miércoles, 8 de febrero de 2017

Quejicas

Una de las peculiaridades de envejecer es que se vuelve uno  o muy crédulo o un temrible descreído, en función del nivel de partida de su actividad cerebral. Quiero decir que si eres tonto, con la edad la tontería ocupa un volumen muy significativo de tu espacio cognitivo; y si eres menos tonto, lo que sucede es que no te crees casi nada de lo que oyes y ves en los medios. Y menos aún si la procedencia es la de las redes sociales, cada vez más tóxicas, cada vez más cargadas de estupideces, cada vez  más rellenas de reclamaciones absurdas y protestas sin ningún sentido.

Lamentablemente esto afecta a iniciativas que en un principio fueron loables, como Change.org, que se ha convertido en un reducto de peticiones tan estrictamente personales que a cualquier persona medianamente sensata le avergonzaría exhibirlas en público. Change se ha convertido en un escaparate donde cualquiera puede exponer su caso, aunque carezca de la menor relevancia o sea directamente absurdo, como el de esos padres que piden que se destinen fondos para investigar enfermedades rarísimas que sólo afectan a dos personas en toda España, por poner un ejemplo. Comprendo la desesperación paterna ante una enfermedad genética muy rara, pero ellos deberían asunmir que si este país no da para cubrir las necesidades de muchísima gente plenamente capaz y sana es prácticamente imposible que se dediquen esfuerzos ímprobos y presupuestos monstruosos para la improbable curación de patologías  muy minoritarias, por muchas firmas que se consigan en dicho sentido.

Porque en todas esas plataformas  el rigor suele brillar por su ausencia (con notables excepciones, como Avaaz, que tiene un sistema de filtraje de iniciativas realmente sólido). Y fracasa, estruendosamente, el criterio de los lectores de las peticiones, que en su mayoría se apuntan a un bombardeo no selectivo y firman todo lo que les pasa por delante de la pantalla del ordenador, como si el disparar a bulto fuera una medida efectiva para conseguir cosas. Y lo único que consiguen unos y otros, con su escaso discernimiento y ecuanimidad, es desprestigiar lenta pero inexorablemente a todo el movimiento social progresista.

Porque si algo resulta fundamental a la hora de gestionar la presión ante los poderes públicos es el saber priorizar y atender a lo que verdaderamente es relevante para una sociedad en su conjunto. Eso que históricamente se llamaba el bien común, para cuyo discernimiento es precisa una buena dosis de otra cosa muy poco habitual: el sentido común. Y es que si para tratar la fibrodisplasia osificante, que es una enfermedad rarísima de la cual sólo hay unos doscientos casos documentados en todo el mundo, hubiera que detraer fondos que podrían destinarse a la cura del Alzheimer (por poner sólo un par de ejemplos), creo que el personal se sentiría francamente escandalizado. Porque una cosa es el dolor compartido y la solidaridad emocional con personas que sufren intensamente, y otra completamente distinta es echar una firma insensata e irreflexiva para pedir que el gobierno de turno ponga unos millones sobre la mesa para tratar esa enfermedad rarísima. Por pedir que no quede, pero aceptemos que hay cosas que son inasumibles.

Es una estupidez (sumamente comprensible) pedir semejantes cosas para nuestros allegados, y es otra estupidez (altamente reprobable) apoyar este tipo de peticiones sin una profunda reflexión previa. Y es que últimamente, parece que todos se han creído que los recursos son inagotables, y que lo único que sucede es que solo están mal repartidos. Y ninguna de ambas afirmaciones es cierta. Los recursos de una sociedad en concreto no son inagotables, y hay que priorizar su uso. Otra cosa es que los gestores de dichos recursos, es decir, los políticos, lo hagan con mejor o peor acierto o buena voluntad. En los últimos años, el auge de determinadas utopías –que no son necesariamente malas en su concepción, siempre que se acepten como metas lejanas a las que tender en el futuro- ha conseguido que una gran masa de ciudadanos, en su mayoría escasamente documentados, crean que absolutamente todo es posible, y que por tanto, hay que reclamar a las autoridades el cumplimiento de cualquier deseo vecinal, por insensato que sea a los ojos de un analista ponderado.

Así nos encontramos con gente que pretende que la sanidad pública sea atendida como si de una consulta médica de lujo se tratara, o que la educación de sus hijos sea gratuita y con solo diez alumnos por clase, o que la universidad sea abierta a todo el mundo (y gratuita) como si en lugar de ser un espacio de excelencia fuera una prolongación más de la educación primaria, o infinidad de otras variadas quejas y reclamaciones, siempre acompañadas de la tajante afirmación de que nuestros servicios públicos son tercermundistas, lo que pone en cuestión no sólo la inteligencia de quienes así se explican, sino también su profundo desconocimiento de lo que significa un servicio público tercermundista. De hecho, los nuestros son primermundistas como los que más, dentro de las limitaciones que impone la limitación presupuestaria.

Entra aquí en juego la cuestión del reparto de los recursos, como si la corrupción y la riqueza desmesurada de algunos fueran las únicas causas de la insuficiencia de los poderes públicos para atender las peticiones de los ciudadanos. Y lamentablemente, eso es un grave error de apreciación. Por duro que resulte, la corrupción no representa más de un 2 o un 3 por ciento del PIB mundial (y en España viene a ser lo mismo), lo que en términos absolutos puede parecer muchísimo, pero en realidad es lo que en castizo denominan el chocolate del loro, por muy mediático realce que se le quiera dar. Algo parecido ocurre con la evasión fiscal (legal e ilegal) que representa un pellizco mucho mayor, pero aún así insuficiente para cubrir las demandas de toda esta gente del primer mundo siempre insatisfecha, siempre rezongante, siempre reclamando más y más y más.

Porque de lo que se  trata cuando se habla de redistribuir la riqueza es de dar una vida digna a toda la población del globo, cosa que sí es posible si atendemos al concepto básico de dignidad: tener lo suficiente para subsistir y cubrir las necesidades básicas de salud y educación. Lo que no cubriría jamás un mejor reparto de la riqueza es que el autobús tenga parada delante de mi casa cada tres minutos, ni que mi hijo vaya gratis a la universidad aunque sea un zote, ni que todos los tratamientos médicos posibles sean a cargo del erario público. Y desde luego, no cubriría ninguna de las exorbitantes demandas a las que nos hemos acostumbrado, porque los occidentales somos  niños egoistas y malcriados, acostumbrados a pedir y pedir sin tener en cuanta ninguna otra consideración, la principal de las cuales es que la riqueza no es infinita, que el dinero no se puede hacer dándole a una manivela (aunque muchos incautos aún piensan que sí) y que los recursos naturales se agotan, con lo que cada vez serán más caros y difíciles de obtener. Y que las prestaciones sofisticadas son caras aquí y en Tombuctú.

Hace poco un estudio ponía de relieve que los occidentales pagamos muy poco por los artículos de consumo que compramos en términos de sostenibilidad y de transferencia de riqueza del primer mundo al tercero. No nos quejamos si nos compramos ropa tirada de precio, o televisores panorámicos por mucho menos de lo que valía una tele en color en los años ochenta , y coches a precios reales inferiores a los de hace veinte años, y así hasta el infinito. Y es que sucede que nuestras reclamaciones nos parecen justas, sin tener en cuenta que nosotros contribuimos directamente al empobrecimiento del planeta y al agotamiento de los recursos de un modo que supera al del resto de la población mundial por un margen muy amplio.

Y sin embargo, actuamos como si todo eso fueran derechos adquiridos, y por tanto consolidados. Como si fueran derechos esenciales sin los cuales resulta imposible una subsistencia digna para estos pobres y airados occidentales de clase media en que nos hemos convertido. Y además, presionamos para cada vez tener más bienes de consumo y más ventajas, sin querer darnos cuenta de que eso es a costa del empobrecimiento progresivo de otros seres humanos en el otro extremo del globo. Y para colmo, nos escudamos en que los muy ricos son demasiado ricos y pagan demasiado poco, cuando en realidad su peso real en la estabilidad del planeta (desde el punto de vista de la sostenibilidad) es mínimo porque son muy pocos numéricamente. Y lo que destroza el mundo no es la riqueza exorbitante de unos pocos, sino el inaceptable consumismo de una mayoría de clase media realmente insaciable y que se autojustifica como haría un niñato pijotero, siempre sediento de más dinero del papá Estado.

Y es que, en definitiva, nos hemos acostumbrado mucho a una cosa que llamamos estado de bienestar, pero que en realidad es un despilfarro continuo y una agresión directa a la estabilidad futura de la humanidad. Nuestro estado del bienestar hace tiempo que se salió de madre, y cuando la crisis nos ha puesto a todos en nuestro sitio (y ha devuelto a muchos a la casilla de salida), lo único que hemos sabido es echar la culpa a otros, en vez de asumir nuestra enorme parte de responsabilidad colectiva como clase media, que es la numéricamente más importante de la sociedad occidental. Y como en las colonias de hormigas legionarias, la suma de pequeños devoradores insaciables puede llegar a ser devastadora del entorno.

Así que el progreso de los dos últimos siglos nos ha convertido en voraces consumidores exigentes hasta lo insoportable, protestones sistemáticos, quejicas insufribles, egoistas acaparadores de bienes y servicios que no nos facilitan una existencia más digna, sino que nos crean una dependencia cada vez mayor e insensata, por lo terriblemente arriesgada que es  para el futuro de la humanidad. Con nuestra renuencia a reducir nuestras exigencias vamos a dejar a la generación de nuestros hijos en una situación muy comprometida, y a las siguientes en una tesitura más cercana a un guión apocalíptico al estilo de Mad Max. 

Cierto es que los políticos siempre han alimentado esa visión de un progreso y enriquecimiento continuados de la sociedad, pero va siendo hora de imponer sensatez y asumir que hemos de encontrar el modo de frenar y aspirar a otro tipo de sociedad, donde el crecimiento de la oferta de bienes y servicios no sea el eje alrededor del cual giren nuestras vidas. Y donde no nos pasemos la vida pidiendo  y quejándonos. Slow down, please.

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