La ventaja que tenía la disuasión
nuclear de la época de la guerra fría era que las fuerzas estaban tan
igualadas, que el concepto acuñado por Von Neumann de “destrucción mutua
asegurada” no sólo era terminología político-militar, sino una realidad palpable:
las dos superpotencias tenían demasiado que perder si iniciaban una escalada
nuclear. En realidad, tenían que perderlo casi todo en cosa de sesenta minutos,
ya que sobre los restos
calcinados de los respectivos imperios hubiera quedado una población diezmada,
empobrecidísima y sometida a más crueles avatares que los pobres europeos del
siglo XIV cuando la epidemia de la peste negra.
La disuasión nuclear se
fundamenta en la muy conocida (y compleja) teoría de juegos y las estrategias
que se derivan de ella, según sean juegos de suma cero o de suma no nula.
Nombres como estrategia minimax (es decir, minimizar la pérdida máxima posibles
frente al adversario) o su correlativa maximin (maximizar la ganancia propia
frente a la pérdida del contrincante) responden a conocidos algoritmos de
procesos que bajo el engañoso nombre genérico de teoría de juegos, forman parte
de todas las estrategias de guerra avanzadas, a las que se dedican numerosos
matemáticos, estadísticos y mentes privilegiadas de la computación al servicio
de los respectivos departamentos de defensa.
En estos días de creciente
tensión con Corea del Norte, son muchas las especulaciones respecto a cómo
acabará el asunto entre dos gallos de pelea como Trump y Kim. Estoy convencido
que los departamentos de análisis de situaciones de guerra americanos están
echando humo desde hace días, pero el problema que se plantea de buen principio
es que la teoría de juegos y todas sus posibles consecuencias sólo se aplican
cuando se cumplen dos premisas fundamentales. La primera de ellas es que
todos los contendientes sigan procesos de toma de decisión racionales. La
segunda es que ambos contendientes tengan más o menos lo mismo que perder, es
decir, que la relación de fuerzas sea más o menos simétrica.
Cuando la segunda de las premisas
falla, la teoría de juegos se complica extraordinariamente, aunque todavía
sería posible, sobre el papel, realizar una modelización de los posibles
escenarios de confrontación. Pero cuando falla la primera premisa (por ejemplo,
si uno de los contendientes juega al azar, o se deja llevar por la astrología o
peor aún, por arrebatos de cólera), no hay teoría matemática que valga y todo
resulta absolutamente impredecible.
Y eso es lo que está sucediendo
en este momento con Corea del Norte. De hecho, hasta el más iluminado de los líderes políticos y
militares coreanos sabe que una confrontación a gran escala con Estados Unidos
que desembocara en el uso de armamento nuclear significaría la destrucción
total de Corea a un costo muy inferior para la superpotencia yanqui. Pero la
cuestión no es esa, sino que resulta prácticamente imposible eliminar a Corea
del tablero de juego sin sufrir algún tipo de daño directo o indirecto (por ejemplo una represalia
coreana contra aliados norteamericanos en la zona, como Corea del Sur o Japón).
La única solución para Trump
consistiría en un ataque preventivo directo y total contra Corea del Norte que
impidiera cualquier tipo de respuesta, para lo cual habría que arrasar
directamente toda su capacidad nuclear y convencional. Lo que implicaría, sin
ninguna duda al respecto, una matanza sensacional (incluida la población civil), porque no existe ninguna
posibilidad de una neutralización rápida mediante una estrategia de guerra
convencional. Eso significa que sólo podría eliminarse la supuesta amenaza coreana golpeando
primero mediante un ataque nuclear devastador, lo cual sería un desastre
político aún en el supuesto de que fuera un éxito militar, por razones que ni
merece la pena explicar de tan obvias que resultan.
Además, el uso
de armamento nuclear sentaría un precedente de extraordinaria importancia
(y aún más extraordinario peligro) porque abriría la caja de Pandora de las
acciones supuestamente preventivas de potencias regionales dotadas de armamento
nuclear. Israel, sin ir más lejos, se sentiría perfectamente justificada para
arrasar Irán, Siria o lo que se le pusiera por delante. Lo mismo sucedería con
Pakistán y la India,
aunque en este último caso, al estar las fuerzas muy equilibradas, el concepto
de destrucción mutua asegurada sería bastante más eficaz como medida
disuasoria. Aun así,
abrir la puerta a la liquidación del enemigo más o menos terrorista mediante
armamento nuclear pondría en riesgo todo el complicado sistema de controles que
hasta ahora han impedido una proliferación nuclear en masa, a la que podrían
acceder unas cuantas decenas de países, so pretexto de tener que defenderse
preventivamente de ataques de terceras potencias.
Dicho de otro modo, si hasta
ahora algo ha frenado la proliferación nuclear, más que las buenas palabras ha
sido el hecho de que desde el fin de la segunda guerra mundial nunca se ha
usado armamento nuclear más que para mostrar músculo. Pero está meridianamente
claro que el día que algún contendiente lo utilice de veras, se abrirá de par
en par la puerta para la confrontación atómica en cualquier zona caliente del
globo y a cualquier nivel, local o regional, sin que las grandes superpotencias
puedan hacer nada para impedirlo. Ese es el pequeño problema de las cajas de
Pandora, que una vez abiertas, ya no se pueden cerrar por las buenas.
Eso en lo que concierne a una
posible acción norteamericana para frenar en seco a al dinastía “reinante” en
Corea del Norte. La otra cuestión es la de la actitud del dictador y sus
seguidores ante lo que interpretan como una provocación norteamericana. Antes
he aludido a que en la teoría de juegos se espera de los contendientes un
comportamiento racional. Pero este no es el caso. Kim Jong-un no se
comporta de modo racional, o mejor dicho, su pensamiento dista mucho de estar
siquiera cerca de las coordenadas de lo que en occidente entendemos por racionalidad.
Tenemos precedentes históricos de líderes que en la tesitura de rendirse o ser
destruidos junto con todo su pueblo han optado por la segunda vía, y todos responden
a esa figura que encarnó Hitler de forma emblemática llevando a su país hasta
la devastación total.
Kim Jong-un cumple
a rajatabla con los requisitos para convertirse en un dictador mártir al precio
que sea. Su iluminación y megalomanía son tales que no cederá un ápice ante
amenazas de guerra y destrucción. Si a ello unimos ese carácter oriental tan
próximo al empecinamiento orgulloso que ya se vio en la segunda guerra mundial,
y que sólo permitió doblegar a los japoneses cuando la evidencia de que las
armas atómicas podían hacerlos papilla se hizo pública mediante la
volatilización de Hiroshima y Nagasaki, tenemos un cóctel político extraordinariamente
peligroso (sobre todo si se agita con excesiva vehemencia).
Me pregunto
qué hubiera sucedido si los japoneses, en aquél lúgubre agosto de 1945,
hubieran dispuesto de armas atómicas para atacar objetivos aliados. Es una
pregunta retórica, porque la respuesta la sabemos todos: la carnicería hubiera
sido espantosa, dilatando el final de la guerra y sobre todo incrementando de forma
exponencial la muerte de civiles y la destrucción de infraestructuras, sin
contar con los efectos a largo plazo de las lluvias radiactivas sobre toda el
área del Pacífico.
Ahora resulta
evidente que Corea del Norte dispone de armas atómicas. Pocas y rudimentarias
tal vez, e incapaces de alcanzar a su demoníaco rival americano, pero
suficientes para causar una devastación más que importante a nivel regional. Con todos esos ingredientes en la coctelera,
un ataque contra el régimen de Kim Jong-un que no supusiera cortar instantánea
y simultáneamente todas las cabezas de la hidra de la cadena de mando coreana
significaría, acto seguido, que Corea del Sur y tal vez Japón recibirían una
andanada nuclear en menos tiempo de lo que se tarda en escribir este artículo.
La divisa de
los dictadores alucinados como Kim es la de morir matando. Y cuantos más
cadáveres le acompañen en su tránsito, tanto mejor. Por tanto, cualquier
estrategia norteamericana en la zona ha de tener en cuenta eso. A un régimen
como el norcoreano no le atemorizan los números ni las estadísticas. Sus
cimientos y sus acciones son absolutamente irracionales, por lo que no dudaría
en sacrificar a su pueblo con tal de infligir un serio dolor a sus enemigos.
Aquí la teoría de juegos se desmorona y no hay cálculo estadístico que valga
que no tenga un margen de error enorme.
Donald Trump
tiene un serio problema en esa zona estratégica. Ha de proteger a sus aliados,
contener a Corea del Norte, impedir que su diseño de vectores de transporte le
permita convertirse en potencia nuclear intercontinental y ante todo, no ser el
primer mandatario mundial desde Harry Truman en tener que ordenar un ataque
nuclear contra un país enemigo, a sabiendas de que las consecuencias en todo el
mundo serían gravísimas, sobre todo si a Corea del Norte le quedase una mínima
capacidad de respuesta que le permitiera revolverse como un tigre herido y
acorralado. En esta tesitura, a Trump no le valen ni su habitual chulería, ni
su desparpajo, ni su contundente impetuosidad, porque al que tiene de
adversario en este asunto esas cosas le dejan frío. No le arriendo la ganancia
al presidente de los Estados Unidos.
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