miércoles, 9 de noviembre de 2016

El triunfo del resentimiento

El pasado 11 de agosto escribía, en este mismo blog y  a propósito de Trump, lo siguiente: “el equivalente norteamericano a los indignados europeos de diverso pelaje y nacionalidad es, ni más ni menos, que Donald Trump”. Más adelante añadía: “así que resulta comprensible que personas como Trump aparezcan en tiempos de tribulación arremetiendo contra el sistema”, y casi concluía mi disertación con esta reflexión: “es cierto que dice públicamente lo que muchos piensan en privado, pero eso  no justifica nada. Mis pensamientos son muchas veces totalmente vergonzosos, como los de cualquier lector. En demasiadas ocasiones mi actitud política es sesgada, teñida de prejuicios y sostenida por un egoísmo tan rampante como injusto. Pero son opiniones privadas, no un programa político para sacar adelante a la nación más poderosa del mundo”.

Pues bien, los electores finalmente han dado la razón a Trump, que será el nuevo presidente norteamericano hasta el 2021 durante una etapa crucial de la historia de la humanidad, donde todo puede cambiar, pero no necesariamente para bien. Habrá que ver si Trump mantendrá ese discurso beligerante y sumamente agresivo con todo lo foráneo, y su consecuencia lógica que varios analistas ya han adelantado; es decir, el repliegue interior de los Estados Unidos para cerrarse en la concha de la americanidad excluyente, y que el resto del mundo se las apañe como pueda. Porque hay una cosa que sí está clara en el ámbito internacional: Trump es un proteccionista puro en materia económica y un antiintervencionista aún más diáfano en los asuntos exteriores, lo que contradice muchas versiones europeas de su talante, que lo dibujan como una especie de neandertal de la cachiporra, presto a la invasión de medio mundo. Nada más lejos de la verdad: Trump se ha definido en multitud de ocasiones como un candidato para los americanos exclusivamente, y su intención es la de que Estados Unidos deje de ser el gendarme del mundo y de sacarles las castañas del fuego a sus socios europeos, y de paso ahorrarse unos cuantos miles de millones de dólares en gastos militares. En resumen, que sus socios occidentales se las apañen por sí mismos es algo totalmente concordante con su manera de ser y de entender el mundo. Una manera rabiosamente individualista y carente de escrúpulos para la consecución de sus objetivos, que a partir de ahora serán los objetivos de toda la política exterior norteamericana. Está por ver si realmente es tan fiero el león como lo pintan, porque los condicionantes a la voluntad del presidente norteamericano son múltiples, sobre todo si tiene medio partido republicano en contra, pero de entrada el hombre apunta maneras de que va a haber cerrojazo general made in USA en todo aquello que el presidente entienda que no beneficia claramente a sus intereses.

Pero dejaré la tarea de los sesudos y extensos análisis a los profesionales a quienes corresponda, y que entre ellos debatan hasta la saciedad lo que va a representar para el mundo mundial el ascenso de Trump a la presidencia norteamericana. Y que también discutan acaloradamente hasta la saciedad y el aburrimiento las causas de la derrota electoral de la Clinton. Seguramente todos tendrán su parte de razón. Sin embargo, aficionado como soy a la síntesis conceptual, me voy a limitar a dar una explicación bastante acorde con lo que exponía en mi entrada del 11 de agosto.  Y es que Trump se ha presentado como un genuino candidato antisistema, un sistema al que ha tildado de corrupto y degenerado. En clave interior, sus ataques al establishment de Washington han sido demenciales, pero han conseguido el efecto que perseguían: denostar a una clase política convertida en La Casta (como en España), alejarla de la simpatía popular, y presentarse él mismo como un genuino candidato antisistema, que ha prometido hacer limpieza a fondo en la administración yanqui.

En ese aspecto lo tenía muy fácil: Hillary Clinton es la viva imagen del todopoderoso establishment de Washington DC, cultivada en la alta política, intelectualmente superior a casi todos sus contrincantes, y con un pasado muy ligado a los grupos de presión del entorno presidencial. Pese a su innegable experiencia, cualidades y veteranía, es evidente que Clinton podía ser fácilmente atacada ante las bases electorales más depauperadas del país como la candidata del “más de lo mismo”, como la candidata del Sistema para autoperpetuarse. Y eso, en un país que ha sufrido tan duramente la crisis del 2008 como Estados Unidos (aunque aquí nos parezca mucho peor la nuestra, lo cierto es que la pobreza norteamericana se ha disparado de una forma que aquí sería insostenible), ha sacudido las conciencias de los votantes más perjudicados por lo sucedido estos últimos años que atribuyen (no son cierta razón) a las élites de Washington y de Wall Street gran parte de la culpa del desastre en que se encuentran sumidas las antiguas clases medias norteamericanas.

En ese sentido, es muy fácil pontificar a toro pasado, pero seguramente hubiera sido mucho mejor contrincante para Trump un candidato más izquierdista, pero que conectase mejor con el malestar de la calle, como era el caso de Bernie Sanders, pues éste personaje también era otro antisistema, pero en la vertiente opuesta a Trump. Ambos eran outsiders en sus respectivos partidos, y ni Trump ni Sanders aparecían ante el público como “contaminados” por su vinculación con los grupos tradicionales de poder yanquis, y eso podría haber sido un valor añadido incuestionable a la candidatura demócrata, que hubiera podido reequilibrar el discurso antisistema y regeneracionista de Trump. La cuestión es que el malestar por la crisis se ha sesgado mediáticamente en una aparente incrementada presión popular por el ala izquierda de la política norteamericana, tradicionalmente vinculada al partido demócrata, pero lo cierto es que el malestar era transversal a todo el espectro social, y esa transversalidad significa que muchos votantes blancos pobres o empobrecidos en estos ocho últimos años optarían por un candidato que les prometiese cerrojazo. Una estrategia de catenaccio ultradefensivo que sólo podía darles Trump frente a una Clinton partidaria de la apertura, el libre comercio y los tratados multilaterales por los que hasta ahora habían apostado las grandes corporaciones multinacionales norteamericanas.

Pese a ser un tópico, los extremos concuerdan en muchas ocasiones. Trump y Podemos, o Syriza, tienen algunas cosas fundamentales en común, como ya advertí en su momento. Lo que cambia es el escenario social: USA no es España, Italia o Grecia, y las preferencias ciudadanas a ambos lados del atlántico se manifiestan de muy diferente manera ante problemas idénticos. Más enraizada con la tradición anglogermánica, la población descontenta americana ha optado por el retorno al nacionalismo y al proteccionismo interno, algo que está resultando evidente en Alemania, Austria, Holanda,  Francia y Gran Bretaña, lo que se manifiesta con un resurgir de una extrema derecha cuyo discurso tiene puntos de contacto más que evidentes con el de Trump. El sur de Europa es diferente: aquí el malestar se ha cebado con los partidos de izquierda tradicionales, facilitando el surgimiento de movimientos regeneracionistas más a la izquierda cuya pretensión es la misma que la de Trump: barrer el viejo sistema y sus representantes, y pasar las cuentas pendientes con unos cuantos de aquéllos. Con bastante menos éxito que el presidente americano “in péctore”.

Pero en definitiva, tanto unos como otros, pero especialmente Trump, representan el triunfo del resentimiento popular contra los poderes públicos tradicionales, que tendrían que habernos protegido de la catástrofe vivida en los últimos años, y no sólo no lo hicieron, sino que se aprovecharon de ella directa o indirectamente. Trump ha explotado a más no poder ese despecho y esa animadversión ciudadanas y los ha estado proyectando sobre Clinton y la nomenklatura de Washington, y sobre todas esas élites tan educadas, tan aristocráticas y tan poderosas que manejan el país. Y le ha dado muy buen resultado. Así que el cambio político, quién nos lo iba a decir, no ha venido de Europa, sino de Norteamérica. Y no ha venido  por la vía progresista, sino por la reaccionaria. Queda ahora por ver si será un cambio real, o si Trump se acabará plegando a las presiones internas y externas a las que, sin duda, estará sometido durante su mandato.

Para una persona cultivada, progresista y humanista, el triunfo de Trump puede resultar espantoso. Pero aun así hay que felicitarle. Ha sabido convertir la aversión de muchos indignados hacia el sistema político consolidado tras el final de la segunda guerra mundial en una arma más poderosa que cualquier otra en una contienda política, pese a sus salidas de tono, sus exabruptos, su machismo, su xenofobia y su misoginia. Que cada uno saque sus conclusiones sobre la (¿triste?) condición de la especie humana, pero admitámoslo:  Trump es el triunfo del resentimiento sobre la razón. Y si le va bien, la onda expansiva barrerá Europa de forma similar y con consecuencias imprevisibles para la UE. 

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