miércoles, 26 de abril de 2017

Exceso de confianza

Si se analiza a fondo el asunto, resulta bastante preocupante lo sucedido con la dimisión de Esperanza Aguirre. Y no por los hechos en sí mismos, sino por la risueña y despreocupada actitud de sus muchos enemigos, como si eso no fuera con ellos. Es verdad – y yo me cuento en las filas de quienes la han criticado duramente- que su estilo neoliberal-castizo-prepotente le ha granjeado un sinfín de adversarios con el colmillo a punto para hincarle el diente a la menor posibilidad, pero esta forma de hacer leña del árbol caído resulta bastante superficial  e incluso canallesca aunque provenga de las filas de “los nuestros”.

Porque si de lo que se trata es de depurar responsabilidades políticas, la señora Aguirre ha dado un paso al frente y ha presentado la dimisión como sería de esperar en cualquier país normal, y como se viene echando de menos en España respecto de cualquiera de las formaciones políticas implicadas en escándalos de corrupción, es decir, casi todas. Comprendo artículos como los de “Eldiario.es” que de forma extraordinariamente cáustica titulaban “Espejo de té” y que chorreaba bilis y sangre por todos sus márgenes, pero no comparto que se combata la prepotencia y la mala leche de unos con más de lo mismo de los otros, sin hacer una reflexión profunda sobre la cuestión de fondo, que no es otra que la confianza que depositamos en nuestros colaboradores.

Una cosa está clara y es que, tras una investigación de meses, el juez no ha encontrado motivos para considerar imputable a Esperanza Aguirre, y por lo tanto, pese a sus numerosos defectos como política, hay que respetar su presunción de inocencia y desconocimiento de lo que se cocía a fuego lento en el interior de su partido. Por eso me pregunto si a la mayoría  nos sucedería lo mismo de estar en su lugar. Quiero decir que ya son muchas las veces en las que se ha destapado que colaboradores por los que sus superiores pondrían la mano en el fuego han resultado no ser de tanta confianza como se presumía de antemano. Y que ese fenómeno enraíza con otro mucho más profundo, que tiene mucho que ver con las relaciones personales dentro del ámbito político en particular, y del personal en general.

Es obvio que en una sociedad tan compleja como la actual, es imposible que los máximos directivos puedan ejercer su papel sin delegar grandes áreas de competencia en colaboradores subordinados. En las grandes empresas, como es el caso de la administración pública, la situación es tal que el máximo responsable sólo puede supervisar a vista de pájaro las líneas generales de actuación, pero el control efectivo está delegado en escalones inferiores o en sistemas de auditoría. Cuanto más compleja es una organización, más niveles de delegación se van superponiendo uno sobre otro, hasta que al final resulta casi imposible determinar en qué parte del organigrama reside el poder real.

Por poder real me refiero a aquél que toma las decisiones “de facto”  y las presenta convenientemente estructuradas como “propuestas de actuación” a unos jefes que en muchas ocasiones están sobrepasados por múltiples tareas y que no pueden entrar a fondo en los detalles jugosos o problemáticos. Ahí surge la cuestión de la confianza en los subordinados, algo a lo que necesariamente han de recurrir los superiores a fin de poder firmar y poner su nombre al pie de los documentos sin necesitar días de más de veinticuatro horas para completar sus tareas. Es decir, la cosa concluye con una ojeada más o menos superficial, algunas preguntas que demuestren que se está encima del asunto, y pasar a la siguiente cuestión de la sobrecargada agenda del día.

En el nivel puramente administrativo, las auditorías que ejercen los interventores propios de la administración suelen ser suficientes para evitar que la cosa se desmadre, pero cuando se sube al nivel superior, al político, donde se toman las decisiones básicas y se trafica con los diversos cabilderos del poder, las cosas se complican mucho. Porque en ese momento estamos en un terreno en el que  no existe un control administrativo sino puramente político, que se fundamenta en la moralidad de los intervinientes. Es en este nivel donde los máximos responsables arriesgan mucho, y por ello suelen nombrar a personas de su máxima confianza para las tareas más relevantes. Pero la confianza es como el amor, no puede darse  por supuesta e indefinida, sino que debe renovarse día a día. Eso significa poner periódicamente en cuestión lazos personales que pueden resentirse por lo que el subordinado considere una muestra de desconfianza. Además, si la trayectoria del segundo de a bordo ha sido siempre intachable, no hay nada que prejuzgue que pueda dejar de serlo en el futuro.

Craso error. Precisamente las mayores traiciones se repiten a lo largo de la historia y a lo ancho del mundo entero por parte de personas que en su momento eran de la máxima confianza. Y en los casos en los que se maneja contratación pública de obras, la tentación de ir por libre aprovechando que el jefe confía en uno es a veces demasiado poderosa, sobre todo si se parte del punto en el que estaba España desde el inicio del siglo XXI: al parecer todos sabían que todos los demás hacían lo mismo, por lo que no había de qué preocuparse. Otro craso error, porque este tipo de situaciones son muy inestables y dependen de que nadie tire de dosier o de la manta, que para el caso es lo mismo. Y finalmente siempre hay alguien lo suficientemente cabreado para iniciar la tormenta perfecta y el castillo de naipes cae inexorablemente.

Así que mucho me temo que casos como el de esperanza Aguirre debe haber muchísimos más a diversos niveles de la administración central, autonómica o local, en los que ministros, presidentes de comunidad y alcaldes se han visto en el lodo por un exceso de confianza respecto al buen hacer de algunos de sus colaboradores directos. Pero la pregunta de fondo, mucho más radical, es si esto no es connatural al ser humano, con independencia de su posición y rango social. La necesidad de confiar de forma prolongada en personas por las que pondríamos la mano en el fuego (amigos íntimos, familiares directos) a quienes ponemos en la situación perfecta para hacer y deshacer a su antojo. Les otorgamos el poder de hecho, aunque la responsabilidad siga siendo nuestra. Infinidad de pleitos hereditarios  se producen por estos mismos motivos, sin que sean motivo de burla o escarnio por parte de nadie, sino más bien de compasión o, en el peor de los casos, de cierta displicente conmiseración por quienes han sido tan ingenuos como para dejarse despojar de sus fortunas, sin caer en la cuenta de que eso nos puede suceder a todos en algún momento de nuestras vidas.

Todos somos vulnerables al exceso de confianza. Quien no lo es suele ser un personaje odioso  y solitario, cuando no un completo paranoico (que también los hay y resultan peligrosísimos, al estilo de los dictadores africanos o de la dinastía reinante en Corea del Norte). La señora Aguirre ha estado pecando de exceso de confianza en personajes que no la merecían, pero no por ello resulta ser una persona estúpida o una incauta, salvo que ampliemos esa categoría despectiva para encuadrarnos casi todos en ella. Al menos la honra (o demuestra astucia política) su rápida dimisión. Dejemos que disfrute de su retiro  (y que no regrese jamás, añadirán sus adversarios).

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