miércoles, 14 de junio de 2017

Padres e hijos


He estado un par de semanas sin escribir, en parte porque me he tomado unas cortas vacaciones pero también-para qué negarlo- porque me he visto abrumado por la inminente partida de mi hijo a un viaje sabático e iniciático que me ha provocado emociones contradictorias. Por una parte, esa sensación de nido vacío que me acongoja cada vez que paso frente a su habitación, ahora tan exquisitamente ordenada, que denota tanta ausencia. Por otra parte, la satisfacción por el hecho de que mi hijo es ya un adulto que toma sus decisiones con independencia y acepta sus consecuencias con responsabilidad y aplomo. Experimento alegría y tristeza, orgullo y preocupación, a partes iguales e íntimamente mezcladas de forma indisoluble.


No es mi propósito de hoy escribir sobre mis sentimientos, sino de hijos y padres, y de la a veces complicada relación que se establece entre ellos en la transición a la edad adulta de unos y a una madurez en exceso temerosa de los otros.  Formo parte de ese colectivo, muy numeroso, de adultos casi sexagenarios que jamás hubiéramos pensado que nos tocaría vivir un mundo como el actual (me consuela pensar que eso sucede generación tras generación). En parte por educación y en parte por una prudencia rayana en la cobardía, nos vemos sumidos en la contradicción de que nuestras mentes se han ido centrando cada vez más en los aspectos negativos de la vida que en los positivos. No cabe duda de que nuestras vidas son mucho mejores ahora que cuando nacimos, y sin embargo, los mayores vivimos atenazados por un miedo cerval a todo lo malo que hemos visto suceder a lo largo de décadas. En el estupendo libro, aunque a veces un tanto complejo, El Cerebro de Buda, de los neurocientíficos Rick Hanson y Richard Mendius, se nos explica que las experiencias negativas tienen una gran tendencia a grabarse de forma mucho más indeleble y permanente en nuestros circuitos neuronales que las positivas.  Esto tiene su razón de ser evolutiva, porque en la naturaleza es mucho más importante estar alerta y ser capaz de iniciar reacciones casi instantáneas de huida o lucha que de extasiarse ante la belleza del mundo terrenal.


Ese residuo de la época en la que éramos tanto víctimas como predadores está profundamente incrustado en nuestro cerebro más primitivo, y de ahí irradia hacia el córtex cerebral, esa estructura evolutivamente reciente y única en el mundo natural que nos distingue del resto de animales, pero que sin embargo todavía no hemos conseguido dominar en absoluto, y de ahí nuestras neurosis, fobias y obsesiones. Nuestras respuestas emocionales siguen siendo las mismas de cuando ni siquiera existíamos como especie independiente y eso nos condiciona a valorar mucho más las experiencias dolorosas que las felices. Por eso es muy fácil ser negativo ante las cambiantes circunstancias de la vida y en cambio requiere un entrenamiento largo y profundo llegar a obtener ese estado de ecuanimidad (que no tiene nada que ver con la indiferencia y la apatía), que nos permite sopesar equilibradamente todo lo que de bueno la vida nos aporta pese a las dificultades y sinsabores que siempre habrá.


Como ya he dicho antes, a causa de cierto tipo de educación, pero también porque la edad nos pone de relieve lo manifiestamente débiles que nos vamos volviendo con los años, cierto tipo de padres vivimos una eterna contradicción entre lo racional, que es enseñar a nuestros hijos a usar su libertad y su responsabilidad sin cortapisas; y lo emocional, que busca protegerlos de todo mal.  Somos una especie exploratoria y curiosa; así pues, lo  racional es experimentar y aprender de la diversidad del mundo. Pero también tenemos un componente evitativo, básicamente emocional,  por el que pretendemos huir sistemáticamente de las situaciones que suponemos de riesgo. En el equilibrio entre ambos componentes se encuentra –o debería encontrarse- la madurez como humanos. Por desgracia, no suele ser así, especialmente entre quienes ya se acercan demasiado a esa edad que marca el límite entre la madurez y la vejez.


A los mayores nos lastra el miedo hasta el punto de paralizarnos, algo que muy bien saben los políticos, que suelen azuzar los más insanos temores de la población para conseguir tenerla bajo control. Muchos padres también actuamos así, a veces de forma inconsciente, bajo el pretexto de aconsejar y con la falsa excusa de que sólo la sabiduría de los años permite valorar las cosas en su justa medida. En parte (pero sólo en parte) es cierto, sobre todo porque la sabiduría, a diferencia del conocimiento, no es algo que se pueda inculcar en el cerebro como una materia de estudio. La sabiduría se adquiere por uno mismo (o no se adquiere nunca) pero nadie puede impartirla como si fuera un catedrático. Y ese es el error en el que yo, como tantos otros padres, he caído en infinidad de ocasiones.


Sin embargo, la excusa del envejecimiento para justificar nuestros temores respecto a nuestros hijos no es totalmente válida, porque muchos de nosotros ya sucumbimos de bien jóvenes a muchos convencionalismos sociofamiliares que nos marcaron de inicio. La presión social por encontrar un trabajo bien remunerado, adquirir una posición social confortable y formar una familia perdurable han conformado un marco de relación con nuestro entorno y con nosotros mismos que, con la perspectiva de los años, sólo puedo calificar como de limitativo y castrador. Eso tampoco es excusa, porque es algo que ya podía saber racionalmente cuando tenía veintipocos años. Sin embargo, me rendí bien pronto a lo que en general se esperaba de mi, es decir, ser un buen chico útil y provechoso para mantener vigente un cierto concepto de sociedad que, finalmente, he visto como una peligrosa trampa. Una sociedad en la que se ha estimulado teóricamente la libertad de pensamiento, pero que ha procurado maniatar a cualquier precio la libertad de acción bajo los viejos pretextos de la seguridad y la estabilidad. Una sociedad que bajo el disfraz de una modernidad muy aparente y brillante pero también muy superficial, es tremendamente atávica y fundamentada en el estatus y la jerarquía, y en su consecución a toda costa.


Cuando se habla de realización personal en los medios de comunicación casi siempre se entiende como una realización orientada al triunfo social, profesional y económico, y casi nunca como a una forma de búsqueda de la virtud, entendida también en ese amplio sentido que los budistas otorgan al término. De este modo, seguimos viviendo en un mundo en el que se nos puntúa por lo que tenemos, pero no por lo que somos. Y si se mira fríamente, ese problema viene de muy lejos, de los albores de la civilización occidental.  Una civilización que ha  producido (yo diría que pese a ella misma) a grandes genios, pero al precio de mutilar a la inmensa mayoría de generaciones que, una tras otra, han caído en las mismas trampas de persecución de un bienestar que nada tiene que ver con mejorar como individuos de una especie inteligente.


Por eso, cuando uno renuncia al confort de un trabajo seguro y de un entorno estable para adentrarse en un camino imprevisto, sin ningún guión preestablecido ni más directores que un mismo, la apuesta es arriesgada pero también necesaria para adquirir esa sabiduría de la que tanto se habla pero que sólo se obtiene de la experiencia de haber escogido uno mismo el camino, saliéndose de los senderos marcados por la  tradición. Lo cual no quiere decir que haya que desdeñar todo lo que viene de antiguo ni el conocimiento que proviene de nuestros mayores, sino que hay que ponerlo en el fiel de la balanza entre lo que se supone que debemos hacer y lo que realmente tenemos que ser como individuos.


Hay que tener valor para seguir un rumbo que no es el que tus mayores han previsto. Hay que asumir mucha oposición y muchas admoniciones negativas, y saber desterrarlas sin permitir que las emociones negativas nos impregnen hasta la médula. Hay que saber renunciar a muchas comodidades para adentrarse en el camino del yo interior. Y hay que asumir que uno va a cometer errores y que los va a pagar, pero que serán un factor muy importante en su crecimiento personal. Y para hacer todo eso hace falta coraje y determinación. El coraje y determinación que admiro en mi hijo ausente,  a quien dedico estas líneas.

3 comentarios:

  1. Como siempre geniales tus palabras. Esta sensación de nido vacío y la incertidumbre de haber enseñado los valores necesarios para su realización personal nos acompaña siempre. Actos como dejarlo todo y seguir el camino que una persona quiere seguir no es solo valentia a enfrentarse a la presion social que intenta tetanizar, es un acto de poner por delante un proyecto de vida propio y personal.

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  2. No me sorprenden tus palabras, porque ya hace muchos años que te conozco y se que irremediablemente marcas mucho (a veces demasiado) la linea que separa lo "correcto" de una vida "normal" a lo que es tener una vida plena y feliz. Lo primero para muchos consiste en tener un buen trabajo con un buen sueldo, tener una casa con dos teles, un coche moderno y formar una familia con dos o tres hijos y que tengan una educación a poder ser privada "porque van a aprender mas". Solo aprenderan más caro. Lo segundo, que es por lo que me guío yo, consiste en intentar disfrutar de absolutamente cada momento, en abrir el cerebro y el corazón a las experiencias que me pone delante la vida, sin preocuparme mucho de si lo que sigue va a resultar una experiencia buena o "mala", porque en cualquier caso se que va a ser positiva y me va a hacer CRECER. En mis 25 años de vida he aprendido que la vida esta para bailar, para beber, para comer, para follar, para reir, para leer y para expandirse como persona, y sinceramente, desde mi punto de vista, asumir y entender que de eso va la vida, para mi es madurar. Desaprender lo que una educación "convencional" y fuertemente patriarcal nos enseña, y aprender de lo que nos dicen las playas, los paises, las personas, las canciones, la poesia, el sexo y las sonrisas ajenas, que son las más bonitas de provocar. Yo escojo esa vida, que no se donde me va a llevar, y esa incertidumbre solo me provoca querer saber mas y mejor, y eso es crecer, aprender y formarse como persona. Se que me entiendes, pero tambien se que te cuesta asumir que soy asi. Lo unico que puedo decirte es GRACIAS, por entenderme, por dejar hacer mi propia vida, y sobretodo, por darmela.

    Un fuerte abrazo de la persona que mas te quiere en el mundo, y te echa de menos, y desea que aun siendo casi sexagenario seas capaz de entender todo esto y querer incluso "aprender" un poquito de mi, que yo ya he aprendido (y sigo aprendiendo) muchisimo de ti. Te quiero.

    G.21!

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  3. Jordi, entenc els teus sentiments, tant tu com en Guillem m'heu fet saltar les llàgrimes. No pots però dubtar dels valors que has ensenyat al teu fill, tots nosaltres hem anat creixem amb ells i no tothom te la valentía de Guillem per trancar amb tot i intentar seguir un camí que s'aparta de les regles establertes, l'hi d'haver costat molt mentenir-s'hi ferm, que també és d'admirar. Segur que li anirà bé i que es sabrà cuidar i a la vegada apartar-se del que no li convingui. Un petó molt gran a tots dos.
    Montserrat Solé Gúdel

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