jueves, 7 de julio de 2016

El colapso de la democracia

Raffaele Simone es un intelectual de enorme prestigio, tanto por su aportación a su especialidad como por su obra política. En la línea de otros lingüistas ilustres, como Noam Chomsky, Simone es un pensador de izquierdas profundo y pesimista, y sus libros sobre la decadencia de la izquierda y de la democracia en general son esenciales para la comprensión de los tiempos modernos (debo acotar que los intelectuales de derechas, que también los hay, suelen ser todo lo contrario de Simone: optimistas y superficiales. A fin de cuentas, la derecha tiene motivos para ser optimista –los suyos van ganando de calle- y superficial: lo único que les importa es el dinero y el más puro darwinismo social).

Últimamente ha publicado un libro demoledor, El Hada Democrática, sobre el fracaso de la democracia en la consecución de sus ideales, en el que explica con nitidez cósmica el porqué del hastío popular ante la depresión (y la represión) de los fundamentos del estado de derecho por parte de los principales actores políticos en todos los países occidentales. Un libro que, por mucho sarcasmo que le ponga la tan locuaz como botarate Celia Villalobos en su bienvenida a los diputados de Podemos al Congreso, justifica por si solo el concepto, tan peyorativo y acuñado en los últimos cinco años, de “la casta”, de la que ella y sus amigos no sólo son adalides, sino también tributarios directos.

Para quienes no se sientan tentados de comprar su libro, el diario El País ha publicado recientemente una entrevista  con Simone que resulta ilustrativa de lo que está sucediendo en los últimos años. Yo tal vez añadiría a su pensamiento que hemos de ser conscientes de que la vieja dicotomía entre izquierda y derecha se ha sustituido, con una frivolidad pasmosa e indecente en boca de nuestros líderes políticos tradicionales, en una lucha entre lo que ellos llaman “moderación” (lo cual no es más que un eufemismo low cost para apelar al pánico y al inmovilismo ante el cambio que atenaza a la mitad más  miedosa del electorado occidental, para mayor gloria de las élites dirigentes) y lo que esos mismos líderes de siempre llaman –en un tono claramente amenazador y reprobatorio- “populismo radical”, de quienes, huérfanos de una izquierda real que les represente, han optado por simpatizar con movimientos de masas un tanto difusos y no estructurados, pero caracterizados por un ansia de cambio de unas estructuras que es obvio que, por mucho que se pretenda apuntalarlas, no resistirán muchos años más sin una rehabilitación profunda, desde sus mismos cimientos.

En el pensamiento de Simone subyace una idea profundamente corrosiva respecto a  que la democracia se sostiene en ficciones, en ideas utópicas que no se pueden realizar, pero que aceptamos como ciertas, y que se están pudriendo a marchas forzadas, para más inri. De todos los elementos que conforman la democracia, el más cuestionado actualmente es el de la representatividad de los políticos, un problema que ya enunció Ortega hace casi un siglo, al definir la representación como una acrobacia intelectual que finalmente se ha estrellado contra la tarima del escenario en la que se escenifica por culpa de la corrupción, los privilegios de los políticos, su estrecha asociación con las élites económicas y la globalización planetaria. Y también se manifiesta claramente algo que todos entendemos, pero pocos reconocen: el pensamiento natural humano no es democrático, sino absolutamente totalitario. Somos un especie evolutivamente condicionada a la jerarquización y al dominio, y eso se ve desde nuestra más tierna infancia. La democracia es un concepto aprendido, superpuesto a nuestro instinto básico antidemocrático a través de la cultura. Y es entonces cuando comprendemos porqué a nuestros líderes les interesa mucho hablar de democracia, pero sólo como un grueso maquillaje lingüístico aplicado a un afán de poder que no tiene nada de democrático. Y que se plasma en comportamientos totalmente naturales si se quiere, pero absolutamente antidemocráticos en su esencia, como bien sabemos por el (mal) ejemplo de partidos como el PP y el PSOE, cuya trayectoria democrática (en su sentido no banal, más profundo) es absolutamente desastrosa.

Para Simone es obvio que el mundo está en manos del supercapital, lo que ya se está demostrando contundentemente en diversos fenómenos de sumisión del poder institucional al económico, como ocurrirá con el tratado TTIP, por poner sólo un ejemplo. Eso nos conduce a lo que Simone denomina –no sin ironía- “democracia de baja intensidad”, en la que los partidos políticos tradicionales han agotado su papel histórico. La política necesita un reinicio, una tarea para políticos con imaginación, no para señores formados en las aulas de la tradición encorsetada del neoliberalismo, que ni es neo ni es liberal, sino una forma disfrazada de dictadura con unas cuantas manos de  barniz democrático. Lo que estamos viviendo, señores, ya no es democracia, sino una farsa en la que todo lo que se decide es nominalmente en pro de la ciudadanía, pero sin que realmente se la tenga en cuenta para nada realmente importante. De ahí el miedo cerval de los políticos tradicionales a las consultas populares, que según Simone (y muchos otros intelectuales no amordazados por su pertenencia al aparato partidista) deberían tener mucha más relevancia en el futuro, pues consisten en devolver a los ciudadanos algo de su soberanía, que en la actualidad ya no está cedida a los dirigentes políticos, sino arrebatada por el aparato partidista al servicio del supercapital.

Quienes son conscientes de esa usurpación democrática por parte unos de poderes meramente fácticos pero no constitutivos del estado de derecho, han confluido en el movimentismo en casi toda Europa, a falta de referentes reales que apuesten firmemente por una regeneración política y por sacudir el yugo del supercapital de las cervices de los parlamentarios. Esta semana hemos tenido un ejemplo de esa subordinación de la política a los intereses oscuros de unas élites opacas al gran público con la publicación del también demoledor informe Chilcot, sobre la responsabilidad del primer ministro británico, Tony Blair, en la guerra de Irak. Siete años y doce tomos de investigación minuciosa, que ponen fin a la utopía de la izquierda: Blair fue un sinvergüenza que metió a su país en una guerra injustificada y en la que miles de personas inocentes fallecieron sin más motivo que una mentira grandiosa urdida entre los tres “grandes” líderes Aznar, Blair y Bush para satisfacer unos intereses que nada tenían que ver ni con la democracia ni con el derecho internacional. Y que devastaron la democracia desde su propio púlpito. Y Blair, el muy desalmado, puso el epitafio a una izquierda que falleció por contemporizar con quienes han corrompido absolutamente los ideales de la democracia. 

Para resumir: el colapso de la democracia representativa es algo muy real. Poco falta para que de ella quede solamente una cáscara puramente estética y mediática, no representativa. Su interior, el cuerpo vivo que sustenta todo el organismo, agoniza por la inercia de unos ciudadanos cobardes y acomodaticios y por la codicia y el ansia desmesurada de poder de sus dirigentes. La democracia ya no es la fortaleza donde  dar cobijo a los derechos humanos esenciales, sino la guarida de los depredadores de esos mismos derechos. Y todos estamos atrapados en ella.

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