Reveladora la entrevista que le
hizo Jordi Évole a Pedro Sánchez el día después de la investidura de Rajoy en el programa Salvados. No
por lo que dijo, pues a estas alturas ya tenemos todos muy claro dónde radica
el poder real en las democracias occidentales, sino por lo que seguramente aún
calló, y que nos podría poner los pelos de punta. Cierto es que Sánchez ha
cometido muchos errores inexcusables, pero al menos puede justificar
parcialmente algunos de ellos por las presiones que recibió a la hora de
postular un gobierno alternativo.
Resulta meridianamente claro
que al Sistema le provoca un furioso ardor de estómago la mera
mención de Podemos, y que han dedicado durante estos últimos años toda su
artillería pesada contra la formación morada, que es lo mismo que decir
que la han usado contra la ciudadanía más jodida y más mentalizada de que la
democracia española se había convertido en un coto cerrado de lobistas diversos,
cuyos tejemanejes a puerta cerrada se reflejaban después automáticamente en el
BOE como decisiones gubernamentales inapelables, amparadas en el rodillo
parlamentario del PP.
Desde figuras ilustres como
González, ahora vendido a un pragmatismo neoliberal rabioso, hasta capitostes
del IBEX como Alierta, pasando por las entidades financieras y su brazo armado
mediático, todos han conspirado para evitar que hubiera una alianza de
izquierdas que diera un vuelco a la situación política del país. Nada que
objetar desde el punto de vista práctico, porque seguramente habría pasado lo
que a Syriza en Grecia, que una vez superada la barrera interna de los mismos
poderes fácticos oponentes pero en versión helénica, se encontró con una
defensa aún más cerrada de los hombres de negro de Bruselas y el FMI que
impidió cualquier cambio real en las políticas económicas y sociales griegas.
Sin embargo, en el caso español
el síntoma es más grave, pues se ha estado torpedeando continuamente una
coalición de izquierdas desde el interior. Es decir, la quinta columna de
Bruselas en estos diez largos meses han sido los que más o menos
silenciosamente han dibujado la hoja de ruta española: ningún giro político
social, utilización de la presión financiera y de las grandes empresas en los
corrillos de Madrid y un uso descarado de la demagogia mediática para tratar de
aplastar a los hijos indignados de la crisis. Y además, con una mala baba
increíble, tratando de desmotivar al electorado de izquierdas por la vía de
demonizar sistemáticamente a cualquiera que no militara en los dos partidos
tradicionales.
Lo que más me sorprende de todo
este asunto es que no haya periodistas que se hayan quemado públicamente a lo
bonzo durante estos años, después de las barbaridades que han escrito por
indicación de sus amos. El cuarto poder ya no lo es, por la sencilla razón de
que se ha convertido en el brazo armado del capital y
elemento esencial de la lucha antisubversiva en que se ha transformado la
política española reciente. Ya no queda prensa independiente en este país, al
menos prensa escrita, que es la que sigue marcando el orden del día de la
política nacional, la que lee la gente en los bares y oficinas. La que los
idiotas creen a pies juntillas, sin cuestionarse las vomitivas
afirmaciones que aparecen en sus columnas, sin ni siquiera contrastar las
opiniones con otros medios diferentes.
Las gentes cultivadas no se
limitan a leer El País exclusivamente, o El Mundo, o el ABC o La Razón o La
Vanguardia o El Periódico, por citar a los seis medios de comunicación escrita
más influyentes del país. Si uno no es un zote redomado tiene dos opciones: o
bien no lee a ninguno de los citados (y se forma una opinión propia por otros
medios, como el de mirar lo que pasa de verdad), o bien los lee todos, para
poder formarse una visión de conjunto un poco menos miope que la del lector
enfervorizado con una sola cabecera. Un tipo de lector que suele acabar siendo
un fanático de opiniones que le venden por encargo de unos individuos que son
quienes manejan los consejos de administración de la prensa.
Sabemos ahora que, por designio
de esos dioses menores, España tiene que ser Una, Grande y Libre a la manera en
que lo era en el antiguo régimen. Y sabemos también que esta democracia es en
sí misma un régimen político (en el sentido más peyorativo del término)
dispuesto a lo que sea para mantener el statu quo actual tan conveniente
para ellos. Como sucedió en el siglo XIX, lo más apropiado para los poderes
fácticos es el de una alternancia bipartidista de formaciones políticas
totalmente domesticadas. Así se evitan ciertas incómodas sorpresas y se
consolida la estructura neoliberal configurada como el nuevo dogma del siglo
XXI. Y ay de quien pretenda apartarse de la doctrina dominante: será “democráticamente”
excomulgado, como han tratado de hacer con la gente de Podemos esos buitres de
terno gris del IBEX que nos aleccionan discreta pero férreamente como si fueran
los depositarios de las esencias democráticas.
Así que, de un modo u otro, o
tocaba gobierno del PP o bien terceras elecciones con todos los poderes a
favor de los azules y atacando sin piedad cualquier atisbo de frente
popular, con Ciudadanos aceptado como un mal menor ya que, a fin de cuentas,
también es un producto genuinamente IBEX pero menos vetusto y más dirigido al
público joven, con quien siempre se podrá pactar una política neoliberal
continuista con algunos retoques de maquillaje social, para que no se diga que
los naranjas son exactamente la misma cosa que el PP pero en versión 2.0.
También sabemos que esos mismos
poderes que presionaron para impedir una coalición de izquierdas, tienen muy
claro que están dispuestos a gobernar el tiempo que haga falta sin contar para
nada con Cataluña, esa tierra que cada vez se parece más a la Galia de Astérix
resistiendo con mayor o menor acierto al poder imperial romano. Visto lo visto,
prefieren dejar que el problema se pudra indefinidamente y, si es preciso,
estrangular la economía catalana, ya que de momento no pueden hacer lo que les
gustaría: estrangular físicamente a todos los independentistas de por aquí, que
son muchos y muy motivados. El problema catalán no se va a resolver por sí
sólo, y técnicamente hay dos vías para resolverlo: el aplastamiento hasta sus
últimas consecuencias, o la negociación de un marco específico para encajar la
esquina noreste de la península, por mucho que les reviente a andaluces,
extremeños y castellanos viejos. Y al IBEX.
Yo creo que la idea que tienen en
mente en Madrid es la del aplastamiento, porque los gestos benevolentes pero
carentes de contenido ya no satisfacen a nadie a este lado del Ebro. Sin
embargo, esa vía podría resultar mucho más peligrosa de lo que parece, dado el
natural temperamento catalán, muy dado a los ataques de rauxa cuando se
harta uno de tratar de emplear el seny. Las grandes trifulcas históricas
de las Españas de los últimos siglos se han armado a orillas del Mediterráneo,
y no precisamente las que bañan las costas valencianas, sino por encima del
delta del Ebro. Mejor será no olvidarlo, porque en Cataluña, cundo la mala
leche alcanza determinadas cotas, la onda expansiva de la explosión de rabia se
suele llevar por delante cualquier talante dialogador y cualquier intento de
acercamiento. Aquí el deporte nacional cuando la sangre hierve es pegarle
fuego a todo y de perdidos al río. Y no creo que eso le convenga a España en
general, ni al IBEX en particular, por mucho que los que mandan piensen que el
neoliberalismo es ignífugo y a prueba de bombas.
Pasemos página, pues, pero sin olvidar nunca la
lección de estos días: las partitocracias son tremendamente reactivas al cambio
y a la irrupción de nuevos actores en el
escenario político. Los partidos tradicionales se engrasan con las directrices
y el dinero del poder económico que, como es bien sabido, es alérgico hasta el
shock anafiláctico a cualquier amenaza a su bien establecido dominio del
entorno político. Y que la mejor manera que tiene para conservar intacta su
influencia demoledora es comprar voluntades, y cuando eso no es suficiente,
difamar insolentemente a los díscolos al tiempo que trata de provocar hastío en
el electorado, que es lo que ha sucedido, punto por punto, en esta ocasión.
Cuando dicen que Rajoy es un buen administrador de los tiempos en la vida política
española, no están manifestando otra cosa que un eufemismo para decir lo que el
presidente del gobierno sabe perfectamente: se trata de calumniar al contrario y
resistir impertérrito e inamovible cualquier acusación hasta que el electorado,
hastiado, se canse de todo y acepte la derrota sin siquiera subir al ring. El
que más aguanta, inmóvil como una esfinge, es el ganador. Es lo mismo que
ocurría con el glorioso Movimiento Nacional: se trata en el fondo, de la
paradoja de adoptar un nombre que es justo lo contrario de lo que se practica,
el quietismo imperturbable.
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