Esta semana nos ha traído la novedad -poco novedosa- de la
convocatoria de nuevas elecciones generales. En medio del cabreo popular
monumental por la falta de entendimiento de los políticos para formar coaliciones
estables que permitan gobernar el país durante cuatro años, han surgido
diversas interpretaciones para justificar la estupefacción que han causado
estos cuatro meses largos en los que lo único relevante ha sido la bronca
generalizada entre los líderes y barones de los respectivos partidos, incapaces
de poner fin a una dialéctica de confrontación mutua y atados por sus propias
declaraciones maximalistas en la campaña electoral de diciembre, que han mantenido
después por aquello de sostenerla y no enmendarla, tan propia de esa presunta
hidalguía española de la que tenemos larga y nefasta tradición.
Sin embargo, tengo la convicción de que muchas de las
críticas ciudadanas a este proceso son absolutamente injustas, pues parecen
atribuir a nuestros políticos defectos que no se encuentran presentes en el
electorado. Lo cual se me antoja una majadería de cuidado, porque a fin de cuentas
y mal que nos pese, nuestros gobernantes son un fiel reflejo –en lo que a
idiosincrasia se refiere- de todos quienes les votamos. Me parecen risibles las
comparaciones con lo que sucede en Alemania, donde pudo forjarse una gran
coalición, por la sencilla razón de que –por muy tópico que parezca- la actitud ante lo colectivo es muy diferente
en Alemania y en España.
Los tópicos sobre las naciones pueden ser ridículos, trasnochados
o directamente falsos, pero lo cierto e innegable es que cada país tiene una
idiosincrasia colectiva específica y diferenciada de las otras naciones. Y se
basa en siglos de una tradición forjada por razones históricas, sociológicas, religiosas,
filosóficas e incluso climáticas. Cada país tiene sus memes socio-políticos
grabados a fuego en su acervo genético social, y esos memes, a similitud de los
genes biológicos, se transmiten de generación en generación salvo que una mutación
afortunada o la simple mezcla causada por la heterogeneidad creada por
sucesivas olas migratorias e influencias externas, los vayan diluyendo poco a
poco.
España es país poco propenso a la receptividad de memes externos.
Su insularidad real, en una península colgada del extremo del continente y
separada de él por barreras físicas históricas, la ha hecho evolucionar (y
ruego que me perdonen las analogías genético-darwinistas) aislada del resto de
Europa occidental, lo que la ha convertido en un inmenso laboratorio evolutivo parecido
a las islas Galápagos, pero en versión socio-política. En definitiva, este
triste país ha ido por libre durante siglos, y no ha recibido más que pequeñas,
esporádicas y contadas dosis de memes
del acervo europeo tradicional. De ahí nuestros clarísimos déficits
democráticos pese a tener una democracia formal de casi cuarenta años de existencia.
La democracia exige una concepción de la sociedad como una
comunidad colaborativa casi tanto como un esqueleto legal en el que primen los
derechos constitucionales. Es decir, una democracia fundada tan sólo en la libertad
personal no es una democracia si no consigue aglutinar a sus miembros alrededor
de un proyecto común que esté por encima de sus intereses individuales. Eso
lleva a la concepción de la nación como algo propio, y del nacionalismo como un
elemento vertebrador de unas aspiraciones comunes. Sin embargo, el nacionalismo
español, que (para qué negarlo, es de caseta de feria) siempre ha sido
excluyente e incapaz de resolver el que, a mi modo de ver, es el mayor
obstáculo para un correcto funcionamiento de una sociedad democrática: el
individualismo feroz que anida en el interior de cada españolito de a pie.
Este país sólo se aglutina alrededor del deporte y del
insulto a quienes son diferentes. En el resto de quehaceres, prima siempre una visión
personalista e individual que trasciende hasta nuestros políticos, más forjados
en el caudillismo que en el liderazgo. Mal que les pese a casi todos, la
mayoría de los políticos se conducen de forma autoritaria e imperativa, pero
ello no es debido a un mal específico de la clase política, sino a un exudado
social que nos impregna globalmente. La convicción absoluta, sectaria e
irremediablemente ciega sobre la validez de nuestras propias razones nos lleva
a descalificar sistemáticamente las del oponente, cuando no a ningunearlo directamente. Sólo así se comprende
esa manía tan hispánica de gobernar contra
la gente, aunque esa “gente” sean diez o doce millones de electores que han
optado por una idea distinta. Creo que
no se le escapa a nadie que un proyecto de país tiene que responder a una
ideología específica, pero ha de procurar ser lo suficientemente amplio para generar,
si no consensos, al menos un grado de aceptación notable por parte de la
sociedad en su conjunto. Lo contrario es jugar al ping pong legislativo, en el
que las leyes aprobadas por unos son derogadas por los otros a las primeras de
cambio.
Cuando se tiene en mente al país en su conjunto, y se
transmite esa concepción vertebradora a lo largo y ancho del espectro social,
es cuando se pueden forjar grandes coaliciones al estilo alemán, país donde lo
colectivo siempre ha primado sobre lo individual desde el mismo momento de
venir al mundo. Deutschland über alles, es
expresión que lo dice todo, y que refleja un sentir popular tan ampliamente
extendido que nadie se atreve a cuestionar. Otra cosa es que, en estados como
Alemania, esa intensa vertebración común pueda ser utilizada de forma
perniciosa y conseguir golpes tan espectaculares como el que sumió a Europa en
la atrocidad del nazismo y de la segunda guerra mundial. Algo que los españoles
hubiéramos sido (por suerte en este caso) incapaces de conseguir.
España es país de gente individualista y autoritaria. De ahí
esa pasión por los gobiernes monocolores fuertes y apisonadores. De ahí ese
odio cerval hacia los pueblos que, como Cataluña, llevan memes distintos en su
tradición histórica. El talante pactista
y dialogante (no exento por ello de estratagemas tramposas) de los catalanes,
unido a un sentido práctico bastante alejado de la “honra sin barcos” del
hidalguismo español, ha sido siempre absolutamente incomprendido y denostado por
el resto de España, hasta el punto de hablar despectivamente del “oasis catalán”
en el que se mecía la política en el nordeste peninsular. Como si fuera mejor andar siempre zurrándose a
garrotazos, que parece ser la mejor manera de solucionar los problemas que han
encontrado allende el Ebro.
Y todo ello sucede porque en Cataluña sí que ha existido el
meme vertebrador de un proyecto común
valioso por encima de aspiraciones sectarias. De ahí las risas que hemos
disfrutado en recíproca venganza contra los líderes estatales de los partidos que
tanto se burlaban de las dificultades
para formar un gobierno en Cataluña, pero que al final se pudo constituir para
mayor befa y escarnio de Rajoy, Sánchez y compañía, pues después de tanto
ataque y tanta crítica feroz, han sido ellos los incapaces de pactar un gobierno
para los cuarenta y tantos millones de residentes en el país. Por aquí en Cataluña
todavía nos aguantamos las tripas de las carcajadas que nos ha deparado el
escenario de estos últimos meses.
Y es que España es terreno abonado para los caudillos,
democráticos o no, porque la sociedad española es caudillista, intolerante y
cerrada al diálogo. Sólo falta ver cómo funcionan nuestras comunidades de
vecinos para entender lo que, a escala mucho mayor, sucede en los pasillos del
Congreso. Si a eso sumamos hasta qué punto el españolito medio es un bocazas de
cuidado, que se suele acabar atragantando con sus propias palabras, cerramos la
cuadratura del círculo de la imposibilidad para formar gobierno estatal. Pues
las declaraciones maximalistas que tiñeron la campaña (y la postcampaña)
electoral de diciembre, nos llevan a recordar que la prudencia más elemental
nos aconseja practicar aquello de “nunca digas nunca jamás”. Si nuestros
líderes se han pasado meses proclamando que nunca gobernarán con fulanito, o
que jamás aceptarán según que partes del programa electoral del vecino, luego
no pueden desdecirse sin incurrir en un profundo bochorno, que se podrían haber
ahorrado si no fueran tan
grandilocuentemente estúpidos como para pasarse el día haciendo afirmaciones
tajantes que luego les han cerrado cualquier vía de diálogo.
Y es que en un juego donde “los principios” se aluden
constantemente pese a que a la hora de la verdad todos sabemos para qué sirven,
sería mucho más útil adoptar de buen principio la postura pragmática de que
casi todo es negociable, sobre todo en política, donde al final el pragmatismo
acaba imponiéndose en casi todas partes. Menos en España.
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