martes, 21 de febrero de 2017

Pensiones, mentiras e intereses corporativos


El debate que se está suscitando con motivo de las reuniones del Pacto de Toledo para la reforma del sistema de pensiones resulta sumamente ilustrativo de cómo algunos de los participantes actúan como verdaderos lobistas de intereses corporativos que nada tienen que ver con el sostenimiento del sistema. Un sistema que muchos de estos grupos de presión querrían ver totalmente desmantelado, por lo que no van a escatimar esfuerzos para  conseguir la privatización de gran parte de las pensiones, un pastel demasiado apetecible como para no intentar cualquier treta, aunque ello ponga en riesgo el futuro de generaciones posteriores.

 

El montaje al que estamos asistiendo tiene su origen en una situación real y que era de sobra conocida por los expertos en materia de seguridad social después de la segunda guerra mundial. Toda Europa optó por un sistema de reparto, en el cual los cotizantes actuales pagan las pensiones de los jubilados, de modo que el sistema no se estableció como una forma de ahorro individual para una contingencia futura, sino como un método solidario e intergeneracional de sostener a los jubilados. La ventaja de ese sistema era que resultaba muy equitativo y redistributivo. El inconveniente era (y es)  especialmente sensible a las variaciones demográficas.

 

Quienes diseñaron los diversos sistemas de seguridad social europeos eran conscientes de eso en fecha tan temprana como 1945, pero tras la gran guerra y la reconstrucción de Europa, era evidente que el horizonte en el que la curva demográfica se aplanaría estaba muy lejano. Pero ese día ha llegado por variados motivos. No sólo ha sido la crisis, o el incremento en la esperanza de vida, sino también el retraso en la edad de contraer matrimonio y de tener hijos. Y por supuesto, ese factor que ningún economista considera nunca, pero que siempre está presente: el crecimiento continuado es totalmente imposible, especialmente en lo demográfico, y más pronto o más tarde las pirámides de población se han de estabilizar y convertir más bien en cilindros de población, donde la relación entre cotizantes y pensionistas tienda a uno.

 

La solución obvia es (y ya lo era entonces) un sistema de capitalización pura (o mixta), donde cada cotizante cubriera individualmente su contingencia de jubilación con sus propias cotizaciones a lo largo de los años. Además de ser poco vulnerable a las variaciones demográficas, este sistema tiene la virtud de fomentar el ahorro personal de cara a la vejez, y de obligar a los interesados a diferir gastos inútiles para poder disfrutar de una pensión digna en el futuro. Es además, un sistema que hace al cotizante responsable de sus cotizaciones, lo cual es un incentivo social añadido para crear una sociedad madura y para evitar claramente el fraude y la morosidad en el pago de las cuotas, con lo que además, el aparato burocrático de recaudación se podría reducir drásticamente.

 

El problema es que una vez creado un sistema de reparto, pasar a uno de capitalización es técnicamente muy complicado, además de requerir de un proceso de pedagogía política difícil de asumir por cualquier partido gobernante. En resumen, era mejor  (para los sucesivos gobiernos) dejar que las cosas se pudrieran solas a fin de justificar actuaciones draconianas como las que estamos viendo florecer por doquier en los últimos años.

 

Lo más curioso del asunto es que, en términos reales, el PIB de todos los países afectados no ha hecho más que crecer en las últimas décadas (incluyendo el período de crisis), por lo que la riqueza nacional de cada uno de los estado europeos es mucho mayor que hace veinte años, y aunque es cierto que no ha crecido al ritmo del importe de las pensiones en términos relativos, lo cierto es que en valores absolutos la riqueza global de los países occidentales podría absorber con creces el incremento del gasto en pensiones, si se optara por un sistema más equitativo y equilibrado, y se acometiera sin complejos una transición hacia sistemas de capitalización públicos, en los que el principal beneficiado (y garante) sería el estado.

 

Una propuesta en ese sentido hace temblar de pánico, pero también de rabia mal contenida, al sector financiero, que vería así frustrada su oportunidad de hacerse con gran parte del pastel  presupuestario de las pensiones. Un pico verdaderamente enorme, que a sus ojos justifica cualquier marranada que se les antoje, sin excluir la de comprar las voluntades políticas por las buenas o por las malas. Y sin embargo, la experiencia demuestra que el control privado de las pensiones ha causado no pocos quebraderos de cabeza a los estados, unas cuantas quiebras sonadas del sistema (donde no cuesta nada adivinar quien ha acabado pagando el pato) y muchos jubilados con sus pensiones desvanecidas en el aire en el caso de planes de empresa que no tenían la más mínima garantía estatal. Basta con ojear la prensa económica estadounidense de los últimos veinte años para tener diáfana constancia de las innumerables catástrofes sucedidas cuando se ha dejado un tema tan espinoso como el de las pensiones en manos exclusivamente privadas.

 

Y es que aunque todos los que nos dedicamos a esto somos conscientes del delicado momento que atraviesan las finanzas de la Seguridad Social en toda Europa, no es verdad que la única solución sea la privatización, y a eso debemos oponernos radicalmente y con todas nuestras fuerzas, pues existen multitud de mecanismos que permitan el mantenimiento del sistema de reparto mientras procedemos gradualmente a una reconversión hacia un sistema de capitalización que aleje el fantasma de la miseria de  las generaciones futuras.

 

En primer lugar, hay que hacer una acotación obligatoria para centrar la cuestión: el alargamiento de la edad de jubilación es un parche que no solventa nada. En primer lugar porque aunque difiere el pago de la primera pensión varios años, impide la incorporación de las nuevas generaciones al mundo del trabajo, con lo cual lo único que se consigue es trasladar el problema hacia el futuro (treinta o cuarenta años más), porque las nuevas generaciones comenzarán a trabajar más tarde, por lo que también habrán de jubilarse más tarde, en un círculo vicioso que sólo se completaría de un modo harto evidente: llegaría un momento en el que sería imposible jubilarse porque todo lo que alargamos por la cola se encoge por la cabeza  (al final tendríamos primeros empleos a los cuarenta años y jubilados en el momento mismo de fallecer a los ochenta y tantos).

 

Además, el alargamiento de la edad de jubilación parece no tener en cuenta algunas cuestiones médicas y psicológicas fundamentales. Lo cual intuyo que deriva del hecho de que quienes proponen jubilarnos a los setenta o más años son señores que viven bien repantingados en sus cómodos sillones de cuero ante una mesa de roble macizo, que comienzan su jornada a la hora que les da la gana, y cuyo mayor esfuerzo es asistir a reuniones y conferencias varias e impartir charlas magistrales sobre lo bueno que es el envejecimiento activo. En realidad, vivimos más años, pero para muchos eso no significa vivir mejor. Y desde luego, no significa tener la misma capacidad de rendimiento laboral, sobre todo en tareas exigentes, no sólo física, sino mentalmente. Un tercer factor, que no podemos desdeñar, es el del cansancio propio de haber trabajado cuarenta años seguidos, que no invita precisamente al dinamismo laboral, y mucho menos a acometer nuevos retos profesionales.

 

En resumen, seguir alargando la edad de jubilación es una imbecilidad de cuidado, porque no hay empresa en su sano juicio que pretenda tener una plantilla  tan envejecida que una gran parte de sus recursos humanos sean abuelos en el sentido literal de la palabra. Algo que estamos viendo en la administración pública, donde la jubilación voluntaria a los setenta años y la nula reposición de efectivos hace que tengamos plantillas notablemente envejecidas, con edades medias superiores a los 55 años. Y con muy pocas ganas de trabajar intensamente, y mucho menos de acometer reformas y retos que requieran una gran inversión de energía mental. En el sector privado, una medida así se traducirá, sin duda alguna, en un incremento brutal del número de despidos y de desempleados de edad superior a 65 años, que ni estarán en activo ni jubilados, lo cual será una catástrofe cuyas consecuencias serán memorables. Y conste que hablo con conocimiento de causa cuando afirmo que ninguno de mis excompañeros funcionarios que se jubilaron cerca de los setenta aportó nada de valor al funcionamiento de mi institución durante sus últimos años. En la empresa privada los hubieran acompañado amablemente hasta la puerta y los hubieran sustituido por un jovencito con máster y ganas de hacerse un sitio a las primeras de cambio.

 

Así que eso del “envejecimiento activo” es una chorrada como pocas, solo apta para determinadas élites. Y lo que es peor, es un eufemismo para decirnos que aunque eso de alargar indefinidamente la edad de jubilación es totalmente inviable, es lo único que tienen a mano por ahora, porque lo de actuar decididamente y con la mirada puesta a largo plazo no es función que corresponda a los políticos, faltaría más.  Como también es un eufemismo (bastante repugnante) el torpe argumento que hace escasas fechas soltó el señor Linde, gobernador del Banco de España, cuya lindeza (valga la redundancia) transcribo literalmente: “hay que extender el papel del ahorro para complementar los recursos públicos, fomentando la acumulación de activos financieros”. O sea, que semejante individuo, figurante como servidor público, dice limpiamente pero en lenguaje oscuro que hay que darle nuestros ahorros a los bancos para gestionar las pensiones privadamente. Las lindezas del señor Linde ponen de manifiesto hasta qué punto los quintacolumnistas del sector privado se han infiltrado en la administración pública.

 

Porque el señor Linde sabe perfectamente que hay otras soluciones. Soluciones que los que vivimos de esto pero no tenemos que lamer la mano que nos alimenta ni menear el rabo amistosamente ante sus caricias conocemos desde hace mucho tiempo y no tenemos inconveniente en difundir. Desde la reestructuración profunda de las pensiones de muerte y orfandad hasta la eliminación del carácter contributivo de cualquier pensión que no sea la de jubilación (de modo que todas las demás pasarían a ser cubiertas por el presupuesto del estado y financiadas con una contribución universal o con una subida de los tipos del IVA  que no afectase a los productos de consumo básico), pasando –por qué no- por una transición suave y continuada hacia un sistema de capitalización pública.

 

Este último aspecto me parece de vital importancia: ceder la gestión de las pensiones al sector bancario es un gravísimo error que pondría en peligro el cobro de las prestaciones a cuarenta años vista. El sector financiero tiende a jugar  de forma arriesgada con el dinero de los demás, asumiendo que después vendrá papá estado al rescate si vienen mal dadas. Con lo que poner las pensiones en manos de la banca es garantía de que toda una generación, en un tiempo no muy lejano, acabará pagando dos veces por su pensión. Lo cual resulta aberrante, existiendo como existen instrumentos financieros estatales del Tesoro en los que invertir el ahorro de todos los españolitos y que además revertirían en inversiones públicas.  Yo no sé si mis escasos lectores estarán de acuerdo conmigo, pero yo no pondría mis ahorros para la vejez en manos de las gentes que arruinaron el sistema de cajas de ahorro, o de los sinvergüenzas de los grandes bancos que nos colocaron las preferentes con todo el descaro del mundo. Y lo mismo vale en los demás países occidentales, cuyo sistema financiero se tiró de cabeza a la vorágine especuladora sin que prácticamente haya rodado ninguna cabeza desde aquel fatídico 2008. Todo sigue igual, por lo tanto todo puede volver a suceder. Y sucederá si les dejamos hacerse con ese pastel billonario para que jueguen a su antojo con nuestro futuro.

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