jueves, 2 de marzo de 2017

De Trump a Podemos


Semana de  sonadas incongruencias en el panorama nacional e internacional. Lo cual no sería especialmente digno de mención si no fuera porque enlaza directamente con acciones políticas que nos afectan directamente. Y no para bien.

 

Aquí, en España, el “buenismo” político se impone por encima de la racionalidad, como casi siempre acaba sucediendo con los gobiernos  de izquierdas excesivamente lastrados por ese discurso contemporizador con las minorías aunque no venga a cuento, tan cargado de pusilanimidad como de entusiasta desparpajo. Y me temo que escasamente constitucional. Es ese discurso de quienes se echan las manos a la cabeza y casi llaman a las barricadas cuando un rapero es juzgado por pedir la muerte de algún representante institucional en alguna de sus composiciones, pero al mismo tiempo socava los cimientos de la democracia que tanto dicen defender atacando a quienes hacen publicidad contraria a su ideario político, aunque no pidan la muerte de nadie.

 

Los ayuntamientos de Madrid y Barcelona se acaban de lucir muy lucidos iniciando acciones de todo tipo, desde sanciones administrativas a pedir a la fiscalía que abra un proceso penal contra el autobús del grupo de la campaña “Hazte Oir”, que  por muy ultramontano que sea, tiene todo el derecho del mundo a proclamar sus ideas respecto a la transexualidad. Les acusan de incitar al odio, lo cual no sólo es mentira, sino que resulta clamorosamente estúpido a la vista de los lemas que adornan la carrocería del dichoso bus. Y es que estar en contra de la transexualidad no significa incitar al odio de nadie, como tampoco es ni siquiera atisbo de delito ser antimadridista (o antibarcelonista) y proclamarlo a los cuatro vientos, cosa que por cierto se hace desde todas las plataformas públicas y privadas sin que nadie se rasgue las vestiduras.

 

Pretender sancionar con “todos los mecanismos posibles” y hacerlo “con la máxima dureza” a las gentes de Hazte Oir forma parte de ese discurso postestalinista que resulta abrumador en formaciones que se presentan a sí mismas como democráticas pero que tienen en su seno a tantos energúmenos leninistas a los que contentar que se les escapa por el esfínter trasero ese residuo profundamente autoritario y dictatorial que confunde a todo el que no es de su cuerda como ”enemigo del pueblo”, y por ende, antidemócrata a reeducar, o mejor aún, a enviar a un gulag. Y no es así, señores de nuestra nueva  izquierda (presuntamente) regeneradora, como se manifiestan los valores democráticos de ninguna sociedad. Los de Hazte Oir que proclamen lo que quieran y donde quieran siempre que se haga dentro de los límites que marca el estado de derecho, no la señora Carmena o la señora Colau y sus subordinados. Y los límites están en el sentido común, no en la apreciación personal de cada cual, y mucho menos en los sesgos típicos de esa ultraizquierda que se cree única depositaria de la verdad absoluta. Y conste que, personalmente, detesto las ideas de Hazte Oir, pero como dice el viejo lema de la tolerancia democrática, daría lo que fuera porque mis adversarios puedan expresar libremente sus opiniones, aunque me desagraden profundamente.

 

Porque lo que parecen pretender (como ya sucedió hace algunos años con cierto feminismo rampante) no es la igualdad del colectivo LGBT, sino que se establezca (más bien imponga) una discriminación jurídica positiva hacia los miembros de ese colectivo, que pasen a ser prácticamente intocables y dispongan de un paraguas sancionador más amplio que el del resto de la ciudadanía. Y eso, aparte de estar muy feo, es rotundamente anticonstitucional, me temo (cosa que la señora Carmena sabe perfectamente, después de tantos años de ejercicio de la magistratura, y supongo que precisamente por eso ha dejado que sean segundas espadas las que empiecen a repartir mandobles amenazadores).

 

Harían bien en hacérselo mirar las formaciones gobernantes en Madrid y Barcelona, porque estas son las cosas que hacen que muchos simpatizantes y votantes no tan decantados al extremo del espectro político entren en una espiral de desánimo y alejamiento de un movimiento que en su momento resultó ilusionante para una posible mayoría de izquierdas, y que ahora parece ir quedando a merced de los elementos más radicales, y por tanto, menos representativos de la voluntad general de cambio que se estaba apreciando en la sociedad española.

 

En otro orden de cosas, el panorama internacional resulta igual de desalentador, también por incongruencia más que manifiesta. Y es que al anuncio del señor Trump de incrementar el presupuesto militar norteamericano en nada menos que 54 mil millones de dólares se han opuesto, precisa y sorpresivamente, un centenar de generales retirados del ejército yanqui, alegando que no puede hacerse eso en detrimento del dinero destinado al Departamento de Estado y las relaciones internacionales. Vaya por dónde, los militares (todos ellos generales de tres y cuatro estrellas, es decir, del más alto rango) consideran que el ejército ya está bien como está y que carece de sentido privar a otros departamentos del gobierno de fondos muy necesarios para el desempeño de sus tareas con normalidad.

 

Y es que el señor Trump padece el mismo mal que nuestros radicales de aquí. Quiere contentar tanto a sus votantes más extremistas que no tiene en consideración que otros de talante más moderado también le votaron a  él, pero seguramente le retirarán su apoyo si su deriva paranoico-derechista sigue imparable. Porque las últimas ocurrencias de Trump son muy propias de un delirio paranoico, justificativo de recuperar para Washington una supremacía militar que nadie le ha arrebatado nunca, ni siquiera en los peores tiempos de la guerra fría. Y lo que es peor, sin tener presente que Estados Unidos jamás se enfrentará en una guerra convencional a un enemigo que requiera un ejército mayor del que ya dispone. Porque en fin, con Rusia y China resulta bastante evidente que no llegarán jamás a un enfrentamiento armado, salvo que a la paranoia de sus respectivos líderes se sume un considerable grado de psicosis (tampoco descartable), con lo que tal vez el señor Trump lograse la catarsis de hundir definitivamente al mundo, tanto en su vertiente occidental como oriental, y pasar así a la posteridad como un Nerón contemporáneo  en versión 2.0 (otra cosa tampoco descartable).

 

Tampoco es de menospreciar que, como muy bien señala Michael Moore en su documental  “Qué Invadimos Ahora”, pese a su tremendo arsenal los Estados unidos no han ganado claramente una confrontación militar desde la Segunda Guerra Mundial. Y eso ha sido así no por falta de presupuesto, sino por un escaso entendimiento de que las guerras actuales no dependen tanto de una fuerza aplastante, sino de comprender que el enemigo juega sus bazas desde la insurgencia y el terrorismo, y para esas cosas no hay portaaviones que valga. Una cosa, que en los albores de la edad contemporánea tampoco entendió muy bien Napoleón en la guerra de independencia española, y así le fue. Así que no es cuestión de potencia, sino de inteligencia. Y también de conseguir el pleno apoyo de la ciudadanía, una de las cosas que Nixon sí fue capaz de ver que no tenía, y por eso puso fin a la aventura de Vietnam en los años setenta. Porque de nada sirve tener millones de soldados y un armamento propio de la guerra de las galaxias si el pueblo no está por la labor y manifiesta su desaprobación masivamente. Y después de los desastres de Afganistán y de Iraq, me temo que muchas familias norteamericanas están radicalmente en contra de enviar a morir a sus hijos a cambio de  no se sabe qué.

 

Y es que el problema de muchos políticos –de izquierdas o de derechas – es que se distancian de la realidad a un velocidad proporcional al grado de demagogia con que han conquistado el poder. Sabedores de la imposibilidad de cumplir todas las hiperbólicas barbaridades que prometieron en campaña electoral, pero incapaces de aceptar con humildad que hay cosas que tal vez pueden pero no deben hacerse jamás, se alejan de la cordura a velocidad hiperlumínica en dirección al paraíso que prometieron y en el que sólo creen sus votantes más exaltados, que a la postre suelen ser divisibles en dos categorías: garrulos irredentos o nacionalistas rabiosos. Y es que para ser un antisistema productivo y eficiente (de derechas o de izquierdas, tanto da) hay que tener el cerebro bien amueblado, y hasta ahí ese sector ultra que conforma el ala dura de los votantes pro Trump no llega. Tal vez les consuele saber que en Podemos ocurre ciertamente lo mismo.

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