Semana de sonadas
incongruencias en el panorama nacional e internacional. Lo cual no sería
especialmente digno de mención si no fuera porque enlaza directamente con
acciones políticas que nos afectan directamente. Y no para bien.
Aquí, en España, el “buenismo”
político se impone por encima de la racionalidad, como casi siempre acaba
sucediendo con los gobiernos de izquierdas excesivamente lastrados por
ese discurso contemporizador con las minorías aunque no venga a cuento, tan
cargado de pusilanimidad como de entusiasta desparpajo. Y me temo que
escasamente constitucional. Es ese discurso de quienes se echan las manos a la
cabeza y casi llaman a las barricadas cuando un rapero es juzgado por pedir la
muerte de algún representante institucional en alguna de sus composiciones,
pero al mismo tiempo socava los cimientos de la democracia que tanto dicen
defender atacando a quienes hacen publicidad contraria a su ideario político,
aunque no pidan la muerte de nadie.
Los ayuntamientos de Madrid y
Barcelona se acaban de lucir muy lucidos iniciando acciones de todo tipo, desde
sanciones administrativas a pedir a la fiscalía que abra un proceso penal
contra el autobús del grupo de la campaña “Hazte Oir”, que por muy
ultramontano que sea, tiene todo el derecho del mundo a proclamar sus ideas
respecto a la transexualidad. Les acusan de incitar al odio, lo cual no sólo es
mentira, sino que resulta clamorosamente estúpido a la vista de los lemas que adornan
la carrocería del dichoso bus. Y es que estar en contra de la transexualidad no
significa incitar al odio de nadie, como tampoco es ni siquiera atisbo de
delito ser antimadridista (o antibarcelonista) y proclamarlo a los cuatro
vientos, cosa que por cierto se hace desde todas las plataformas públicas y
privadas sin que nadie se rasgue las vestiduras.
Pretender sancionar con “todos
los mecanismos posibles” y hacerlo “con la máxima dureza” a las gentes de Hazte
Oir forma parte de ese discurso postestalinista que resulta abrumador en
formaciones que se presentan a sí mismas como democráticas pero que tienen en
su seno a tantos energúmenos leninistas a los que contentar que se les escapa
por el esfínter trasero ese residuo profundamente autoritario y dictatorial que
confunde a todo el que no es de su cuerda como ”enemigo del pueblo”, y por
ende, antidemócrata a reeducar, o mejor aún, a enviar a un gulag. Y no es así,
señores de nuestra nueva izquierda
(presuntamente) regeneradora, como se manifiestan los valores democráticos de
ninguna sociedad. Los de Hazte Oir que proclamen lo que quieran y donde
quieran siempre que se haga dentro de los límites que marca el estado de
derecho, no la señora Carmena o la señora Colau y sus subordinados. Y los
límites están en el sentido común, no en la apreciación personal de cada cual,
y mucho menos en los sesgos típicos de esa ultraizquierda que se cree única
depositaria de la verdad absoluta. Y conste que, personalmente, detesto las
ideas de Hazte Oir, pero como dice el
viejo lema de la tolerancia democrática, daría lo que fuera porque mis
adversarios puedan expresar libremente sus opiniones, aunque me desagraden
profundamente.
Porque lo que parecen pretender
(como ya sucedió hace algunos años con cierto feminismo rampante) no es la
igualdad del colectivo LGBT, sino que se establezca (más bien imponga) una
discriminación jurídica positiva hacia los miembros de ese colectivo, que pasen
a ser prácticamente intocables y dispongan de un paraguas sancionador más
amplio que el del resto de la ciudadanía. Y eso, aparte de estar muy feo, es
rotundamente anticonstitucional, me temo (cosa que la señora Carmena sabe
perfectamente, después de tantos años de ejercicio de la magistratura, y
supongo que precisamente por eso ha dejado que sean segundas espadas las que
empiecen a repartir mandobles amenazadores).
Harían bien en hacérselo mirar
las formaciones gobernantes en Madrid y Barcelona, porque estas son las cosas
que hacen que muchos simpatizantes y votantes no tan decantados al extremo del
espectro político entren en una espiral de desánimo y alejamiento de un
movimiento que en su momento resultó ilusionante para una posible mayoría de
izquierdas, y que ahora parece ir quedando a merced de los elementos más
radicales, y por tanto, menos representativos de la voluntad general de cambio
que se estaba apreciando en la sociedad española.
En otro orden de cosas, el
panorama internacional resulta igual de desalentador, también por incongruencia
más que manifiesta. Y es que al anuncio del señor Trump de incrementar el
presupuesto militar norteamericano en nada menos que 54 mil millones de dólares
se han opuesto, precisa y sorpresivamente, un centenar de generales retirados
del ejército yanqui, alegando que no puede hacerse eso en detrimento del dinero
destinado al Departamento de Estado y las relaciones internacionales. Vaya por
dónde, los militares (todos ellos generales de tres y cuatro estrellas, es
decir, del más alto rango) consideran que el ejército ya está bien como está y
que carece de sentido privar a otros departamentos del gobierno de fondos muy
necesarios para el desempeño de sus tareas con normalidad.
Y es que el señor Trump padece el
mismo mal que nuestros radicales de aquí. Quiere contentar tanto a sus votantes
más extremistas que no tiene en consideración que otros de talante más moderado
también le votaron a él, pero seguramente le retirarán su apoyo si su
deriva paranoico-derechista sigue imparable. Porque las últimas ocurrencias de
Trump son muy propias de un delirio paranoico, justificativo de recuperar para
Washington una supremacía militar que nadie le ha arrebatado nunca, ni siquiera
en los peores tiempos de la guerra fría. Y lo que es peor, sin tener presente
que Estados Unidos jamás se enfrentará en una guerra convencional a un enemigo
que requiera un ejército mayor del que ya dispone. Porque en fin, con Rusia y
China resulta bastante evidente que no llegarán jamás a un enfrentamiento
armado, salvo que a la paranoia de sus respectivos líderes se sume un
considerable grado de psicosis (tampoco descartable), con lo que tal vez el
señor Trump lograse la catarsis de hundir definitivamente al mundo, tanto en su
vertiente occidental como oriental, y pasar así a la posteridad como un Nerón
contemporáneo en versión 2.0 (otra cosa tampoco descartable).
Tampoco es de menospreciar que, como muy bien
señala Michael Moore en su documental “Qué
Invadimos Ahora”, pese a su tremendo arsenal los Estados unidos no han
ganado claramente una confrontación militar desde la Segunda Guerra Mundial. Y
eso ha sido así no por falta de presupuesto, sino por un escaso entendimiento
de que las guerras actuales no dependen tanto de una fuerza aplastante, sino de
comprender que el enemigo juega sus bazas desde la insurgencia y el terrorismo,
y para esas cosas no hay portaaviones que valga. Una cosa, que en los albores
de la edad contemporánea tampoco entendió muy bien Napoleón en la guerra de
independencia española, y así le fue. Así que no es cuestión de potencia, sino
de inteligencia. Y también de conseguir el pleno apoyo de la ciudadanía, una de
las cosas que Nixon sí fue capaz de ver que no tenía, y por eso puso fin a la
aventura de Vietnam en los años setenta. Porque de nada sirve tener millones de
soldados y un armamento propio de la guerra de las galaxias si el pueblo no
está por la labor y manifiesta su desaprobación masivamente. Y después de los
desastres de Afganistán y de Iraq, me temo que muchas familias norteamericanas
están radicalmente en contra de enviar a morir a sus hijos a cambio de no se sabe qué.
Y es que el problema de muchos
políticos –de izquierdas o de derechas – es que se distancian de la realidad a
un velocidad proporcional al grado de demagogia con que han conquistado el
poder. Sabedores de la imposibilidad de cumplir todas las hiperbólicas barbaridades que
prometieron en campaña electoral, pero incapaces de aceptar con humildad que
hay cosas que tal vez pueden pero no deben hacerse jamás, se
alejan de la cordura a velocidad hiperlumínica en dirección al paraíso que
prometieron y en el que sólo creen sus votantes más exaltados, que a la postre
suelen ser divisibles en dos categorías: garrulos irredentos o nacionalistas
rabiosos. Y es que para ser un antisistema productivo y eficiente (de derechas
o de izquierdas, tanto da) hay que tener el cerebro bien amueblado, y hasta ahí
ese sector ultra que conforma el ala dura de los votantes pro Trump no llega.
Tal vez les consuele saber que en Podemos ocurre ciertamente lo mismo.
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