jueves, 16 de febrero de 2017

Queremos acoger?


Recientemente he sido testigo de la profunda división –que procede de una aún más honda discrepancia sobre cómo encarar las relaciones entre sociedades distintas-  que se está produciendo en la sociedad catalana (y deduzco también que en la española y en la mayoría de las sociedades europeas) con motivo de los refugiados procedentes del próximo Oriente. Digamos que un sector sustancial de la sociedad se ha sumado a criterios estrictamente humanistas (“queremos acoger”, en sus distintas versiones), mientras que otra parte igualmente notable de la sociedad ha derivado hacia criterios fundamentalmente filosóficos (“las sociedades abiertas no pueden ser permisivas sin más con quienes proceden del mundo islámico”). Un tercer sector opta por un egoísmo más descarnado (“ahí me les den todas y que cada palo aguante su vela”), bajo el no menos contundente axioma de que “primero nosotros, y después todos los demás”.

 

Lo más curioso del caso es que esos tres sectores, a veces desdibujados, a veces intercomunicados entre sí, no suelen abordar el problema de fondo en términos esencialmente económicos, o más exactamente de costes y beneficios globales. Un análisis que tampoco se ha visto en los medios de comunicación, ni siquiera en los especializados. Lo cual lleva a algunos, ente los que me cuento, a sospechar que aquí hay gato encerrado. Más exactamente, un montón de gatos encerrados y revueltos en el mismo saco. Es como si los poderes públicos estuvieran en una dinámica de “laissez faire” que les permita maniobrar subrepticiamente para solventar el problema sin ensuciarse las manos en última instancia (cosa que otra parte no suelen hacer casi nunca). Y es que me temo que si se hiciera una análisis global de costes y beneficios, en términos estrictamente económicos (objetivos) y en términos de afectación al estado del bienestar preexistente (subjetivos pero calculables  de forma difusa), se vería claramente que ninguna de las tres posturas que he mencionado antes conduce a una situación sostenible a largo plazo, si no es que se modelan una serie de parámetros de la máxima importancia. Por supuesto, también se vería hasta qué punto los poderes públicos son vasallos de determinados poderes fácticos (básicamente, pero no en exclusiva, económico-financieros) a los que no conviene una solución que minimice el impacto de la crisis de refugiados en la sociedad europea, porque eso podría representar una minusvalía importante del pedazo de pastel que controlan en la actualidad (cualesquiera que sean los ingredientes de ese metafórico pastel, la cuestión es no perder cuota de poder, y mucho menos perderla a manos de la ciudadanía).

 

Y es que si analizamos esas tres vertientes principales del enfoque a la crisis de los refugiados, veremos que todos tienen factores a favor y en contra que pueden llegar a anularse entre sí. El criterio estrictamente humanista, el de la voluntad de acoger indiscriminadamente, es una opción buenista, utópica y sumamente peligrosa en términos de seguridad interior, de supervivencia de una sociedad abierta y de mantenimiento del estado del bienestar (salvo que optemos por aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid, y al propio tiempo que acogemos a miles de refugiados, proclamemos la revolución anticapitalista y saquemos las guillotinas a pasear- cosa harto improbable y bastante poco eficiente, por más que muchos resentidos sueñen con ella). Es utópica porque el acogimiento sin contención a todas luces resulta profundamente antieconómico en una sociedad cuya saturación por desempleo ya está en el máximo admisible desde hace años. Es peligrosa en términos de seguridad interior porque el hecho de que los recién llegados sean refugiados no implica en absoluto que no sean enemigos  de las sociedades abiertas, sino más bien es indicativo de que huyen de otros enemigos de la sociedad abierta diferentes a ellos (en ese sentido el ejemplo básico es el de las periódicas escabechinas entre chiítas y sunnitas, sin que la huida en masa de unos u otros signifique en absoluto que los recién llegados sean proclives a aceptar los condicionantes de una sociedad abierta como la europea). Finalmente, el buenismo de los “Queremos Acoger” es peligroso para el mantenimiento de los logros que aún permanecen del estado del bienestar, porque está claro que los poderes públicos no moverán un dedo para que la carga de los recién llegados se reparta sólo entre los más ricos, sino que a todas luces nos dirán que el mismo pastel es a repartir entre mucha más gente. Y ahí quedará eso para las ya vapuleadas clases medias occidentales.

 

En la zona tibia del espectro se sitúan los, digamos, “negacionistas relativos”, que se apoyan sobre todo en el argumento de que las gentes de “Queremos Acoger” son ciegas a una realidad palmaria: todos cuantos vienes, por muy refugiados que sean, proceden de una sociedad cerrada cuyos valores morales, culturales y religiosos son tan distantes de los nuestros como lo pueda ser la galaxia de Andrómeda. Y que la mayoría de esos refugiados no van a renunciar instantáneamente a esos valores para abrazar los propios de la sociedad abierta sin más. Más bien al contrario, una vez asentados van a reafirmar los suyos propios, aprovechando los mecanismos de tolerancia y ambigüedad de las sociedad abiertas. Es decir, se van a occidentalizar por necesidad y conveniencia, pero no por convicción. Y lo que es peor, si la sociedad abierta receptora es muy tolerante, ni siquiera van a tener que aceptar las costumbres y valores occidentales, que es algo que muchísima gente  común de poblaciones con alta saturación de inmigración recrimina a los musulmanes, como sucede en Badalona, en Salt y en muchas otras poblaciones catalanas. Lo cual, sin dejar de ser cierto, es una solución tópica y simplificadora que se acerca a la xenofobia, y que se podría llegar a manifestar como en aquellas tremendas conversiones en masa de principios de la edad moderna, cuando la supremacía del Islam en Europa fue decayendo progresivamente y los musulmanes residentes se fueron convirtiendo en moriscos forzosos, pero no en cristianos creyentes de buena fe. Para los sustentadores del argumento negacionista relativo, el problema es que resulta imposible discernir a corto plazo a quienes de entre esta marea de inmigrantes serán futuros defensores de los valores de una sociedad abierta de quienes no lo serán  jamás. Y que el criterio meramente humanitario aplicado indiscriminadamente conduce sin duda alguna a un cataclismo, a un choque de trenes cultural, social y religioso, que es el semillero de todos los radicalismos, el islamista y el xenófobo.

 

Este criterio enlaza con una realidad histórica incuestionable. El teórico y tan meritado melting pot americano, ese crisol étnico  del que se han preciado determinados autores, no lo es tanto ni tan bueno cuando se le examina de cerca. En realidad, la mezcla de etnias funcionó siempre que se refirió a orígenes comunes, cristianos y reformistas protestantes. Más difícil fue la integración de los católicos  irlandeses y del  sur de Europa, dando lugar a la creación de auténticos guetos culturales (y profesionales) que todavía hoy perduran. Pero lo que se manifiesta como claramente imposible de acrisolar conjuntamente es a los negros y los hispanos, más de ciento cincuenta años después de la liberación de la esclavitud de unos, y de la anexión de los territorios mexicanos, a los otros. De ahí que el melting pot sea una entelequia y una falsedad, sobre todo cuando las disparidades ya no son sólo culturales e históricas, sino étnicas y religiosas. Y por eso, los negacionistas relativos arguyen que, en el mejor delos casos, esa llegada masiva de inmigrantes, lejos de favorecer su integración en las sociedades abiertas, favorecerá su aislamiento en guetos urbanos (como sucede en Francia desde hace muchos años), que son un caldo de cultivo de radicalización islámica muy resistente a cualquier terapia bienintencionada.

 

Finalmente, quienes denomino “negacionistas estrictos” conforman el ala dura de la sociedad europea. De hecho, en su mayoría es posible que ni siquiera acepten los valores de una sociedad abierta, y su mensaje es descarnado. Dejando de lado florales utopías, dicen, hay que aprender a distinguir entre los buenos y los malos, entre ellos y nosotros. Y sobre todo, distinguir quién es el responsable de todo cuanto está sucediendo. Y que allá se las compongan entre ellos. El argumento negacionista estricto, difícilmente rebatible aunque pueda repeler a muchos, se basa en que las sociedades islámicas no han evolucionado hacia un modelo de sociedad abierta porque ya le está bien así a una gran mayoría de la población. El ejemplo más relevante es el de Arabia Saudí o los Emiratos Árabes, estados de sociedad cerrada donde el movimiento de apertura es prácticamente inexistente en el seno de la propia ciudadanía (excepto algunos notables ejemplos, básicamente entre mujeres y universitarios). Si algún día vienen mal dadas en tierras de la familia Saud, no será muy sostenible abrir la verja a todos cuantos quieran venir desde un régimen, el wahabista, que no ha sido cuestionado jamás seriamente por la sociedad de un país que tiene más de treinta millones de habitantes, que son muchos para decir que viven todos oprimidos bajo un yugo indeseado. Igual que ocurría en España, donde la caída de la dictadura se produjo solamente cuando se dieron las condiciones propicias (sociales, culturales y económicas). A la mayoría de los españoles de los años 60 y 70 le daba lo mismo los derechos civiles mientras pudieran comprase el 600 y el apartamento en la playa (resulta increíble que hoy en día parezca que toda España era antifranquista y que el dictador no se llegara a enterar ni siquiera en su lecho de muerte, lo cual dice mucho de la hipocresía y cobardía  de las masas)

 

Así pues, los negacionistas estrictos argumentan que los malos lo son de forma colectiva, unos por acción y otros por pasividad y que, por lo tanto, no somos los miembros de las sociedades abiertas quienes debemos asumir la carga de redimirlos de dichas situaciones. Desde otra perspectiva, ese es un claro mensaje de darwinismo social, tan criticado últimamente. Pero por simple simetría, ellos consideran que los malos somos nosotros, porque no nos ajustamos a sus valores culturales y morales, y también están dispuestos a aplicar su particular darwinismo social respecto a nosotros. El problema tiene enjundia, porque a falta de un dios real con sus tablas de la ley igualmente reales que nos instruya sobre cuáles son los valores que deben prevalecer para toda la humanidad, resulta que todo lo demás es francamente opinable según el lado de la barrera que uno ocupe. Y entonces sólo nos queda un argumento sólido: el darwinista, que es precisamente el que esgrimen unos y otros negacionistas estrictos. Y es que a falta de un conocimiento profundo de cuál es el propósito de nuestra existencia (si es que existe alguno), podría darse el caso de que la evolución se resistiera a dejarse domesticar, y nuestro destino fuera el de convertirnos en los más voraces depredadores del universo. Los únicos que han tocado este tema, de profundas raíces metafísicas, han sido los escritores de ciencia ficción, creadores de convincentes razas interestelares cuya misión es básicamente exterminadora y xenófoba.

 

En cualquier caso, las tres posturas occidentales frente a la inmigración masiva tienen serios problemas de completitud, pues es imposible que no anden cojas de una pata u otra. Y todas fracasan por ausencia de un punto de apoyo que me parece esencial. Y es que todas esas posturas tienen una evidente carga emocional y subjetiva, mientras que necesitamos un apoyo racional y objetivo. Y eso sólo nos lo puede dar el análisis de costes y beneficios de unas posturas u otras. Análisis que no existe (o al menos lo desconozco), aunque un cierto instinto me dice que desde luego, está lejos del sector “Queremos Acoger”, pero que tampoco bebe de las fuentes del negacionismo estricto, que impide que muchas personas que realmente comparten nuestros valores puedan desarrollar una vida productiva como miembros de una sociedad abierta.   A mi modo de ver, esta cuestión carece de soluciones en Occidente, pero sí tiene soluciones en Oriente. Como ya he apuntado otras veces, la solución es que el problema se resuelva en origen, y las personas no tengan que huir de cualquier manera, dejándolo todo atrás. Y ahí sí que occidente podría haber hecho mucho más, si hubiera primado una mentalidad eminentemente práctica, y no la miopía intrínseca a todo el proceso que favoreció la desintegración de Afganistán e Iraq y la muy mal llamada primavera árabe, cuyas secuelas ya hemos  visto con creces.

 

Sin embargo intuyo –la intuición puede llegar a ser muy traicionera- que en el fondo, a los poderes fácticos occidentales, ya les vale tal como están las cosas. Por un lado, tienen a la sociedad abierta acorralada y a muchos de sus ciudadanos dispuestos a aceptar lo que sea con tal de garantizar seguridad y estabilidad. Por otro lado tienen mano de obra barata, también dispuesta a lo que sea para quedarse aquí y aprovechar que no se les exigirá ninguna conversión forzosa ni demostración de afecto hacia occidente. Y entre una cosa y otra, creían tener la llave para doblegar dócilmente a un enorme conjunto de electores. Hasta que han llegado los partidos xenófobos que pueden romper la baraja si ganan en algunos estados clave. Nadie pensaba que eso podría pasar, hasta que el Brexit ganó en el Reino Unido,  lo cual abre la puerta a sucesivas victorias de los negacionistas en Francia, Holanda, Dinamarca, Hungría, Austria….Un efecto dominó que puede finalizar en Alemania, hoy todavía demasiado traumatizada por los excesos del nazismo como para digerir una victoria electoral de la ultraderecha, pero que en un mañana no muy lejano podría convertirse en una realidad de pesadilla para el proyecto europeo. Y sobre todo para la sociedad abierta tal como la concebimos actualmente.

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