jueves, 9 de marzo de 2017

A propósito de envejecer, o los portentos de la incultura

Hace unos meses publiqué una entrada que titulé Envejecer, en la que hacía hincapié en los aspectos puramente psicológicos de cómo afrontamos mentalmente la mayor precepción de vulnerabilidad que supone el envejecimiento. Hoy quiero echar una mirada desde otra perspectiva, más centrada en los aspectos biomédicos, y terciar así en la reciente polémica entre la efervescente (e indocumentada, por más que periodista) Mercedes Milà y el  bioquímico José Miguel Mulet en un programa basura de la televisión basura por excelencia, o sea Tele5.


Lo que sucede cuando envejecemos es que nos estropeamos. Así de sencillo. Todas las cosas en el universo tienen un plazo de caducidad, y los entes biológicos aún son más caducables porque responden a un equilibrio bioquímico delicadísimo que está siendo sometido continuamente a agresiones diversas desde el mismo momento en el que nacemos. De ahí que los avances en medicina hayan conseguido que vivamos más años, pero no que los vivamos mucho mejor que quienes llegaban a ancianos hace algunos siglos. Dicho de otra manera, hemos avanzado mucho en longevidad cuantitativamente –somos muchos más los que llegamos a viejos- pero los resultados son mucho más insatisfactorios desde la perspectiva cualitativa. De ahí que toda la investigación en geriatría esté centrada en mejorar la calidad de vida delos ancianos, más que en alargar aún más la vida.
 
Sin embargo, muchos apóstoles de la inmortalidad han encontrado el filón pseudocientífico en montones de basura new age teñida de espiritualidad y en una detestable mezcolanza de conceptos filosóficos y metafísicos procedentes de los más diversos ámbitos, con una clara predominancia de espiritualidad oriental aderezada con terminología supuestamente científica que sólo sirve para confundir al lector poco avezado y para llenar los bolsillos de los desaprensivos que publican estupideces variadas, como la muy reciente –por la polémica televisiva que generó- enzima prodigiosa que más que un batiburrillo sin sentido, es un disparate sensacional desde el punto de vista bioquímico. Lo peor es que se han apuntado al carro de los milagros personas con una notable influencia mediática, capaces de arrastrar con su verborrea muchísima más gente que los concienzudos comentarios de algún premio Nobel. Es decir, si la estupidez por sí misma se difunde siempre con más rapidez que la inteligencia, la cosa ya se eleva a un nivel apocalíptico cuando las memeces pseudomédicas son respaldadas contundentemente y con alevosía por personajes famosos, especialmente si pertenecen a la categoría (normalmente infame) de los que salen habitualmente en la televisión.
 
Dejando a un lado los peligros de muchísimas terapias y dietas alternativas, me parece importante señalar que nuestro empeño por no envejecer es absurdo y totalmente inútil. No es que sea partidario de desilusionar a nadie, pero cuando algún aguerrido autor nos insufla la esperanza de vivir indefinidamente, parece no tener en cuenta que el universo entero se rige por leyes que van mucho más allá de la mera fisiología y la medicina. El universo es puramente termodinámico, lo cual quiere decir que todo aquello que esté constituido por partículas físicas está sometido a un proceso de degradación imparable, y a una muerte termodinámica que podrá demorarse a ciertos niveles, pero no impedirse, porque eso violaría las leyes fundamentales del universo en el que habitamos.
 
Así puestos, tal vez va siendo hora de que asumamos que nuestra lucha es por envejecer mejor, no por envejecer más. Y por descontado que si conseguimos navegar por la vida mejor (en todos los sentidos: nutricional, psicológico, ambiental y físico) es probable que también consigamos vivir algunos años más en plenitud, pero no nos engañemos: el desgaste continuará en todos nuestros órganos hasta que finalmente moriremos. Sanísimos, eso sí.
 
Un organismo vivo es una cosa mucho más delicada que cualquier artefacto creado por el hombre. Los artefactos, por muy cuidados que estén, también acaban inutilizándose, por mucho empeño que pongamos en su cuidado. A lo más que podemos llegar es a no usarlos para alargar su duración, como esos viejos coches de época primorosamente cuidados por sus dueños, pero que solo salen a al calle una vez al año para participar en algún rally de coches históricos. Eso es equivalente a un estado de animación suspendida, tan frecuentemente utilizado en la ciencia ficción para explicar largos viajes por el espacio. Pero la animación suspendida no es vida en el sentido humano de la palabra, porque se detiene toda actividad, incluso la mental.
 
La otra solución podría ser la ingeniería biomédica. Su equivalente automovilístico es el de reemplazar las piezas averiadas por otras de recambio, nuevas a ser posible. En este sentido la biomedicina puede ofrecer muchos avances en el futuro, por supuesto, desde artilugios de tipo biomecánico que sustituyan miembros y órganos, hasta el desarrollo de vísceras clonadas de nuestras células madre, una posibilidad nada utópica a la que, sin embargo,  aún le faltan algunos decenios. Sin embargo, el cerebro es irreemplazable, porque a fin de cuentas es donde reside nuestra conciencia y nuestro yo. Y así como podrían clonar nuestro corazón y cambiarlo por otro a estrenar exactamente igual, también podrían hacerlo con nuestro cerebro, pero no con nuestro yo, con nuestra conciencia, con nuestra personalidad y con nuestro carácter, porque todas esas cosas son características emergentes a lo largo de muchos años. Y además, son extraordinariamente caóticas, de modo que aunque sustituyeran mi viejo cerebro por otro exactamente igual pero nuevo, lo único que tendríamos sería un hardware idéntico, pero jamás alcanzaríamos el prodigio de reproducir el software (y conste que eso es una simplificación brutal) que permite que yo sea yo, y no otra persona completamente distinta.
 
Así que podríamos llegar a tener cuerpos prácticamente inmortales (o más bien, regenerables), pero nuestro cerebro no lo sería por más que nos esforzáramos. Y sin un cerebro plenamente operativo, nuestra humanidad pierde todo el sentido. Esto es algo muy evidente para todos los psicólogos clínicos, quienes mucho antes de empezar a detectar signos de decadencia física en nuestro cuerpo, ya nos advierten de cambios sutiles y continuos en nuestro cerebro. Por ejemplo, la creatividad depende mucho de la plasticidad cerebral, y por eso los genios lo suelen ser jóvenes casi sin excepción. Luego esa creatividad desaparece porque las conexiones neuronales se van fijando, y se sustituye la parte creativa por la sabiduría y las habilidades adquiridas a lo largo de la vida. Además, todos los procesos neurológicos se ralentizan, y de ahí que las personas mayores sean más reflexivas, más lentas en la toma de decisiones, y sobre todo, tengan una percepción del transcurso del tiempo muy diferente que una persona joven. Ante todo, los ancianos son lentos en todos sus mecanismos cognitivos, y ese frenado neurológico es un proceso continuo desde la primera juventud. Un claro ejemplo de que no somos inmunes a las leyes de la termodinámica del universo.
 
Cierto es que muchos de esos procesos se podrán retrasar o paliar en el futuro, pero aún desconocemos a qué coste psicológico (y médico) para quienes se sometan a esas prometidas terapias antienvejecimiento. La  decadencia celular es un hecho incuestionable, y las consecuencias de las prórrogas forzosas pueden resultar fatalmente inesperadas. Como dicen la mayoría de los científicos sensatos, una de las demostraciones de lo que acabo de afirmar es la prevalencia actual de las demencias seniles, con el Alzheimer a la cabeza. El mayor envejecimiento de la población ha conducido a la aparición casi epidémica de males que hace un par de siglos eran desconocidos. Lo más probable, por mera cuestión probabilística, es que si alargamos nuestras vidas cuarenta o cincuenta años más, nos invadan patologías completamente desconocidas en la actualidad. Y posiblemente de tratamiento mucho más costoso. Y ello sin contar con el coste emocional de tener un cuerpo de un mozalbete con una mente en ralentí perpetuo. Total, para acabar descubriendo que al final del camino no hay más camino.

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