jueves, 20 de abril de 2017

Corea del Norte


La ventaja que tenía la disuasión nuclear de la época de la guerra fría era que las fuerzas estaban tan igualadas, que el concepto acuñado por Von Neumann de “destrucción mutua asegurada” no sólo era terminología político-militar, sino una realidad palpable: las dos superpotencias tenían demasiado que perder si iniciaban una escalada nuclear. En realidad, tenían que perderlo casi todo en cosa de sesenta minutos, ya que sobre los restos calcinados de los respectivos imperios hubiera quedado una población diezmada, empobrecidísima y sometida a más crueles avatares que los pobres europeos del siglo XIV  cuando la epidemia de la peste negra.

 

La disuasión nuclear se fundamenta en la muy conocida (y compleja) teoría de juegos y las estrategias que se derivan de ella, según sean juegos de suma cero o de suma no nula. Nombres como estrategia minimax (es decir, minimizar la pérdida máxima posibles frente al adversario) o su correlativa maximin (maximizar la ganancia propia frente a la pérdida del contrincante) responden a conocidos algoritmos de procesos que bajo el engañoso nombre genérico de teoría de juegos, forman parte de todas las estrategias de guerra avanzadas, a las que se dedican numerosos matemáticos, estadísticos y mentes privilegiadas de la computación al servicio de los respectivos departamentos de defensa.

 

En estos días de creciente tensión con Corea del Norte, son muchas las especulaciones respecto a cómo acabará el asunto entre dos gallos de pelea como Trump y Kim. Estoy convencido que los departamentos de análisis de situaciones de guerra americanos están echando humo desde hace días, pero el problema que se plantea de buen principio es que la teoría de juegos y todas sus posibles consecuencias sólo se aplican cuando se cumplen dos premisas fundamentales. La primera de ellas es que  todos los contendientes sigan procesos de toma de decisión racionales. La segunda es que ambos contendientes tengan más o menos lo mismo que perder, es decir, que la relación de fuerzas sea más o menos simétrica.

 

Cuando la segunda de las premisas falla, la teoría de juegos se complica extraordinariamente, aunque todavía sería posible, sobre el papel, realizar una modelización de los posibles escenarios de confrontación. Pero cuando falla la primera premisa (por ejemplo, si uno de los contendientes juega al azar, o se deja llevar por la astrología o peor aún, por arrebatos de cólera), no hay teoría matemática que valga y todo resulta absolutamente impredecible.

 

Y eso es lo que está sucediendo en este momento con Corea del Norte. De hecho, hasta el más iluminado de los líderes políticos y militares coreanos sabe que una confrontación a gran escala con Estados Unidos que desembocara en el uso de armamento nuclear significaría la destrucción total de Corea a un costo muy inferior para la superpotencia yanqui. Pero la cuestión no es esa, sino que resulta prácticamente imposible eliminar a Corea del tablero de juego sin sufrir algún tipo de daño directo o indirecto (por ejemplo una represalia coreana contra aliados norteamericanos en la zona, como Corea del Sur o Japón).

 

La única solución para Trump consistiría en un ataque preventivo directo y total contra Corea del Norte que impidiera cualquier tipo de respuesta, para lo cual habría que arrasar directamente toda su capacidad nuclear y convencional. Lo que implicaría, sin ninguna duda al respecto, una matanza sensacional (incluida la población civil), porque no existe ninguna posibilidad de una neutralización rápida mediante una estrategia de guerra convencional. Eso significa que sólo podría eliminarse la supuesta amenaza coreana golpeando primero  mediante un ataque nuclear devastador, lo cual sería un desastre político aún en el supuesto de que fuera un éxito militar, por razones que ni merece la pena explicar de tan obvias que resultan.

 

Además, el uso  de armamento nuclear sentaría un precedente  de extraordinaria importancia (y aún más extraordinario peligro) porque abriría la caja de Pandora de las acciones supuestamente preventivas de potencias regionales dotadas de armamento nuclear. Israel, sin ir más lejos, se sentiría perfectamente justificada para arrasar Irán, Siria o lo que se le pusiera por delante. Lo mismo sucedería con Pakistán y la India, aunque en este último caso, al estar las fuerzas muy equilibradas, el concepto de destrucción mutua asegurada sería bastante más eficaz como medida disuasoria. Aun así, abrir la puerta a la liquidación del enemigo más o menos terrorista mediante armamento nuclear pondría en riesgo todo el complicado sistema de controles que hasta ahora han impedido una proliferación nuclear en masa, a la que podrían acceder unas cuantas decenas de países, so pretexto de tener que defenderse preventivamente de ataques de terceras potencias.

 

Dicho de otro modo, si hasta ahora algo ha frenado la proliferación nuclear, más que las buenas palabras ha sido el hecho de que desde el fin de la segunda guerra mundial nunca se ha usado armamento nuclear más que para mostrar músculo. Pero está meridianamente claro que el día que algún contendiente lo utilice de veras, se abrirá de par en par la puerta para la confrontación atómica en cualquier zona caliente del globo y a cualquier nivel, local o regional, sin que las grandes superpotencias puedan hacer nada para impedirlo. Ese es el pequeño problema de las cajas de Pandora, que una vez abiertas, ya no se pueden cerrar por las buenas.

 

Eso en lo que concierne a una posible acción norteamericana para frenar en seco a al dinastía “reinante” en Corea del Norte. La otra cuestión es la de la actitud del dictador y sus seguidores ante lo que interpretan como una provocación norteamericana. Antes he aludido a que en la teoría de juegos se espera de los contendientes un comportamiento racional. Pero este no es el caso.  Kim Jong-un no se comporta de modo racional, o mejor dicho, su pensamiento dista mucho de estar siquiera cerca de las coordenadas de lo que en occidente entendemos por racionalidad. Tenemos precedentes históricos de líderes que en la tesitura de rendirse o ser destruidos junto con todo su pueblo han optado por la segunda vía, y todos responden a esa figura que encarnó Hitler de forma emblemática llevando a su país hasta la devastación total.

 

Kim Jong-un cumple a rajatabla con los requisitos para convertirse en un dictador mártir al precio que sea. Su iluminación y megalomanía son tales que no cederá un ápice ante amenazas de guerra y destrucción. Si a ello unimos ese carácter oriental tan próximo al empecinamiento orgulloso que ya se vio en la segunda guerra mundial, y que sólo permitió doblegar a los japoneses cuando la evidencia de que las armas atómicas podían hacerlos papilla se hizo pública mediante la volatilización de Hiroshima y Nagasaki, tenemos un cóctel político extraordinariamente peligroso (sobre todo si se agita con excesiva vehemencia).

 

Me pregunto qué hubiera sucedido si los japoneses, en aquél lúgubre agosto de 1945, hubieran dispuesto de armas atómicas para atacar objetivos aliados. Es una pregunta retórica, porque la respuesta la sabemos todos: la carnicería hubiera sido espantosa, dilatando el final de la guerra y sobre todo incrementando de forma exponencial la muerte de civiles y la destrucción de infraestructuras, sin contar con los efectos a largo plazo de las lluvias radiactivas sobre toda el área del Pacífico.

 

Ahora resulta evidente que Corea del Norte dispone de armas atómicas. Pocas y rudimentarias tal vez, e incapaces de alcanzar a su demoníaco rival americano, pero suficientes para causar una devastación más que importante a nivel regional.  Con todos esos ingredientes en la coctelera, un ataque contra el régimen de Kim Jong-un que no supusiera cortar instantánea y simultáneamente todas las cabezas de la hidra de la cadena de mando coreana significaría, acto seguido, que Corea del Sur y tal vez Japón recibirían una andanada nuclear en menos tiempo de lo que se tarda en escribir este artículo.

 

La divisa de los dictadores alucinados como Kim es la de morir matando. Y cuantos más cadáveres le acompañen en su tránsito, tanto mejor. Por tanto, cualquier estrategia norteamericana en la zona ha de tener en cuenta eso. A un régimen como el norcoreano no le atemorizan los números ni las estadísticas. Sus cimientos y sus acciones son absolutamente irracionales, por lo que no dudaría en sacrificar a su pueblo con tal de infligir un serio dolor a sus enemigos. Aquí la teoría de juegos se desmorona y no hay cálculo estadístico que valga que no tenga un margen de error enorme.

 

Donald Trump tiene un serio problema en esa zona estratégica. Ha de proteger a sus aliados, contener a Corea del Norte, impedir que su diseño de vectores de transporte le permita convertirse en potencia nuclear intercontinental y ante todo, no ser el primer mandatario mundial desde Harry Truman en tener que ordenar un ataque nuclear contra un país enemigo, a sabiendas de que las consecuencias en todo el mundo serían gravísimas, sobre todo si a Corea del Norte le quedase una mínima capacidad de respuesta que le permitiera revolverse como un tigre herido y acorralado. En esta tesitura, a Trump no le valen ni su habitual chulería, ni su desparpajo, ni su contundente impetuosidad, porque al que tiene de adversario en este asunto esas cosas le dejan frío. No le arriendo la ganancia al presidente de los Estados Unidos.

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