jueves, 17 de noviembre de 2016

El miedo

En una entrada de octubre de 2012, ya advertía que los poderes mundiales estaban aplicando a rajatabla la ahora célebre doctrina del shock que postulaba hace ya casi diez años Naomi Klein en su valiente libro del mismo título. Desde entonces, las cosas no han hecho más que empeorar, porque bajo la bota del miedo cerval, los gobiernos tienen a los ciudadanos bien maniatados y resignados a un destino que es sombrío se mire como se mire. Y es que el miedo se ha convertido en el ingrediente esencial de nuestra vida social, el eje alrededor del cual se mueve toda la escena mediática, y el salvavidas al que se aferra la vieja política para tenernos dócilmente amansados.

Hace ya años que en las redes se ironiza sobre lo terriblemente hiperprotectores que nos hemos vuelto en las últimas décadas. No dejan de proliferar, en tono francamente ácido, comparativas sobre como éramos cuando niños o jóvenes, y lo poco que nos preocupaba que los columpios tuvieran bordes afilados o que fuéramos en bici sin casco, que era un artilugio que ni los más osados se hubieran atrevido a predecir. Pero detrás de la guasa hiperbólica de los powerpoints sociales, se esconde un hecho muy preocupante, como es la regresión de la humanidad occidental a una detestable situación pendular entre la parálisis y la rigidez normativa.

Parálisis porque nos estamos volviendo incapaces de hacer nada de lo que antes era normalísimo, por temor a ser tachados de irresponsables, inmaduros, o en el peor de los casos, de posibles delincuentes. Puede parecer broma, pero conozco casos de hombres que se niegan en redondo a tratar a niños desconocidos en la calle por temor a que se les señale maliciosamente como pederastas.  Conozco también a unos cuantos hombres que no saben cómo abordar a una mujer sin que continuamente entren en pánico por si serán objeto de una denuncia por acoso sexual.  A nivel institucional, con la histeria desatada acerca de la protección de datos, hemos llegado al punto de que en un mismo organismo público (para el que trabajo), los datos que recopila uno de los departamentos no pueden ser accedidos por otro departamento encargado de  la recaudación, porque se trata de “datos sensibles”, lo cual, dicho sea de paso, rebasa  de largo el concepto de ridiculez para caer directamente en la ciénaga del sinsentido burocrático.

Como me decía un amigo, hoy en día todo es absolutamente peligroso, casi todo es manifiestamente sancionable, y lo que todavía no está todavía diáfanamente delimitado y reglamentado, resulta ser sumamente sospechoso de desviación respecto a lo política y socialmente correcto, y alimenta las suspicacias de los moralistas de turno. De modo que vivimos en una sociedad supuestamente libre, pero que por exceso de reglas y sanciones –la mayoría de ellas de dudosa utilidad real- ha dejado de ser una sociedad abierta. Poco debía imaginar el pobre Karl Popper cuando, en relación a los enemigos de las sociedades abiertas, los enumeró y denunció como agentes externos a ellas. Tal vez con alguna quinta columna interior, pero para Popper, los enemigos de las democracias eran, esencialmente, ajenos a ellas.

Sin embargo, el tiempo ha venido a robarle la razón a él y a los demás adalides de la democracia liberal, porque el enemigo de la sociedad abierta es interior, y la corroe desde el núcleo mismo del sistema. La utilización masiva del miedo como elemento esencial de dominio de las masas, y en concreto de la ciudadanía occidental, comenzó siendo una de las tesis apoyadas de facto por la escuela de Chicago y llevada a la práctica por los contumaces Reagan y Thatcher, con notable éxito, hay que decir. Por lo tanto, esa visión apocalíptica de la sociedad y la necesidad de tenerla sometida a un control estricto fue calando entre todos los gobernantes occidentales, incluso los que procedían de ideologías más renuentes a aplicar el miedo en su forma extrema de terapia de shock paralizante.

El auge del terrorismo islamista observado a partir del atentado de las Torres Gemelas fue la guinda que coronó el pastel del terror institucional como forma de control y dominio de la ciudadanía, que quedó inerme por voluntad propia en manos de los supuestos guardianes de la libertad. Una libertad que  desde aquél fatídico 2001 se nos ha ido escapando de las manos como si fuera arena finísima. Porque lo que ha sucedido en los últimos quince años no es más que un recorte continuado de libertades al que hemos aplaudido como idiotas en nombre de una supuesta seguridad que sólo es real para quienes ejercen el poder, pero no para sus administrados. Una seguridad apreciable desde una perspectiva estrictamente “policial” y punitiva, pero que en nada se traduce en un mejor disfrute de los derechos fundamentales de la persona. Más bien al contrario.

El exceso de normas reguladoras, aplaudidas por los segmentos de población con menor capacidad de raciocinio –es decir, esa mayoría previamente inducida a creer a pies juntillas que cualquier problema se soluciona penalmente o aplicando criterios de restricción absoluta- sumada a la vorágine de miedo inducido mediáticamente – resultado de una prensa necesitada de una audiencia cada vez mayor, y del bien conocido fenómeno de que las buenas noticias no venden ni la mitad que las malas- nos han llevado a cercenar todo aquello que daba espontaneidad a la vida. Pues la vida es insegura por definición, y parece mentira que no nos demos cuenta de que si suprimimos la inseguridad, suprimimos la libertad misma. Lo que nos hace libres es lo incierto de nuestro destino en el día a día.  Y lo que nos hace disfrutarla gozosamente es eliminar el miedo como componente de la ecuación.

Durante años se ha dicho (y el cineasta Michale Moore ha sido especialmente punzante con este tema) que una diferencia esencial entre Estados Unidos y Canadá radica en que, históricamente, el primero de los dos países ha explotado siempre el miedo entre su población como arma política y social. Miedo a los negros, a los chicanos, a los comunistas, a los musulmanes; en resumen, miedo a las diferencias. Ese miedo pegajoso y espeso como sangre a medio coagular que ha conducido a que la primera democracia del mundo sea también la sociedad más descaradamente violenta en todos sus ámbitos, y con el mayor número de muertes por arma de fuego de todo occidente. Por el contrario, Canadá ha sido siempre un país mucho más jovial, menos atenazado por el pánico a casi todo, seguramente debido a  que sus élites no estuvieron nunca tentadas de utilizar el miedo como herramienta de control ciudadano. La consecuencia de todo ello es que Canadá sigue siendo uno de los países menos violentos del mundo. Y bastante más feliz que sus vecinos del sur.

Miedo y violencia están indisolublemente unidos. Bien sean miedo y  violencia institucionales, que es lo que se pergeña en los editoriales de la prensa y en los despachos ministeriales de todo occidente; o bien sean miedo y violencias insurgentes contra los valores establecidos, como efectivamente supieron emplear los talibanes afganos y sus tardíos discípulos del Estado Islámico. La solución a unos y otros es dejar de apostar por el miedo, asumir que la vida es dura y terrible por sí misma, y que nada de lo que hagamos por impedirlo la hará más dulce. Tal vez será más segura, pero también mucho más agria. Y con toda certeza, será el equivalente sociopolítico de un pulmón de acero, uno de esos trastos que te permiten respirar a condición de que estés paralizado e inmóvil de por vida, convertido en simple espectador de lo que sucede a tu alrededor, imposibilitado de ejercer en lo más mínimo tu libertad de decisión y de acción.

Tristemente, esto que escribo está destinado a no servir de nada, ni entre mi entorno más próximo. Nos han contaminado con tanto miedo que ya forma como una costra adherida a nuestra piel de forma indisoluble. Ante cualquier problema, solicitamos la intervención de los poderes públicos y que todo se regule, se legisle, se normativice y, sobre todo, se castigue ejemplarmente. Cualquier novedad mediática acogida con cierto grado de disgusto lleva a la ciudadanía a dejar de serlo y convertirse en un populacho vociferante que exige soluciones rápidas y seguras para los avatares de la vida, jaleada por una prensa irresponsable que carga las tintas hasta lo inimaginable con tal de cubrir las cuotas de audiencia exigidas por sus accionistas.  Vivimos instalados en el horror que nosotros mismos hemos construido, por creer que todo hijo de vecino es un monstruo en potencia, y por nuestro convencimiento de que el estado puede evitar nuestro contacto con los terribles reveses de la vida. Ni lo uno ni lo otro son verdades irrefutables. Lo único cierto es que son excusas para que construyamos un vallado presuntamente inexpugnable a nuestro alrededor.

Lo que casi nadie acierta a gritar a los cuatro vientos es que ese muro no nos protege, sino que  nos encierra. No nos libera de nada, sólo nos aprisiona. No es que no deje entrar el viento de la maldad, es que no nos permite disfrutar del aire fresco. Parafraseando a Joseph Conrad, nos estamos adentrando en el corazón de las tinieblas. Estamos jodidos.

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