miércoles, 1 de febrero de 2017

Terror contra el terrorismo

Lo realmente malo de Trump está por venir. Estos primeros aspavientos en firma de órdenes ejecutivas aderezadas con notable profusión de gesticulaciones y palabras desafiantes del nuevo presidente norteamericano no son más que justificaciones a su campaña electoral, en forma de catarata de decisiones cuyo alcance real es desconocido por el momento, pero que responden obviamente a la necesidad de dar una imagen presidencial equivalente a la que presentó el candidato en campaña ante unas bases electorales seducidas por un populismo barato pero efectista (lo cual no es sinónimo de efectivo).

Resulta evidente que Trump quiere dar a entender que es hombre de palabra y honorable (cosa que podría haber demostrado mucho antes, cuando sus  megalomaníacos negocios dejaron en la cuneta a miles de inversores arruinados) y que va a poner la vieja política patas arriba, para escarnio del establishment de Washington. Sin embargo, no hay que olvidar que Washington está plagado de republicanos que siempre han formado parte del sistema político, y que no ven con buenos ojos muchas de las iniciativas de su presidente electo. Y que, en cualquier caso, las consideran atropelladas y poco reflexivas. Y eso, viniendo de sus propias filas, resulta notoriamente peligroso pues puede acabar Trump en aislamiento en su despacho oval, sólo acompañado de sus por ahora fieles empleados.  Habrá que ver lo que hacen éstos cuando empiecen a llover chuzos de punta.

Porque entrar como un elefante en una cacharrería puede ser desconcertante en un principio, y descolocar a muchos que no estaban preparados para la ola de decretos que  el buen Donald firma un día sí y otro también sin encomendarse ni a dios ni al diablo, fiel a su estilo de dueño absoluto de un conglomerado empresarial. Sin embargo, las analogías se acaban aquí, porque un país no es una empresa, ni puede dirigirse como si se poseyera el cien por cien de sus acciones. Y también es bueno recordar que las brusquedades elefantinas en política acaban rompiendo más trastos de los previstos en la cacharrería nacional.

Sin  embargo, y aun siendo incierto  el futuro una vez pasen los primeros meses de gobierno y Trump, por muy poderosos que sea, tenga que empezar a hacer concesiones para  no verse vetado por  el Congreso pese a su teórica mayoría republicana, hay un factor aterrador respecto al futuro de la actitud internacional de los EEUU que no proviene directamente de su recién estrenada administración, sino que es heredero de la de su antecesor.

Y es que pocas personas saben cuan sucia ha sido la guerra contra el terrorismo de Obama, y por lo tanto, muy pocos son los conscientes de que Trump aprovechará la senda iniciada por el anterior presidente para  profundizar en ella sin  ningún tipo de cautela, lo que resulta terrorífico en toda su dimensión.

Para quienes deseen ilustrarse al respecto, nada mejor que ver el excelente documental Dirty Wars, de Jeremy Scahill, un periodista que en su día destapó el escándalo de  los mercenarios de la organización Blackwater, y que después, alertado por los numerosos y célebres daños colaterales de los ataques norteamericanos con drones contra presuntos objetivos terroristas, empezó a documentarlos en profundidad, y lo que encontró al final fue aterrador, sobre todo porque provenía de una administración demócrata y presuntamente vinculada con la defensa de los derechos humanos.

Resulta que tanto en Afganistán, como en Iraq, como en Somalia, como en el Yemen, los ataques norteamericanos contra presuntos objetivos terroristas  nunca han parado en mientes sobre las víctimas, ominosamente metidas en el saco de “daños colaterales”. Pues bien, lo que pone de manifiesto Scahill en su investigación es que esas víctimas no eran colaterales, sino cuidadosamente planificadas en la mayoría de los casos. En todos los escenarios que antes he mencionado, son numerosos los casos de familias enteras cercenadas por los misiles, so pretexto de liquidar a algún peligroso jefe islamista, incluso cuando dicho líder terrorista ya no estaba entre los vivos. Lo cual resultaría chocante si no fuera porque el objetivo final de estos atroces ataques no era otro que la terminación de vidas inocentes, por si acaso dejaban de serlo en el futuro.

Esto es gravísimo, porque reintroduce el viejo concepto hitleriano y staliniano de liquidar a todo posible oponente futuro, para lo cual lo mejor es liquidar al objetivo principal junto con toda su familia directa, mujeres y niños incluidos. Por si acaso. Sólo así se comprenden los miles de raids nocturnos efectuados por fuerzas del JSOC (Joint Special Operations Command), una unidad que responde directamente ante el comandante en jefe de las fuerzas armadas norteamericanas; es decir, el presidente. Y en concreto, fue el presidente Obama quien más operaciones ha encargado hasta la fecha al JSOC. Según filtraciones internas, el JSOC puede estar actualmente involucrado en decenas de operaciones encubiertas en decenas de países, sin ningún tipo de control del Congreso o del Senado, y con un presupuesto totalmente opaco.

Sólo así se comprende que las listas de objetivos en la guerra contra el terror no haya dejado de crecer exponencialmente desde el año 2001. En 2003, cuando la invasión de Iraq, la lista contenía unos cincuenta nombres. Diez años después, eran más de tres mil. En  la actualidad, el número es aún superior, porque es objetivo potencial cualquier persona que esté vinculada por parentesco con los yihadistas, aunque sea un tierno infante, o un adolescente sin más preocupaciones que las propias de la edad. Hay casos extraordinariamente documentados, como el del clérigo Al Awlaki, que resulta ilustrativo de esta  nueva forma de entender la defensa de la democracia.

Al Awlaki era un clérigo moderado de nacionalidad norteamericana, que se fue radicalizando  al ver el trato dispensado a los muslulmanes en USA tras el atentado de las Torres gemelas de 2001. Finalmente se exilió en Yemen con toda su familia. En 2011, Al Awlaki fue liquidado en ataque con drones sin que pesara sobre él ninguna acusación formal, ni se hubiera probado su particiapción en ningún atentado terrorista. El asesinato gubernamental de un  ciudadano estadounidense por su propio gobierno es un hecho gravísimo ya de por sí, porque abre la puerta a las ejecuciones preventivas de ciudadanos teóricamente protegidos por derechos constitucionales. Pero es que no contentos con eso, y sabiendo que Al Awlaki ya había fallecido, los norteamericanos dirigieron otro ataque contra su hijo de quince años que simplemente fue a buscar a su padre a las montañas donde había desaparecido. Eso es un asesinato injustificable y premeditado. Un “por si acaso” cuya conclusión era que mejor que el crío no llegara a adulto.

Este panorama no pertenece a la novela orwelliana 1984, sino que es absolutamente real y por ello tremendamente desasosegante. En primer lugar porque si la democracia se ha defender mediante la barbarie, deja de ser democracia y se convierte en lo  que siempre ha sido el objetivo yihadista no manifiesto: desacreditar a las democracias occidentales, moverlas hacia una deriva autoritaria, y liquidar desde dentro el estado de derecho, con lo cual la guerra santa contra los cruzados adquiriría una dimensión nueva y muy favorable a los integristas musulmanes.

En segundo lugar, porque abrir esa caja de Pandora va a tener consecuencias internas a largo plazo. Ahora es la guerra contra el terror, pero en el futuro cualquier ciudadano podrá verse privado de la vida en aras de una eufemística seguridad nacional. De hecho, hay sectores de la administración norteamericana que reconocen, de tapadillo y con la voz distorsionada, que existen directrices que permiten al presidente saltarse las leyes y la constitución y ordenar el asesinato más o menos selectivo de cualquier objetivo en cualquier parte del mundo y de cualquier nacionalidad, si ello resulta justificado por los intereses de la seguridad nacional. Sin procedimientos, sin acusaciones, sin jueces, sin garantías. Bueno sí, la garantía de que si estás en la lista, eres hombre muerto.

Yo a eso lo llamo terrorismo de estado, totalmente injustificable para defender la libertad de no se sabe muy bien quien. Y eso ha sucedido durante los ocho años de la administración Obama, cuya cara amable y sus declaraciones tan comedidas han conseguido ocultar los actos de sucia violencia contra inocentes cometidos día tras día. Creo acertar si afirmo que de este modo los buenos dejan de ser los buenos para ser tan malvados como sus adversarios yihadistas. Y eso es lo que explica el cada vez mayor número de radicalizaciones en personas que antes eran ciudadanos, si no ejemplares, al menos perfectamente anónimos. Porque esa violencia engendra sin duda mucha más violencia, en una espiral que no acabará nunca. Si acaso, acabará con los derechos humanos, la libertad y la democracia occidental de una tacada.

Acabo ya, con una insinuación: si eso fue lo que Obama fue capaz de llevar a cabo, qué no hará un Trump impulsivo y violentamente agresivo, admirador de la tortura y con las manos libres (como su antecesor) para ordenar la matanza indiscriminada de cuantas personas lleven la etiqueta de “potenciales enemigos de la libertad”. Presumiblemente, elevará el listón de la barbarie, y la sangre de muchos más inocentes correrá por dar rienda suelta a la locura trumpiana y su “America First”. La pregunta inquietante que queda en el aire es ¿a qué América se refiere?

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