Muchos de los progenitores de mi
edad tienen hijos entre los veinte y los treinta años, lo cual pone de
manifiesto que la vejez nos comienza a acechar y que, en consecuencia, nos
vamos desubicando de lo que se viene en llamar la modernidad, con el consiguiente
y no menos evidente choque generacional en multitud de materias. También
resulta palpable que, como antes sucedió a nuestros padres, y antes de ellos, a
los padres de nuestros padres, nuestra progresiva inadaptación a los cambios
que se producen en la sociedad nos conducen por el camino de la crítica
sistemática, cuando no a la oposición frontal al lifestyle de nuestros
hijos, sin percatarnos de que nosotros mismos se las hicimos pasar canutas a
nuestros sufridos progenitores hará cosa de treinta o cuarenta años. En ese
sentido, el discurrir de la vida, más que circular y repetitivo, es una espiral
que pasa siempre cerca de las mismas coordenadas, pero siempre alejándose del
punto inicial. Cada generación reprocha a la siguiente multitud de defectos,
casi siempre sin reflexionar sobre el hecho de que cuando los viejos críticos
eran apuestos mozalbetes, repudiaban las ácidas pullas de sus padres, diciendo
(como siguen haciendo hoy en día) que los tiempos estaban cambiando y que el
problema no era de la juventud, sino de la falta de adaptación de los mayores.
En gran medida, la problemática
del choque generacional se puede atribuir a la eterna discusión sobre el cambio
de valores y de prioridades entre generaciones sucesivas. Resulta sorprendente
ver cómo muchos padres y madres, para atrincherarse en la presunta verdad
absoluta de sus proposiciones, niegan que exista un cambio de valores y de
prioridades entre la mayoría de los jóvenes, sino sólo un incremento de los
“defectos” propios de la juventud, y una mayor tolerancia hacia sus
“incomprensibles” e “inaceptables” formas de pensar, sentir, vestir y de
vivir, en definitiva. En una reciente discusión en la que pude participar con
otros familiares y amigos de mi generación resultó sorprendente la
virulencia con la que alguno de los presentes negaba la argumentación del
cambio de paradigma juvenil afirmando que eso sólo se da en determinados
entornos y clases sociales, pero que no afecta a la mayoría de los jóvenes. Lo
cual constituye una forma como cualquier otra de aferrase a unos valores y
prioridades que siempre hemos considerado fundamentales y fundacionales de
nuestra sociedad occidental. Sin embargo, dudo que muchos se hayan pensado a
deliberar profundamente si los que para nosotros son valores fundacionales lo
han sido siempre antes de nosotros, y sobre todo, si son valores imborrables
que configuran de forma indeleble nuestro lifestyle (entendido de forma
muy amplia y maximalista).
Durante esa discusión, mucho me
temía que no era así, y me comprometí a buscar datos al respecto para
verificar o refutar la aseveración inicial que abrió el debate: “los jóvenes de
hoy prefieren acumular experiencias que posesiones” y que dio pie a alguna
acalorada respuesta en contra. Como no se trata de perturbar al personal con
cifras y más cifras, sólo indicaré que existen multitud de estudios sobre la
juventud, tanto de la Unión Europea como a escala española, mediante el INJUVE.
Pero me ha interesado más la opinión de sociólogos de renombre que los meros
datos estadísticos. Y allá que me fui en busca de la opinión de uno de los
referentes de la sociología contemporánea, Ulrich Beck, cuya fama devino en
gran parte por sus estudios de la sociedad del riesgo.
Aunque fue discutido por algunos
de sus colegas, pero más por cuestiones semánticas que epistemológicas (como la
diferenciación entre riesgo y amenaza, que ha llenado páginas y páginas de
bizarras y bizantinas discusiones sobre cuestiones interpretativas que no
alcanzan al común de los mortales), Beck sigue siendo considerado como uno de
los más influyentes sociólogos contemporáneos por la profundidad de sus
análisis. En algunos aspectos, sus teorías fueron premonitorias del escenario
que tenemos actualmente, ya que su obra La sociedad del riesgo data de
un lejano 1986, cuando todavía no se planteaba la brutal transformación social
que ahora experimentamos. Más bien al contrario, aún no había caído el bloque
soviético y occidente estaba en manos de reaganistas y thatcheristas, que
apostaban por la continuidad de un sistema social y político que a la postre se
ha declarado en quiebra en casi todos los aspectos.
Los Beck (pue su mujer contribuyó
notablemente a los postulados a los que me refiero) fueron artífices de la
aceptación general de un cambio de trazado en la concepción de los estilos de
vida occidentales en esa transición desde una primera modernidad, basada en las
estructuras (la familia, el arraigo orgánico o funcional, el trabajo
estable para toda la vida), a una segunda modernidad basada en los flujos (el
individuo móvil, el nuevo nomadismo, el trabajo temporal). Dicho de otro modo,
la transformación de nuestra época es la de una modernidad sólida a una
modernidad líquida, donde las estructuras que antes configuraban a
nuestra sociedad, y que se basaban en conceptos rígidos de familia próxima,
municipio de residencia permanente y trabajo para toda la vida, se han visto
progresivamente sustituidas por conceptos muy fluidos y muy móviles, centrados
en el individuo, en la mutabilidad residencial y en el trabajo mucho más
precario que hace unos años. Asistimos, pues, a una progresiva y considerable
fragmentación familiar y social que no podemos ni eludir ni revertir, porque la
dinámica que la trasciende es muy intensa, debido a la globalización.
Esa transformación de los estilos
de vida está muy ligada a un incremento notable del riesgo (en una concepción
amplia) y de la incertidumbre personal que ello implica sin posibilidad de
escurrir el bulto. La búsqueda de la seguridad y la estabilidad, que ha sido el
paradigma de la juventud durante muchos años (encontrar un empleo
aburrido pero seguro, comprar una casa donde vivir hasta la muerte rodeado de
nietos, casarse y tener hijos lo antes posible) ha dejado de tener sentido, al
menos sin un coste emocional y personal tan alto que no merece la pena. Para
muchos, sobre todo si son jóvenes, es mejor dejar de aferrarse al paradigma
obsoleto y aceptar uno nuevo, basado en la capacidad individual, en la asunción
del riesgo como algo inherente a la vida misma, y confiar en la propia valía
personal para acumular experiencias de todo tipo (desde personales hasta
laborales y de ocio) que enriquezcan lo que podríamos denominar “patrimonio
inmaterial del individuo” y le permitan afrontar un futuro incierto, sobre todo
en lo laboral, pero también en lo social y personal.
Es en ese sentido que la
acumulación de pertenecías patrimoniales comienza a perder su sentido lógico,
ya que el patrimonio, en un estilo de vida tan radicalmente fluido y líquido,
es más bien un lastre que una baza a favor. Viajar ligero de equipaje se está
convirtiendo –y creo que a medida que pasen los años lo será aún mucho más- en
el lema de cabecera de gran parte de la juventud actual. Al menos de la que va
en vanguardia de los cambios sociales y de estilo de vida (que a fin de cuentas
es la que tira del resto, aunque el vagón de cola tarde todavía unos años en
arrancar tras la locomotora). Precisamente, la consecuencia de todo eso es que
los jóvenes de hoy en día prefieran acumular experiencias a posesiones. Lo cual
no quiere decir –como algunos pretenden interpretar de forma sesgada y
malintencionada- que desdeñen irresponsablemente el patrimonio y la
estabilidad, sino que puestos en la tesitura de afrontar un futuro incierto
para todos (jóvenes y mayores) prefieren optar por la vía de acumular
experiencias que la de atarse a unos estilos de vida que se están disolviendo
como un iceberg en al mar Rojo. Dicho de otro modo, los jóvenes actuales no
están locos ni desprecian la buena vida; solo sucede que son conscientes de que
“esa” buena vida a la que nos referimos sus mayores se está extinguiendo,
disolviéndose en un mar de riesgo e incertidumbre, y que nada volverá a ser
como en el gozoso período de bienestar habido tras la segunda guerra mundial (y
que, para ser francos, ha constituido un minúsculo paréntesis en la cruel
historia de la humanidad)
Ulrich Beck denominaba sin
reparos a los viejos conceptos de las estructuras sólidas a las que nos
aferramos los adultos como “conceptos zombi” porque aún están ahí dando
vueltas, pero están muertos. Tal vez lo recomendable sea aceptar ese cambio de
paradigma, para no ser nosotros, los mayores, quienes nos convirtamos en zombis
de carne y hueso.
Completamente de acuerdo en tus postulados , pero atención! Creo que todo progenitor debe preguntarse si este nomadismo, este afán por experimentar, por no tener arraigos es un síntoma de depresión o falta de responsabilidad o de compromiso. Todos estos síntomas, producen y provocan las ganas de huir y de cambiar de escenarios al pensar que cualquier otro es mejor del que viven. Si fuera ese el caso quizás tenemos una asignatura pendiente como padres... Pero si en personas hasta ahora responsables, sanas y con ganas de vivir ( con mayúsculas), sentir y experimentar en un momento de su vida en el que pueden permitirselo, no es tan sólo enquicedor, sino que los hará mas y mejores personas y por supuesto con un grado de autonomía del que carecen.
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