miércoles, 7 de diciembre de 2016

Después de Trump, el diluvio

La formación del gabinete del presidente electo norteamericano está demostrando una vez más, la ambivalencia de su carácter. Trump es un fanfarrón  verborreico y extremista, cosa que ha demostrado, en esta era de estupidez ovina generalizada, que genera muchos réditos electorales. Pero a la hora de la verdad, por muy ultra que se manifieste públicamente, sabe perfectamente que el ruido excesivo es malo para los negocios en general, y para el delicado encaje de la alta política en particular. Tiene una vertiente pragmática que muchos esperamos que suavice en gran medida su discurso populista. Donde ese adjetivo no pretende ser crítico con nada, sino sencillamente reflejar la realidad del mundo actual: están en alza los políticos que dicen en voz alta lo que la mayoría de la gente piensa en privado, generalmente de forma vergonzante por ser contrario no ya a lo políticamente correcto, sino a la declaración universal de derechos humanos.

Para todo ese electorado tan frustrado y rabioso, oir las cosas que dice Trump resulta como agua de mayo para la credibilidad de un advenedizo político recién llegado, pero luego falta poder poner en marcha todo lo dicho en campaña sin frustrar a sus votantes. Y eso es lo que convierte al nuevo equipo presidencial en algo muy peligroso, pues si bien Donald es un viejo marrullero –como ya se ha visto bastante en sus shows televisivos- también resulta ser un zorro que, como todo empresario, sabe que los negocios requieren de algo más que de baladronadas para poder triunfar. Los negocios exigen pragmatismo, y resulta muy difícil ser populista y pragmático simultáneamente con un mínimo grado de efectividad. Me da la sensación de que como no se ande con cuidado, se va a convertir en un fantoche repudiado internacionalmente por sus hasta ahora socios, y peligrosamente manipulado por tipos como Putin, que sin hacer tanto escándalo, manejan el cotarro con indiscutible habilidad.

Los primeros indicios son malos, porque se está rodeando de una serie de halcones tremendamente peligrosos, entre los que destaca el general Flynn, que es un extremista digno de la célebre película de Kubrik“¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú” . Un iluminado islamófobo que ha recibido la reprobación de buena parte de sus compañeros militares, y eso en un país donde ser militar quiere decir situarse a la derecha del espectro político, y en ocasiones tan a la derecha ue poco les faltaría para conspirar contra sus jefes civiles, como también reflejaba el film de política-ficción de John Frankenheimer “7 días de mayo”.

Por cierto, el hijo de Flynn ha sido discretamente cesado después de pasarse toda la campaña presidencial difundiendo noticias falsas y teorías conspiranoicas contra los demócratas en general y contra  Hillary Clinton en particular. Ahora ya demasiado evidente su sucia labor corrosiva, prescinden de él, pero el problema es que el cerebro que está detrás de todo es el del general Flynn, que será nada más y nada menos que el consejero de seguridad nacional de Trump, un hombre sin ninguna experiencia de política internacional y que podría convertirse en un títere de los algunos de los más notorios chalados del Pentágono y de la comunidad de inteligencia americana. O sea, que la situación real es muy delicada, porque esta gente, lo primero que tienen en vista es que sólo es democracia la americana, y que las demás son meras compañeras de viaje de la aventura imperial yanqui. O sea, que se las puede jorobar de lo lindo si ello sirve como justificación de la estabilidad norteamericana.

En resumen, que este gabinete parece surgido del infierno para revivir los peores días de la guerra fría, esta vez ampliada. Ya no existe el bloque soviético, pero ahora los enemigos se han multiplicado étnica, religiosa y socialmente: están por todos lados, y además vuelve a cobrar fuerza ese “enemigo interior” que dio alas al macarthismo en los años cincuenta del siglo pasado. Pero si entonces sólo era la prensa escrita, la radio y una incipiente televisión las que conspiraban para limpiar de presuntos comunistas la patria norteamericana, ahora son las redes sociales, totalmente contaminadas por la que podemos denominar sin ningún tapujo como insurgencia ultraconservadora, las que llevan al último rincón del planeta las falsedades y calumnias que se han estado poniendo de manifiesto durante la última campaña electoral norteamericana y que tanto rédito le han dado a Trump y su equipo.

La amplísima difusión de barbaridades puestas como verdades inatacables a través de internet está cambiando no sólo la forma de hacer política en occidente, sino la misma percepción de la realidad. Como en la terrorífica 1984 de Orwell, hay montones de gente reescribiendo la historia a gusto de los conspiradores, exclusivamente en provecho de un Gran Hermano que puede convertirse, a medio plazo, en una forma de dictadura encubierta. Una dictadura del pensamiento global, por la vía de dejar huérfanos de fuentes informativas creíbles a los cientos de millones de ciudadanos occidentales que creen poder hallar la verdad escarbando en internet.  Y donde el colmo del peligro no está precisamente en la denostada “internet profunda”, sino en herramientas en principio tan inofensivas como Twitter, que se ha convertido en el arma ofensiva estratégica de cualquier hideputa que pretenda hundir la vida de un adversario, sin tener en cuenta las consecuencias, como recientemente sucedió en una pizzería de Washington, blanco de las iras de un chalado que se creyó que allí se escondía una red de prostitución infantil liderada nada menos que por la señora Clinton. Cosa que podía haber acabado en tragedia; aunque también tengo la sensación de que a Trump, Flynn y compañía, las tragedias individuales  les traen sin cuidado siempre que sirvan a la “seguridad nacional”, eufemismo que engloba casi cualquier cosa que se le pase por el lóbulo frontal al señor presidente. En el supuesto de que tenga un lóbulo frontal operativo, cosa que a veces parece dudosa, vista su irrefrenable impulsividad e histrionismo.

Pero si la historia puede acabar juzgando a Trump como un payaso afortunado (algo parecido a la que sucedió con Yeltsin, en otra dimensión histórica y sociológica), los que no tienen ni un pelo de clowns son los asesores que ha nombrado en primera instancia. Esos son verdaderos "perros locos" dispuestos a desmontar no sólo la herencia de Obama, sino a trastocar el orden mundial en aras de un patriotismo muy mal entendido y peor expresado, sumado a una visión ultramontana de las relaciones sociales. Es gente de un radicalismo tal que ni el viejo Ronald en sus mejores años se hubiera atrevido a postular para dirigir el país. Ni siquiera Bush hijo llegó tan lejos en su apuesta neocon. Y es que si algo tiene Trump es labia y empuje, y una irresistible tentación a dirigir el país como si fuera una más de sus empresas, al frente de la cual ha decidido poner a capataces de esos que podrían ppprotagonizar un anuncio de Marlboro y que podrían (uso un condicional meramente esperanzado) solucuonar los problemas internos y externos al estilo de Harry el Sucio. Lo cual no sólo es arriesgado, sino seguramente contraproducente para la salud de la democracia. Una palabra que últimamente usa de forma continuada mucha gente cuya trayectoria e ideario  me desasosiegan profundamente.

Y es que temo que Trump acabe siendo como el rey Sol: El estado soy yo. O peor aún, como su sucesor Luis XV, el que dijo: Después de mi, el diluvio. Y que nos apañemos el resto del mundo con las consecuencias de su política.

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