que sólo está en los ojos de Llarena y de quienes pagan su sueldo. Por descontado, los espaletos se dejan adoctrinar y manipular cada día en los medios afines al régimen, sin tener ni la más remota idea de lo que en realidad sucede en Cataluña, cosa que viene siendo así desde hace varios años. Se atreven a juzgar, con tanta insolencia como estupidez y desconocimiento, el adoctrinamiento y la manipulación de los medios catalanes, cuando es cruda realidad que ni siquiera se han molestado en verlos, y mucho menos en traducirlos para entender lo que se dice en ellos. Asisten así, impertérritos y alborozados, a las tergiversaciones como las que hace unos meses ofreció la basura de El País, que incluso ha sido sentenciado a tener que publicar una corrección en sus páginas sobre determinadas afirmaciones relativas a TV3. O la basura audiovisual de TVE, que mereció una reprobación pública (y notoria) de sus propios periodistas por el tendencioso descaro en la desinformación de la cadena española.

En resumen, que el odio, la violencia y la manipulación extrema la están poniendo Rajoy y los millones de espaletos que babean ante las idioteces emanadas desde Madrid. Precisamente por eso el independentismo está en una encrucijada fácil de explicar. Por una parte, están quienes consideran que hay que mantenerse firmes, investir a Carles Puigdemont porque es el legítimo presidente, y asumir que irá más gente a la cárcel y se seguirá aplicando el 155. Y luego, habrá que volver a la carga una y otra vez, hasta que ya no quede espacio en las cárceles para tanto preso político. De esta estrategia, muy dura para los que la sufran, se acabaría concluyendo a nivel internacional que no hay diferencias remarcables entre la Turquía de Erdogan y la España de Rajoy, incapaz de asumir que es necesario un diálogo con una gran parte de los catalanes. Un Rajoy que tuviera que encarcelar a unos cuantos centenares, si no miles, de catalanes, se encontraría ante un problema de dimensiones descomunales a la hora de justificar tanta represión para un anhelo bastante extendido por estos lares.

El otro sector del independentismo aboga por una solución más sosegada, que pase por poder constituir un Govern, anular la aplicación del artículo 155 y recuperar la autonomía perdida. Esa opción, que parece la sensata a primera vista, presenta unos inconvenientes nada velados. Por una parte, la recuperación de la autonomía sería totalmente controlada y tutelada permanentemente por el Estado español, que seguiría con su continua presión sobre Cataluña mediante el recurso sistemático a las suspensión constitucional de todas las leyes e iniciativas que no fueran de su agrado. Por otra parte, una vez cogido el gusto a la intervención económica, nada impediría que Madrid  controlara permanentemente las cuentas de la Generalitat.

Bastantes  analistas tienen claro que este segundo escenario sería el más probable, y que eso conduciría a una situación en la que Cataluña sería la menos autonómica de las regiones españolas, y que de hecho nos enfrentaríamos a un virreinato de tintes sumamente recentralizadores conveniente y folclóricamente maquillado para alivio de débiles, tránsfugas y equidistantes. Y para mayor alborozo de los ya tantas veces mencionados espaletos anticatalanes.

Por otra parte, alegan los tibios, incrementar la presión sobre Rajoy mediante el recurso sistemático a la investidura de Puigdemont le va a hacer mucho daño a la economía catalana y eso causaría malestar social y distanciamiento respecto a las tesis independentistas. Cierto, pero los de la línea dura responden que cualquier daño a la economía catalana se trasladaría de inmediato a la española (que también sufriría las consecuencias a todos los niveles), y que no se pueden conseguir objetivos sin efectuar sacrificios, a veces muy duros. Y en eso tienen razón. Incluso Rajoy lo ha comprendido de primeras, cuando está sacrificando su credibilidad democrática a marchas forzadas para mantener la unidad de una España en cuyas esquinas habitamos muchos que nos ciscamos en ella. Ya lo afirmaron sin ambages y sin atragantarse: antes fuera de la Unión Europea que reconocer la independencia de Cataluña, que es la versión moderna de aquella España antes roja que rota. Aunque no se puede negar que tal vez -pero sólo tal vez- el acatamiento sin ambages de los designios de Madrid permitiría la salida, siquiera temporal, de los presos de Estremera y de Soto del Real. Pero otros muchos opinan que la apisonadora mediática y judicial no acabará con simples genuflexiones a la Constitución, y que habrá que llegar al Tribunal de Estrasburgo para restituir la verdad y el honor de quienes se han jugado su futuro por todos nosotros.

Entre ambas posturas, aliñadas con diversas variantes y consideraciones, yo estoy más bien con la de la resistencia, aún a costa de sufrir durante mucho tiempo, y a riesgo de llenar cárceles con más políticos catalanes. Porque una España envalentonada por un triunfo, por  pírrico que resultara, conduciría a una sumisión perpetua  de la catalanidad a un concepto  de predominio español en todos los ámbitos. Sería un retroceso equiparable a los antiguos lindes que supuso la instauración borbónica en Cataluña. Y lo que es peor, un frenazo drástico a una futura consecución de la República, no sólo para Cataluña, sino para toda España. Está claro que en Madrid premiarían al Borbón con un blindaje  de la monarquía mayor que el que tiene en la actualidad, en pago por los sucios servicios prestados con un claro sesgo derechista y autoritario.

Parece evidente que el reforzamiento monárquico de España pondría en serias dificultades a los partidos prorrepublicanos, esencialmente de izquierdas, y sería una baza a favor del PP de cara a próximas elecciones. Por el contrario, hay quien opina que la línea de dureza autoritario-monárquica del PP se vería seriamente comprometida si hubiera de estar continuamente bregando con una ebullición independentista en Catalunya que no pusiera fin a las pretensiones de liberación catalanas. Preso tras preso, al final se haría evidente que no habría manera humana de contener este estallido con la mera represión ejercida por el aparato legal y judicial. Sería entonces la hora de la violencia física o bien del diálogo, y la elección entre ambas opciones correspondería en exclusiva a Rajoy, quien tendría que elegir entre presentarse al mundo como el Erdogan del suroeste europeo, o bien tratar de redimir su imagen como la de un político finalmente dialogante y abierto.

En todo caso, nuestros muertos, con Muriel Casals a la cabeza, se merecen que no abandonemos la lucha por miedo a la represión de Madrid, a los ultras, a los jueces y a la guardia civil. Creo que toca jugar fuerte porque lo peor que puede suceder es que perdamos, pero si cedemos a la tentación del seny, y confiamos blandamente en recuperar la autonomía perdida, mi convicción personal es que ya habremos perdido. Así que, puestos a asumir el riesgo de la derrota, mejor venderla cara que por un plato de lentejas. Y mejor que lo hagamos unidos y en masa, que divididos y traicionados por nuestros temores y egoísmos. Ante la insolencia española, opongamos una terca resistencia catalana.

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