jueves, 6 de abril de 2017

Lifestyles


Muchos de los progenitores de mi edad tienen hijos entre los veinte y los treinta años, lo cual pone de manifiesto que la vejez nos comienza a acechar y que, en consecuencia, nos vamos desubicando de lo que se viene en llamar la modernidad, con el consiguiente y no menos evidente choque generacional en multitud de materias. También resulta palpable que, como antes sucedió a nuestros padres, y antes de ellos, a los padres de nuestros padres, nuestra progresiva inadaptación a los cambios que se producen en la sociedad nos conducen por el camino de la crítica sistemática, cuando no a la oposición frontal al lifestyle de nuestros hijos, sin percatarnos de que nosotros mismos se las hicimos pasar canutas a nuestros sufridos progenitores hará cosa de treinta o cuarenta años. En ese sentido, el discurrir de la vida, más que circular y repetitivo, es una espiral que pasa siempre cerca de las mismas coordenadas, pero siempre alejándose del punto inicial. Cada generación reprocha a la siguiente multitud de defectos, casi siempre sin reflexionar sobre el hecho de que cuando los viejos críticos eran apuestos mozalbetes, repudiaban las ácidas pullas de sus padres, diciendo (como siguen haciendo hoy en día) que los tiempos estaban cambiando y que el problema no era de la juventud, sino de la falta de adaptación de los mayores.

 

En gran medida, la problemática del choque generacional se puede atribuir a la eterna discusión sobre el cambio de valores y de prioridades entre generaciones sucesivas. Resulta sorprendente ver cómo muchos padres y madres, para atrincherarse en la presunta verdad absoluta de sus proposiciones, niegan que exista un cambio de valores y de prioridades entre la mayoría de los jóvenes, sino sólo un incremento de los “defectos” propios de la juventud, y una mayor tolerancia hacia sus “incomprensibles”  e “inaceptables” formas de pensar, sentir, vestir y de vivir, en definitiva. En una reciente discusión en la que pude participar con otros  familiares y amigos de mi generación resultó sorprendente la virulencia con la que alguno de los presentes negaba la argumentación del cambio de paradigma juvenil afirmando que eso sólo se da en determinados entornos y clases sociales, pero que no afecta a la mayoría de los jóvenes. Lo cual constituye una forma como cualquier otra de aferrase a unos valores y prioridades que siempre hemos considerado fundamentales y fundacionales de nuestra sociedad occidental. Sin embargo, dudo que muchos se hayan pensado a deliberar profundamente si los que para nosotros son valores fundacionales lo han sido siempre antes de nosotros, y sobre todo, si son valores imborrables que configuran de forma indeleble nuestro lifestyle (entendido de forma muy amplia y maximalista).

 

Durante esa discusión, mucho me temía que no era así, y me comprometí a buscar datos al respecto para  verificar o refutar la aseveración inicial que abrió el debate: “los jóvenes de hoy prefieren acumular experiencias que posesiones” y que dio pie a alguna acalorada respuesta en contra. Como no se trata de perturbar al personal con cifras y más cifras, sólo indicaré que existen multitud de estudios sobre la juventud, tanto de la Unión Europea como a escala española, mediante el INJUVE. Pero me ha interesado más la opinión de sociólogos de renombre que los meros datos estadísticos. Y allá que me fui en busca de la opinión de uno de los referentes de la sociología contemporánea, Ulrich Beck, cuya fama devino en gran parte por sus estudios de la sociedad del riesgo.

 

Aunque fue discutido por algunos de sus colegas, pero más por cuestiones semánticas que epistemológicas (como la diferenciación entre riesgo y amenaza, que ha llenado páginas y páginas de bizarras y bizantinas discusiones sobre cuestiones interpretativas que no alcanzan al común de los mortales), Beck sigue siendo considerado como uno de los más influyentes sociólogos contemporáneos por la profundidad de sus análisis. En algunos aspectos, sus teorías fueron premonitorias del escenario que tenemos actualmente, ya que su obra La sociedad del riesgo data de un lejano 1986, cuando todavía no se planteaba la brutal transformación social que ahora experimentamos. Más bien al contrario, aún no había caído el bloque soviético y occidente estaba en manos de reaganistas y thatcheristas, que apostaban por la continuidad de un sistema social y político que a la postre se ha declarado en quiebra en casi todos los aspectos.

 

Los Beck (pue su mujer contribuyó notablemente a los postulados a los que me refiero) fueron artífices de la aceptación general de un cambio de trazado en la concepción de los estilos de vida occidentales en esa transición desde una primera modernidad, basada en las estructuras (la familia, el arraigo orgánico o funcional, el trabajo estable para toda la vida), a una segunda modernidad basada en los flujos (el individuo móvil, el nuevo nomadismo, el trabajo temporal). Dicho de otro modo, la transformación de nuestra época es la de una modernidad sólida a una modernidad líquida, donde las estructuras que antes configuraban a nuestra sociedad, y que se basaban en conceptos rígidos de familia próxima, municipio de residencia permanente y trabajo para toda la vida, se han visto progresivamente sustituidas por conceptos muy fluidos y muy móviles, centrados en el individuo, en la mutabilidad residencial y en el trabajo mucho más precario que hace unos años. Asistimos, pues, a una progresiva y considerable fragmentación familiar y social que no podemos ni eludir ni revertir, porque la dinámica que la trasciende es muy intensa, debido a la globalización.

 

Esa transformación de los estilos de vida está muy ligada a un incremento notable del riesgo (en una concepción amplia) y de la incertidumbre personal que ello implica sin posibilidad de escurrir el bulto. La búsqueda de la seguridad y la estabilidad, que ha sido el paradigma de la juventud  durante muchos años (encontrar un empleo aburrido pero seguro, comprar una casa donde vivir hasta la muerte rodeado de nietos, casarse y tener hijos lo antes posible) ha dejado de tener sentido, al menos sin un coste emocional y personal tan alto que no merece la pena. Para muchos, sobre todo si son jóvenes, es mejor dejar de aferrarse al paradigma obsoleto y aceptar uno nuevo, basado en la capacidad individual, en la asunción del riesgo como algo inherente a la vida misma, y confiar en la propia valía personal para acumular experiencias de todo tipo (desde personales hasta laborales y de ocio) que enriquezcan lo que podríamos denominar “patrimonio inmaterial del individuo” y le permitan afrontar un futuro incierto, sobre todo en lo laboral, pero también en lo social y personal.

 

Es en ese sentido que la acumulación de pertenecías patrimoniales comienza a perder su sentido lógico, ya que el patrimonio, en un estilo de vida tan radicalmente fluido y líquido, es más bien un lastre que una baza a favor. Viajar ligero de equipaje se está convirtiendo –y creo que a medida que pasen los años lo será aún mucho más- en el lema de cabecera de gran parte de la juventud actual. Al menos de la que va en vanguardia de los cambios sociales y de estilo de vida (que a fin de cuentas es la que tira del resto, aunque el vagón de cola tarde todavía unos años en arrancar tras la locomotora). Precisamente, la consecuencia de todo eso es que los jóvenes de hoy en día prefieran acumular experiencias a posesiones. Lo cual no quiere decir –como algunos pretenden interpretar de forma sesgada y malintencionada- que desdeñen irresponsablemente el patrimonio y la estabilidad, sino que puestos en la tesitura de afrontar un futuro incierto para todos (jóvenes y mayores)  prefieren optar por la vía de acumular experiencias que la de atarse a unos estilos de vida que se están disolviendo como un iceberg en al mar Rojo. Dicho de otro modo, los jóvenes actuales no están locos ni desprecian la buena vida; solo sucede que son conscientes de que “esa” buena vida a la que nos referimos sus mayores se está extinguiendo, disolviéndose en un mar de riesgo e incertidumbre, y que nada volverá a ser como en el gozoso período de bienestar habido tras la segunda guerra mundial (y que, para ser francos, ha constituido un minúsculo paréntesis en la cruel historia de la humanidad)

 

Ulrich Beck denominaba sin reparos a los viejos conceptos de las estructuras sólidas a las que nos aferramos los adultos como “conceptos zombi” porque aún están ahí dando vueltas, pero están muertos. Tal vez lo recomendable sea aceptar ese cambio de paradigma, para no ser nosotros, los mayores, quienes nos convirtamos en zombis de carne y hueso.

1 comentario:

  1. Completamente de acuerdo en tus postulados , pero atención! Creo que todo progenitor debe preguntarse si este nomadismo, este afán por experimentar, por no tener arraigos es un síntoma de depresión o falta de responsabilidad o de compromiso. Todos estos síntomas, producen y provocan las ganas de huir y de cambiar de escenarios al pensar que cualquier otro es mejor del que viven. Si fuera ese el caso quizás tenemos una asignatura pendiente como padres... Pero si en personas hasta ahora responsables, sanas y con ganas de vivir ( con mayúsculas), sentir y experimentar en un momento de su vida en el que pueden permitirselo, no es tan sólo enquicedor, sino que los hará mas y mejores personas y por supuesto con un grado de autonomía del que carecen.

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