miércoles, 29 de marzo de 2017

La educación sentimental

No, con este título no me refiero a una de las más célebres obras de Gustave Flaubert, sino a otra cuestión que últimamente ha afectado a mi entorno más cercano con una contundencia brutal, como siempre sucede con las desgracias que acaecen a alguna persona joven, aparentemente sana y brillante, y que repentinamente comete alguna estupidez letal de forma inesperada y abrumadora para todos quienes la conocen. Y es entonces cuando alguien espeta aquello tan manido de que “es que X estaba muy mal desde que le pasó Y”, donde Y es un suceso o conjunto de sucesos que al parecer le superaron emocionalmente hasta el punto de perder la perspectiva, la cordura, y en demasiadas ocasiones, la vida.

Así que me refiero a la educación sentimental como materia formativa para niños y adolescentes. Una de las primeras reflexiones que hice junto a mi mujer cuando supimos la triste noticia es que parece increíble, a estas alturas del siglo XXI, que entre el cúmulo brutal de materias obligatorias y optativas que se imparten en el sistema educativo español (y europeo), existan la religión, la educación sexual, la formación ética, la educación política e incluso la tan antigua urbanidad –ahora rebautizada como educación cívica-, pero que jamás se haya implementado una asignatura de educación sentimental o emocional.

Rebuscando en antiguas lecturas y en la parte luminosa de internet me encuentro con propuestas al respecto tan antiguas como la de Julián Marías, que en el lejano 1992 ya dedicaba una obra al asunto con el mismo título. U otra de Mercedes Oliveira, de 1998, que abordaba extensamente el problema de la educación sentimental en los adolescentes. Más exactamente, abordaba su total inexistencia en el panorama educativo, y cómo podía paliarse esa carencia. Transcurridos decenios desde entonces, el sistema educativo sigue con el mismo agujero negro allá donde debería brillar una materia fundamental como pocas para desenvolvernos adecuadamente en la vida.

Voy a remitirme al prólogo de la obra de Mercedes Oliveira, redactado por Miguel Ángel Santos y titulado “La cárcel de los sentimientos”. Y ese título, visto desde mis casi sesenta años, no deja de ser un puñetazo en la conciencia de cualquier adulto que realice cualquier aproximación a la educación emocional en nuestras aulas, desde la primaria hasta finalizar el bachillerato. En ése prólogo, Santos menciona que el título responde a un artículo que escribió en 1980, en el que decía que la escuela prima el cultivo del intelecto y sacrifica el de las emociones. Que en la escuela se pregunta “¿qué piensas?”, pero que casi nunca se plantea otra cuestión igualmente importante: “¿qué sientes?” Que la escuela era –y sigue siendo- en definitiva, una cárcel de los sentimientos.

Resulta horrible descubrir, con el paso de los años, que muchos de los errores que cometemos en nuestras vidas se deben a un inadecuado enfoque emocional de las situaciones por las que hemos de pasar forzosamente en nuestra relación con los demás, sean familiares, amigos, compañeros de trabajo o de ocio, o perfectos desconocidos que confluyen en nuestro trayecto vital de forma inesperada. Muchos de nosotros llegamos a la vejez sin saber gestionar adecuadamente las emociones y sentimientos, y así nos va, pagando nuestra cuota de ineptitud emocional en forma de largos y costosos tratamientos médicos o psicológicos, o llenando los bolsillos de los autores de bestsellers de autoayuda.

Al parecer, son bastantes los pedagogos que consideran que el sistema educativo está diseñado para aprender a pensar, pero no para aprender a sentir. El mundo sentimental ha sido desterrado de la escuela;  es el gran olvidado, el agujero negro de la educación. Lo cual no deja de resultar irónico cuando se habla de la escuela y del sistema educativo como algo diseñado para la formación integral de la persona y para alcanzar la madurez y la excelencia, obviando que difícilmente puede alcanzarse ni una cosa ni la otra si desdeñamos la mitad de todo lo que nos hace humanos, o sea, el componente emocional y sentimental. Se entiende así como los célebres informes PISA ponen por las nubes a los alumnos finlandeses, que son un prodigio de excelencia intelectual, pero que acaban viviendo en el país con la mayor tasa de alcoholismo, malos tratos y suicidios de toda Europa. Algo similar a lo que les sucede en la tan alabada Corea del Sur con sus sumamente avanzados -y al mismo tiempo estresados- escolares, que se suicidan por sacar malas notas.

Sigo citando a Santos en su prólogo. Ya en 1945, se publicó en inglés un libro del pedagogo escocés  Alexander S. Neil cuyo título era muy significativo: “Corazones, no sólo cabezas en la escuela”, y en ese librito, Neil decía algo que de tan obvio, tendría que avergonzar a varias generaciones de políticos educativos y de profesores y maestros: “La educación es algo mucho más amplio que las cuestiones meramente escolares. Nuestros planes deben fundarse en el hecho de que la emotividad tiene mucha más importancia que el intelecto”.

Pero lo cierto es que, como dice Santos, la cultura escolar ha mantenido siempre un cierto recelo ante lo sentimental.  Yo iría un paso más allá, porque no es recelo, sino un olímpico desprecio por todas las manifestaciones de las emociones y los sentimientos en las aulas. La cultura escolar es una cultura de formación puramente intelectual, donde se omite toda referencia a nuestro componente emocional. Cosa rara, teniendo en cuenta que, por razones meramente evolutivas, somos antes animales emocionales que intelectuales, y a consecuencia del poderosos influjo de las emociones en nuestro córtex cerebral, surgió toda esa serie de características esenciales y casi exclusivas de la humanidad que conocemos como sentimientos.

Y así no es de extrañar que de los grandes centros de excelencia educativa hayan surgido mentes enormes que hayan hecho avanzar  intelectual y tecnológicamente a la humanidad, pero que en su calidad de personas dejaban mucho que desear, cuando no eran franca y llanamente unos hideputas de mucho cuidado en lo que se refería a su familia o a sus colegas. Ahora que se ha vuelto a poner tan de moda la biografía de personajes célebres de este siglo de la tecnología punta, no nos extraña comprobar hasta qué punto individuos como Steve Jobs o Mark Zuckerberg no han sido dechados de sentimientos bien canalizados hacia el prójimo. Tampoco lo fue Einstein, que los precedió en varias décadas y puteó de lo lindo a sus esposas Mileva y Elsa, e ignoró a sus dos hijos (uno de ellos esquizofrénico) de un modo escandaloso. Einstein, en muchos aspectos, nos recuerda al hilarante pero totalmente desconectado emocionalmente doctor Sheldon Cooper de la serie The Big Bang Theory, con la diferencia de que Einstein era tristemente real, aunque lo más triste es que todos sus biógrafos y panegiristas le perdonan todo, consagrando el principio de que lo intelectual está por encima de lo sentimental y emocional.

Y es que el sistema educativo produce robots intelectualmente poderosos, pero poco hace por construir personas entendidas según un concepto integral. Y todos hemos padecido ese lastre desde nuestra más tierna infancia, como si la educación emocional fuera algo de lo que se debieran encargar los padres. Los cuales, por razones más que obvias, tampoco estaban equipados para formar sus hijos en ese terreno, pues todos habían ido aprendiendo sobre la marcha, a base de batacazos, neurosis, ansiedad y considerables dosis de tensión emocional familiar, laboral y social, casi nunca bien resueltas.

De este modo se creó el caldo de cultivo ideal para la proliferación de psico-profesionales que, a cambio de una considerable minuta, nos pretendían enseñar de adultos lo que debimos aprender de niños. Sin embargo, y como bien saben los pedagogos, esto es como pretender enseñar idiomas a un cincuentón: dificilísimo. Las ventanas de aprendizaje son relativamente estrechas; existe una edad óptima para casi cualquier aprendizaje intelectual; y lo mismo puede afirmarse del emocional. Por eso hoy en día hay millones  de adultos encadenados a un psico-profesional casi de por vida, en algo que remeda más una muleta para andar por la vida que un adiestramiento para enfrentarse uno mismo a sus emociones y gestionar adecuadamente sus sentimientos. Y es que la gran mayoría se revela incapaz de educarse sentimentalmente a partir de una cierta edad, simplemente necesitan apoyos permanentes, psicológicos o farmacológicos, para enfrentarse más mal que bien a sus emociones y sentimientos.

Y hoy en día es revelador a la par que angustioso comprobar como ese Amazonas de emociones mal canalizadas y sentimientos no digeridos en que se ha convertido nuestra sociedad se expresa a borbotones a través de las redes sociales, donde el problema de nuestra discapacidad emocional se hace patente de una manera que debe poner los pelos de punta a los sociólogos, pedagogos y psicólogos sociales del mundo entero. No es que estemos enfermos, es que somos inválidos emocionales, con toda una parte esencial de lo que nos convierte en humanos atrofiada por falta de uso, o monstruosamente deforme por un uso inadecuado durante décadas. Y para descubrir que, en la mayor parte de las personas, la única formación (que no educación) emocional recibida ha sido meramente represiva, de contención u ocultación, pero no de canalización hacia algo positivo, que nos hiciera crecer, madurar, ser más equilibrados.

La consecuencia de esta tremenda carencia del sistema, de esa amputación de la educación de nuestros jóvenes, es que casi absolutamente todo en nuestro entorno se maneja desde una perspectiva totalmente plana y superficial, pues lo que le da profundidad a nuestra condición humana es la dimensión emocional y sentimental. Por eso no debemos sorprendernos cuando nuestra juventud se suicida por obtener malas calificaciones, o por sufrir desengaños amorosos, o no tener la figura de una modelo de alta costura. Y por eso debemos  exigir a nuestras políticas educativas que incluyan una materia tan esencial como la educación sentimental desde las aulas de primaria, en lugar de algunas de las pamplinas con las que actualmente adoctrinan inútilmente a nuestros jóvenes.

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