La tradición exige que cuando
alguien muere, no se glosen precisamente sus defectos, sino que se adorne su
epitafio con los hechos más agradables de su vida. Esta convención –pues no es
nada más que eso- se encuentra muy arraigada en todas las sociedades occidentales,
lo que suele ser motivo de no pocas risas escasamente disimuladas y de
comentarios susurrados en los corrillos del velatorio cuando el finado era un
notorio personaje de cuidado, elevado repentinamente a la categoría de beato
por el mero hecho de haber traspasado los lindes de la vida, aunque la mayoría
de los asistentes estén brindando metafísicamente por tan gozoso (para ellos)
suceso, mientras ruegan que Lucifer acoja en su seno a un nuevo y merecido
discípulo por toda la eternidad.
Yo nací y crecí en el punto
exactamente equidistante entre la calle Nicaragua y la Colonia Castells de
Barcelona, lo que para los entendidos en la historia del PSC será revelador de
que por un azar biográfico he mamado mucho del socialismo catalán, y en concreto,
bastante del chaconismo que se llevó por delante muchas de las esencias de
aquellos primeros socialistas de la transición finalmente devorados por la
maquinaria del PSOE articulada en torno al eje del Baix Llobregat. En resumen:
el PSC, la familia Chacón y yo hemos sido vecinos durante
media vida y justo ahora, en la muerte de la eterna aspirante a lideresa del
PSOE, me siento obligado a poner una pica en no sé exactamente dónde, aún a
riesgo de ser acribillado por la hipocresía socio-política reinante.
Sucede que estos días estamos
asistiendo a un espectáculo francamente vergonzoso de panegíricos subidos de
tono, ditirambos hiperbólicos, alabanzas sin cuento, loas encomiásticas y
elogios y alabanzas sin freno hacia la figura de Carme Chacón por parte de
todos aquellos que son o han sido algo en la política de este país. Ahora
resulta que Chacón era un dechado de virtudes inmaculada y sin tacha, incluso
para aquellos que no dudaron en ponerla de vuelta y media (merecidamente)
durante sus años dorados.
Quien haya seguido una serie
televisiva con tanta mala baba como House of Cards y haya analizado la
trayectoria de esa personalidad política contemporánea y real estará de acuerdo
en que ella parecía inspirada en uno cualquiera de esos personajes de la serie
cuya ambición es tan desgarradora que roza lo maligno. Y a quien, desde luego,
no disuaden consideraciones éticas para conseguir los fines que se ha propuesto
en la vida. House of Cards (como también Homeland, otra excelente
serie de corte político) retrata sin contemplaciones al político cuya vocación
de servicio es ante todo autoreferencial, es decir, vocación sí, pero de
servirse a sí mismo ante todo, también. Y ahora que todos hablan de la enorme
vocación de servicio de la señora Chacón no estaría de más añadir que siempre
estuvo presidida por su ego como faro que marcaba el rumbo a seguir.
Los medios y las redes sociales
se han apresurado a machacar convenientemente y con su hipocresía habitual al
señor Lagarder Danciu, que fue el primero que señaló, horas después de la
noticia del óbito de Chacón, que ella fue la ministra de los desahucios exprés
justo al comienzo del reventón inmobiliario de la crisis que todavía
arrastramos. Una medida en extremo socialista, al parecer, pero de socialismo
de reloj Hublot en la muñeca, que era lo que a ella le gustaba (y no ocultaba)
y que era digno heredero de aquella beautiful people de la era Boyer,
mucho más cercana a los encorbatados miembros de la célebre Trilateral que a
los descamisados puño en alto gracias a quienes fraguaron su hegemonía durante
cuatro legislaturas consecutivas.
Ya en febrero de 2011, el digital
La República de las Ideas, cuyos referentes son Pablo Sebastián y José
Oneto, firmaba una opinión que apodaba a Rubalcaba como “el Pigmalión de Carme
Chacón”. En esencia, Chacón creció y se hizo adulta políticamente a la sombra
de Rubalcaba, hasta que apareció en escena el que a la postre sería su marido,
un personaje rasputiniano (el calificativo no es mío), extraordinariamente
ambicioso y no carente de poder en la sombra. Lo que se tradujo en una traición
inefable de la discípula hacia su Pigmalión, con los agrios rencores que ello
dejó de por vida no sólo entre sus protagonistas, sino también entre sectores
enteros de un PSOE que ya empezaba a ver negros nubarrones en el
horizonte.
Para aquel entonces, Chacón ya
había sido ministra de Defensa, un cargo en el que los jefes militares la
suspendieron notoria pero siempre disciplinadamente y en voz baja, como
recogía El Confidencial Digital también en el año 2011. Los altos mandos
militares siempre han destacado la mala relación con la ministra por tres
cuestiones fundamentales: su obsesión por la foto y el titular (es decir, por la notoriedad), su camarilla
ministerial dejando de lado a consagrados profesionales de la defensa con
quienes se comunicaba escasamente y que tenían serias dificultades de acceso a la
ministra (o sea, creación de un núcleo cerrado y opaco) y un incremento de la conflictividad laboral: los pleitos en el área
de defensa pasaron de 600 en 2007 a más de 11.000 en 2011, según la fuente
citada (no he podido contrastar el dato; no obstante, diversos medios
confirmaron en su momento que el mal ambiente laboral fue más que patente
durante su etapa como ministra de defensa).
Con este bagaje tan poco
favorecedor como responsable en dos gobiernos socialistas, parece que los
rimbombantes elogios hacia la señora Chacón deberían haber sido más comedidos.
Mucho más comedidos. Pero es que además, en lo que se refiere a la política
interna del PSOE, Chacón tampoco es que fuera venerada como un santo ejemplo a
seguir. En realidad fueron sus compañeros de comité federal quienes acuñaron el
neoverbo “chaconear” para referirse a un estilo intrigante y conspiratorio de
hacer política interna. Una trayectoria zigzagueante, en el que la
recientemente fallecida no tenía reparo en ir cambiando de bando según su
agenda personal y su desmedida ambición (Borja Ventura en El Economista, 10
de abril de 2017).
Al final Carme Chacón perdió
todas las guerras en las que participó, pero la compasión hacia el vencido no puede vestirse de una
forma tan pusilánime e hipócrita como lo que estamos viendo estos días. No
tiene que ver con la ideología, sino con el hecho- no por contumaz menos
reprobable- de que la clase política tiende a cerrar filas en torno a los suyos
hasta el punto de caer en un extravagante ridículo, como el de solicitar que la
capilla ardiente de la exministra se celebrase en el mismísimo Congreso de los
Diputados, lo cual habría creado un precedente absurdo y un agravio póstumo a
las decenas de políticos, diputados, senadores y exministros fallecidos desde
la transición de 1978.
En conclusión, una cosa relativamente admisible es
realzar las luces y atenuar las sombras de los fallecidos, dejando para la
posteridad un análisis crítico y desapasionado de su trayectoria; y otra cosa
muy distinta es pretender glosar la figura de un personaje público como si
fuera el epítome de la pureza y poseedora de una luminosa virginidad moral. Carme Chacón
no irradiaba la luz que pretenden colarnos ahora, aprovechando el shock de
su temprana e inoportuna muerte. Descanse en paz, pero que no nos la pongan en
un altar inmerecido.
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