Raffaele Simone es un intelectual de enorme
prestigio, tanto por su aportación a su especialidad como por su obra política. En la línea de otros lingüistas ilustres, como Noam Chomsky,
Simone es un pensador de izquierdas profundo y pesimista, y sus libros
sobre la decadencia de la izquierda y de la democracia en general son
esenciales para la comprensión de los tiempos modernos (debo acotar que
los intelectuales de derechas, que también los hay, suelen ser todo lo
contrario de Simone: optimistas y superficiales. A fin de cuentas, la derecha
tiene motivos para ser optimista –los suyos van ganando de calle- y
superficial: lo único que les importa es el dinero y el más puro
darwinismo social).
Últimamente
ha publicado un libro demoledor, El Hada Democrática, sobre el fracaso
de la democracia en la consecución de sus ideales, en el que explica con
nitidez cósmica el porqué del hastío popular ante la depresión (y la
represión) de los fundamentos del estado de derecho por parte de los
principales actores políticos en todos los países occidentales. Un libro
que, por mucho sarcasmo que le ponga la tan locuaz como botarate Celia
Villalobos en su bienvenida a los diputados de Podemos al Congreso,
justifica por si solo el concepto, tan peyorativo y acuñado en los
últimos cinco años, de “la casta”, de la que ella y sus amigos no sólo
son adalides, sino también tributarios directos.
Para
quienes no se sientan tentados de comprar su libro, el diario El País
ha publicado recientemente una entrevista con Simone que resulta
ilustrativa de lo que está sucediendo en los últimos años. Yo tal vez
añadiría a su pensamiento que hemos de ser conscientes de que la vieja
dicotomía entre izquierda y derecha se ha sustituido, con una frivolidad
pasmosa e indecente en boca de nuestros líderes políticos
tradicionales, en una lucha entre lo que ellos llaman “moderación” (lo
cual no es más que un eufemismo low cost para apelar al pánico y
al inmovilismo ante el cambio que atenaza a la mitad más miedosa del
electorado occidental, para mayor gloria de las élites dirigentes) y lo
que esos mismos líderes de siempre llaman –en un tono claramente
amenazador y reprobatorio- “populismo radical”, de quienes, huérfanos de
una izquierda real que les represente, han optado por
simpatizar con movimientos de masas un tanto difusos y no estructurados,
pero caracterizados por un ansia de cambio de unas estructuras que es
obvio que, por mucho que se pretenda apuntalarlas, no resistirán muchos
años más sin una rehabilitación profunda, desde sus mismos cimientos.
En
el pensamiento de Simone subyace una idea profundamente corrosiva
respecto a que la democracia se sostiene en ficciones, en ideas
utópicas que no se pueden realizar, pero que aceptamos como ciertas, y que se están pudriendo a marchas forzadas, para más inri. De
todos los elementos que conforman la democracia, el más cuestionado
actualmente es el de la representatividad de los políticos, un problema
que ya enunció Ortega hace casi un siglo, al definir la representación
como una acrobacia intelectual que finalmente se ha estrellado contra la
tarima del escenario en la que se escenifica por culpa de la
corrupción, los privilegios de los políticos, su estrecha asociación con
las élites económicas y la globalización planetaria. Y también se
manifiesta claramente algo que todos entendemos, pero pocos reconocen:
el pensamiento natural humano no es democrático, sino absolutamente
totalitario. Somos un especie evolutivamente condicionada a la
jerarquización y al dominio, y eso se ve desde nuestra más tierna
infancia. La democracia es un concepto aprendido, superpuesto a
nuestro instinto básico antidemocrático a través de la cultura. Y es
entonces cuando comprendemos porqué a nuestros líderes les interesa
mucho hablar de democracia, pero sólo como un grueso maquillaje
lingüístico aplicado a un afán de poder que no tiene nada de
democrático. Y que se plasma en comportamientos totalmente naturales si
se quiere, pero absolutamente antidemocráticos en su esencia, como bien
sabemos por el (mal) ejemplo de partidos como el PP y el PSOE, cuya
trayectoria democrática (en su sentido no banal, más profundo) es
absolutamente desastrosa.
Para
Simone es obvio que el mundo está en manos del supercapital, lo que ya
se está demostrando contundentemente en diversos fenómenos de sumisión
del poder institucional al económico, como ocurrirá con el tratado TTIP,
por poner sólo un ejemplo. Eso nos conduce a lo que Simone denomina –no
sin ironía- “democracia de baja intensidad”, en la que los partidos
políticos tradicionales han agotado su papel histórico. La política
necesita un reinicio, una tarea para políticos con imaginación, no para
señores formados en las aulas de la tradición encorsetada del
neoliberalismo, que ni es neo ni es liberal, sino una forma disfrazada
de dictadura con unas cuantas manos de barniz democrático. Lo que estamos viviendo, señores, ya
no es democracia, sino una farsa en la que todo lo que se decide es
nominalmente en pro de la ciudadanía, pero sin que realmente se la tenga
en cuenta para nada realmente importante. De ahí el miedo cerval de los
políticos tradicionales a las consultas populares, que según Simone (y
muchos otros intelectuales no amordazados por su pertenencia al aparato partidista) deberían tener mucha más relevancia en el futuro, pues
consisten en devolver a los ciudadanos algo de su soberanía, que en la
actualidad ya no está cedida a los dirigentes políticos, sino arrebatada
por el aparato partidista al servicio del supercapital.
Quienes
son conscientes de esa usurpación democrática por parte unos de poderes
meramente fácticos pero no constitutivos del estado de derecho, han
confluido en el movimentismo en casi toda Europa, a falta de
referentes reales que apuesten firmemente por una regeneración política y
por sacudir el yugo del supercapital de las cervices de los
parlamentarios. Esta semana hemos tenido un ejemplo de esa subordinación
de la política a los intereses oscuros de unas élites opacas al gran
público con la publicación del también demoledor informe Chilcot, sobre
la responsabilidad del primer ministro británico, Tony Blair, en la
guerra de Irak. Siete años y doce tomos de investigación minuciosa, que
ponen fin a la utopía de la izquierda: Blair fue un sinvergüenza que
metió a su país en una guerra injustificada y en la que miles de
personas inocentes fallecieron sin más motivo que una mentira grandiosa
urdida entre los tres “grandes” líderes Aznar, Blair y Bush para
satisfacer unos intereses que nada tenían que ver ni con la democracia
ni con el derecho internacional. Y que devastaron la democracia desde su
propio púlpito. Y Blair, el muy desalmado, puso el epitafio a una izquierda que falleció por
contemporizar con quienes han corrompido absolutamente los ideales de la
democracia.
Para resumir: el colapso de la democracia representativa es algo muy real. Poco falta para que de ella quede solamente una cáscara puramente estética y mediática, no representativa. Su interior, el cuerpo vivo que sustenta todo el organismo, agoniza por la inercia de unos ciudadanos cobardes y acomodaticios y por la codicia y el ansia desmesurada de poder de sus dirigentes. La democracia ya no es la fortaleza donde dar cobijo a los derechos humanos esenciales, sino la guarida de los depredadores de esos mismos derechos. Y todos estamos atrapados en ella.
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