miércoles, 31 de mayo de 2017

Error estratégico

Se acercan momentos presuntamente cruciales para el futuro de Cataluña, aunque en realidad son bastantes quienes opinan que el resultado del referéndum será negativo en el supuesto de que finalmente se celebre, cosa que otros muchos ya dan por imposible. Yo no voy a entrar de nuevo en este asunto, porque mi postura siempre se ha significado a favor tanto del referéndum como de la independencia por razones estrictamente prácticas y despojadas de todo sentimentalismo y visceralidad (a las que también podría sucumbir, pero que me parecen estériles si lo que se pretende es un debate sano sobre este proceso). Sin embargo, es cierto que hay un factor negativo en contra de todo el proceso independentista  que ha tomado mucho vuelo en los últimos meses, y que ha sido causa de no pocas discusiones en el entorno que frecuento, que considero bastante amplio y representativo de un amplio sector de la población catalana media.

Dejando de lado las afrentas, agravios y amenazas que muchos catalanes han sufrido en los últimos tiempos por el mero hecho de manifestarse a favor de la independencia, y omitiendo también la baza del miedo que desde diversos ámbitos unionistas se está jugando para refrenar el ardor nacionalista, y que no son más que un fiel reflejo de lo que todo el mundo sabe, es decir, que en política el juego limpio es algo que se menciona mucho pero se practica poquísimo, lo cierto es que un sector importante del nacionalismo catalán ha estado cometiendo de forma reiterada un error estratégico que podría decantar por sí solo la balanza  en contra de la independencia.

Y es que hay cada vez más voces que podrían haber estado a favor de la independencia (y que todavía desean un pronunciamiento democrático en forma de referéndum), pero que están desertando debido a la falta de transparencia y a la instrumentalización que se ha hecho del proceso soberanista por parte de alguna formación política catalana. Cuando el presidente Mas –empujado por multitudinarias manifestaciones callejeras- optó por llevar a CiU por la senda de la independencia, el cambio de actitud convergente se interpretó como una respuesta directa al bloqueo estatal del nuevo Estatuto de Autonomía, primero impugnado por el PP y luego severamente recortado por el Tribunal Constitucional. Sin embargo, ya entonces muchos desconfiaban de esa maniobra, que interpretaban como una huida hacia adelante que nada concordaba con el tradicional nacionalismo (un tanto folclórico) de CiU. Tradicionalmente, la base electoral de CiU ha tenido sus cimientos en un sector profundamente catalanista, pero también proclive a la conservación del statu quo con el gobierno central, y sumamente alérgico a cualquier veleidad de una independencia que se veía como costosa y llena de sacrificios a los que una clase media mayoritaria no estaría dispuesta a aceptar. El nacionalismo de CiU, como el del PNV, tiene hondas raíces económicas revestidas de defensa de una cultura y una identidad propias que nadie puede discutir, pero siempre había estado alejado de las propuestas netamente independentistas de ERC.

Una ERC que hasta entonces había capitalizado el soberanismo catalán y que se perfilaba como una alternativa real y eficaz al desgastado discurso convergente, lo cual también podría haber sido otro motivo oportunista del cambio ideológico de Mas y su equipo, necesitados de contener el avance de los republicanos  y mantener un importante rédito electoral. Pero esa súbita conversión al independentismo causó no pocas tensiones en CiU, que concluyeron con la ruptura de la formación y la desaparición de un partido catalán histórico como UDC. El tiempo ha demostrado que esto no fue suficiente para contener la sangría de Convergència Democràtica,  motivando una refundación del partido bajo otras siglas, lo cual no es otra cosa que una segunda huida hacia adelante sin resolver los problemas de fondo de la formación.

Y es que ya son legión quienes opinan que tras la actitud independentista del ahora rebautizado PDeCAT se esconde algo mucho menos noble y más partidista que el bienestar de todos los catalanes. Vistos los acontecimientos de los últimos años resulta bastante obvio que la corrupción no ha sido un fenómeno imputable sólo a los grandes partidos estatales, sino que ha afectado de lleno al gobierno catalán. La estrategia de tapar los escándalos de corrupción con llamadas cada vez más perentorias y urgentes a la independencia ha funcionado a medias, pero gracias sobre todo a la torpeza del gobierno central y a la de sus voceros mediáticos. No obstante, resulta obvio que la cortina de humo de un independentismo abrazado in extremis y el lavado de cara de las siglas del partido no pueden tapar por más tiempo el hedor de la mucha descomposición que anida en las filas convergentes, y de ahí el grave error estratégico que cometió Mas, y en el que han obligado a perseverar a su sucesor.

Y es que ya he oído en diversas ocasiones a posibles partidarios de la independencia que manifiestan, ahora ya sin tapujos, sus serias dudas sobre votar sí a la separación de España, con el argumento, difícilmente rebatible, de que no ven ninguna ventaja en ser independientes si siguen gobernando quienes han aprovechado la bandera del nacionalismo para hacer sus negocios particulares y enriquecerse durante décadas. Esto ha sido catastrófico para una parte sustancial del soporte independentista, que ahora desconfía notoriamente de que todo eso sea una maniobra para salvar el pellejo y, de paso, perpetuarse en el poder político de una Catalunya independiente.

Resulta bastante obvio que la opción limpia y éticamente aceptable por parte de los capitostes convergentes hubiera sido acompañar su deriva independentista con una firme depuración interna, en vez de usar el soberanismo como alfombra bajo la que esconder el polvo de la corrupción para  luego darle un ligero encalado al edificio convergente, pero sin limpiar la basura que se acumula en sus pasillos. Porque además, esa estrategia está ensuciando incluso el buen nombre de miembros del partido que destacan por su honestidad pero que no pueden dejar de verse asociados a una época de cuya rémora no han podido desprenderse. Si hubieran echado a toda la vieja guardia, sin excepción, seguramente el partido habría quedado muy tocado, pero el proceso independentista habría salido reforzado, al menos éticamente. Lo cual hubiera sido un importante estímulo a favor de la independencia entre el electorado. Seguramente los estrategas de CiU consideraron que una purga semejante hubiera sido equivalente a entregar en bandeja el poder a ERC y por eso optaron por una resistencia numantina que, al fin y al cabo, se está demostrando inútil.

Lo peor de todo es que el desaliento en la percepción de que la independencia sería más de lo mismo para la gran mayoría de catalanes se está extiendo como una mancha de aceite, lo que sumado al cansancio de los ciudadanos después de años de amagos y amenazas entre unos y otros, deja muy poco margen para una victoria del sí en el referéndum. En una balanza ya muy equilibrada desde buen principio, opino que el gravísimo error de no depurar a los viejos cuadros del partido convergente será más que suficiente como para que haya que posponer la independencia durante décadas. 

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