miércoles, 30 de noviembre de 2016

Idiocracia

El buen criterio, hijo de la inteligencia y de la cultura, no se propaga, sino que como éstas últimas, se cultiva. Y lo que sucede masivamente hoy en día es lo contrario a la paciente labor del agricultor, con la actual proliferación de opiniones efectuadas irreflexivamente y luego plasmadas sin ningún complejo ni el más mínimo pudor, publicadas a las cuatro vientos en las redes sociales y en las secciones de opinión de la prensa digital. Y es que lo que vemos actualmente es de pronóstico reservado, aunque aquellos que saben a lo que me refiero entenderán perfectamente que la situación es lo suficientemente grave como para ingresar a la humanidad entera en la UCI del pensamiento; y a los cerebros que pergeñan las paridas que se ven en las páginas web tal vez les iría mejor flotar en un tarro con formol para estudio de generaciones venideras, si es que queda la suficiente inteligencia humana como para esa tarea.

Hasta hace bien pocos años, la cosa era bastante más sencilla. Y más sensata, porque el único medio de alcanzar notoriedad pública era a través de las cartas al director, un proceso farragoso que requería, de entrada, tener que escribir con bolígrafo y papel pensando lo que se decía (y no como ahora, que muchos teclean barbaridades como posesos y le dan a la tecla intro antes de siquiera revisar la ortografía, y mucho menos aún antes de repensar siquiera el contenido de lo escrito). Aquello limitaba de entrada, por simple complicación técnica, el número de interlocutores mayormente airados que se dirigían a la prensa para ver publicadas sus reflexiones más o menos acertadas en la sección de Cartas al Director.

Por otra parte, las limitaciones de espacio disponible imponían severas restricciones a lo que se publicaba, por lo que existía una figura en todas las redacciones que seleccionaba, pero sobre todo filtraba, los contenidos de las cartas al director que se enviaban a la rotativa. Eso era un alivio, porque nos libraba de las sandeces y del afán de protagonismo de mucho descerebrado en potencia. También resultaba relajante saber que no se permitían escritos que denigraran, insultaran o descalificaran  sin fundamento las opiniones ajenas. Y lo mejor de todo, bajo ningún concepto se permitía la difusión de afirmaciones y noticias rotundamente falsas, que hoy inundan esos espacios de presunta libertad de expresión de forma voraz e imparable.

Y es que la gente ha confundido la libertad con la barbarie, que es lo que acaba sucediendo siempre que tan frágil derecho se entiende como una prerrogativa para hacer y decir lo que a uno le da la gana. Lo cual no sólo es falso, sino que además perturba el concepto mismo de libertad. De bien pequeño me enseñaron que mi libertad termina donde empieza la de los demás, y que no puedo disfrutarla a empellones, y mucho menos agresiva o expansivamente a costa de los derechos de mis conciudadanos del mundo. O como decía uno de mis antiguos maestros, la libertad es sobre todo la libertad de no hacer cualquier cosa; y además, la libertad de asumir las consecuencias de las cosas que hacemos. Es un paquete completo, del cual no podemos escoger sólo lo que nos interesa.

Lo que estoy diciendo es una obviedad, pero parece que la inmensa mayoría lo ha olvidado: la libertad sólo es tal cuando va acompañada de responsabilidad. Y una libertad responsable sólo puede alcanzarse mediante el cultivo intensivo del conocimiento y de la inteligencia. Y esos dos factores se echan muy en falta en las redes sociales y en la prensa digital. En el primer caso resulta comprensible, porque a fin de cuentas no existen auténticos moderadores de las redes  (salvo para suprimir exhibiciones epidérmicas y otras mojigateces por el estilo); pero en el segundo caso la inexistencia de filtros es espantosa hasta el punto de provocar crujido de dientes.

Y eso es así porque la prensa digital, por muy libre que presuma ser, no debe convertirse en el escaparate de salvajes, agresores, incultos y extremistas (los de verdad, esos que suelen acusar a los otros de ser extremistas sólo por adscribirse a otro rango del espectro ideológico). Las opiniones de los lectores no siempre son igualmente respetables ni tienen el mismo valor; no son equivalentes, especialmente cuando faltan a la veracidad de los hechos y se dedican a retorcer la información para simplemente usarla como arma para agredir a los demás. La prensa digital tiene detrás de sus páginas a unos profesionales que deberían velar, al menos, por el mantenimiento de un nivel aceptable de debate y por salvaguardar como mínimo las apariencias, en lugar de permitir que cada noticia se convierta en un combate barriobajero en un ring enfangado donde los lectores se embrutecen (aún más) practicando todo tipo de malas artes que se exponen al público como el no va más de la libertad de expresión.

La vergüenza de la prensa digital radica en que se permite absolutamente toda opinión, por sesgada, maliciosa, agresiva y falsaria que sea, y se le da el mismo valor informativo a los exabruptos de un mal nacido que a las reflexiones documentadas de un ciudadano prudente. A lo más que llega la prensa digital es a aquello tan manido y facilón de que no se hacen responsables de las opiniones de los lectores. Pues deberían, digo yo, a la vista de las atrocidades que se dicen sin tapujos en sus páginas. Pero no, todo vale con tal de incrementar la audiencia. Y cuanto más bestias sean los improperios de los lectores, pues miel sobre hojuelas para la cuenta de resultados.

Volviendo al principio: los valores no se propagan jamás, porque la propagación, como la diseminación, son puras fuerzas físicas no sometidas a ningún control ni examen racional. Las virtudes públicas y privadas no se adquieren por ósmosis ni por contacto, que es algo que nuestros ingenuos amigos americanos siempre han pretendido, y cuyos resultados a lo largo de la historia están a la vista de todos. En realidad, la virtud es algo que debe cultivarse: preparar el terreno, plantar la semilla, regar, abonar, recolectar, podar y vuelta a empezar. Es un proceso largo, paciente  y dificultoso que requiere un gran esfuerzo  y no tiene nada que ver con la mierda envasada con que nos pretenden endilgar una  cacareada libertad de expresión que no es ni lo uno ni lo otro. Simplemente es libertinaje de la grosería analfabeta. Y encima con ínfulas.

Siguiendo con el símil agrícola, lo que tenemos ahora no es un bonito campo de cultivo en el que germinan millones  de ideas fabulosas listas para el consumo de los demás y para su enriquecimiento personal. Lo que tenemos es un enorme terreno baldío invadido por zarzas y matojos, enredados unos con otros en una maraña sin ninguna utilidad, que lo único que efectivamente consigue es ahogar los pequeños brotes de inteligencia que surgen aquí y allá, asfixiados por la montaña de imbecilidades que les priva de luz y de la oportunidad de crecer y expandirse. Lo que estoy diciendo es que esa presunta "libertad democrática" es una asesina de la cultura y de la inteligencia; una secuestradora de la razón y de la reflexión, y una facilitadora de la barbarie y la intolerancia. Por tanto ni es libertad ni es democrática.

Tal vez sea hora de asumir que en una sociedad justa y avanzada no todas las opiniones valen lo mismo, ni tienen el mismo derecho a ser aireadas a los cuatro vientos. Guste o no guste, la estupidez prolifera con mucha más rapidez e intensidad que la inteligencia y el criterio. Nos guste o no, necesitamos filtros moderadores, o al final nos cargaremos todo el montaje. No nos podemos permitir el lujo de que los idiotas detenten el poder mediático y en las redes sociales simplemente por su presencia masiva y asfixiante frente a una minoría sensata y reflexiva. Pues si no, se hará realidad el panorama que describía Mike Judge hace ya más de diez años en su ácida comedia Idiocracy. El título lo dice todo.

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