viernes, 6 de mayo de 2016

Idiosincrasia nacional


Esta semana nos ha traído la novedad -poco novedosa- de la convocatoria de nuevas elecciones generales. En medio del cabreo popular monumental por la falta de entendimiento de los políticos para formar coaliciones estables que permitan gobernar el país durante cuatro años, han surgido diversas interpretaciones para justificar la estupefacción que han causado estos cuatro meses largos en los que lo único relevante ha sido la bronca generalizada entre los líderes y barones de los respectivos partidos, incapaces de poner fin a una dialéctica de confrontación mutua y atados por sus propias declaraciones maximalistas en la campaña electoral de diciembre, que han mantenido después por aquello de sostenerla y no enmendarla, tan propia de esa presunta hidalguía española de la que tenemos larga y nefasta tradición.
 
Sin embargo, tengo la convicción de que muchas de las críticas ciudadanas a este proceso son absolutamente injustas, pues parecen atribuir a nuestros políticos defectos que no se encuentran presentes en el electorado. Lo cual se me antoja una majadería de cuidado, porque a fin de cuentas y mal que nos pese, nuestros gobernantes son un fiel reflejo –en lo que a idiosincrasia se refiere- de todos quienes les votamos. Me parecen risibles las comparaciones con lo que sucede en Alemania, donde pudo forjarse una gran coalición, por la sencilla razón de que –por muy tópico que parezca-  la actitud ante lo colectivo es muy diferente en Alemania y en España.
 
Los tópicos sobre las naciones pueden ser ridículos, trasnochados o directamente falsos, pero lo cierto e innegable es que cada país tiene una idiosincrasia colectiva específica y diferenciada de las otras naciones. Y se basa en siglos de una tradición forjada por razones históricas, sociológicas, religiosas, filosóficas e incluso climáticas. Cada país tiene sus memes socio-políticos grabados a fuego en su acervo genético social, y esos memes, a similitud de los genes biológicos, se transmiten de generación en generación salvo que una mutación afortunada o la simple mezcla causada por la heterogeneidad creada por sucesivas olas migratorias e influencias externas, los vayan diluyendo poco a poco.
 
España es país poco propenso a la receptividad de memes externos. Su insularidad real, en una península colgada del extremo del continente y separada de él por barreras físicas históricas, la ha hecho evolucionar (y ruego que me perdonen las analogías genético-darwinistas) aislada del resto de Europa occidental, lo que la ha convertido en un inmenso laboratorio evolutivo parecido a las islas Galápagos, pero en versión socio-política. En definitiva, este triste país ha ido por libre durante siglos, y no ha recibido más que pequeñas, esporádicas  y contadas dosis de memes del acervo europeo tradicional. De ahí nuestros clarísimos déficits democráticos pese a tener una democracia formal de casi cuarenta años de existencia.
 
La democracia exige una concepción de la sociedad como una comunidad colaborativa casi tanto como un esqueleto legal en el que primen los derechos constitucionales. Es decir, una democracia fundada tan sólo en la libertad personal no es una democracia si no consigue aglutinar a sus miembros alrededor de un proyecto común que esté por encima de sus intereses individuales. Eso lleva a la concepción de la nación como algo propio, y del nacionalismo como un elemento vertebrador de unas aspiraciones comunes. Sin embargo, el nacionalismo español, que (para qué negarlo, es de caseta de feria) siempre ha sido excluyente e incapaz de resolver el que, a mi modo de ver, es el mayor obstáculo para un correcto funcionamiento de una sociedad democrática: el individualismo feroz que anida en el interior de cada españolito de a pie.
 
Este país sólo se aglutina alrededor del deporte y del insulto a quienes son diferentes. En el resto de quehaceres, prima siempre una visión personalista e individual que trasciende hasta nuestros políticos, más forjados en el caudillismo que en el liderazgo. Mal que les pese a casi todos, la mayoría de los políticos se conducen de forma autoritaria e imperativa, pero ello no es debido a un mal específico de la clase política, sino a un exudado social que nos impregna globalmente. La convicción absoluta, sectaria e irremediablemente ciega sobre la validez de nuestras propias razones nos lleva a descalificar sistemáticamente las del oponente, cuando no  a ningunearlo directamente. Sólo así se comprende esa manía tan hispánica de gobernar contra la gente, aunque esa “gente” sean diez o doce millones de electores que han optado por una idea distinta.  Creo que no se le escapa a nadie que un proyecto de país tiene que responder a una ideología específica, pero ha de procurar ser lo suficientemente amplio para generar, si no consensos, al menos un grado de aceptación notable por parte de la sociedad en su conjunto. Lo contrario es jugar al ping pong legislativo, en el que las leyes aprobadas por unos son derogadas por los otros a las primeras de cambio.
 
Cuando se tiene en mente al país en su conjunto, y se transmite esa concepción vertebradora a lo largo y ancho del espectro social, es cuando se pueden forjar grandes coaliciones al estilo alemán, país donde lo colectivo siempre ha primado sobre lo individual desde el mismo momento de venir al mundo. Deutschland über alles, es expresión que lo dice todo, y que refleja un sentir popular tan ampliamente extendido que nadie se atreve a cuestionar. Otra cosa es que, en estados como Alemania, esa intensa vertebración común pueda ser utilizada de forma perniciosa y conseguir golpes tan espectaculares como el que sumió a Europa en la atrocidad del nazismo y de la segunda guerra mundial. Algo que los españoles hubiéramos sido (por suerte en este caso) incapaces de conseguir.
 
España es país de gente individualista y autoritaria. De ahí esa pasión por los gobiernes monocolores fuertes y apisonadores. De ahí ese odio cerval hacia los pueblos que, como Cataluña, llevan memes distintos en su tradición histórica.  El talante pactista y dialogante (no exento por ello de estratagemas tramposas) de los catalanes, unido a un sentido práctico bastante alejado de la “honra sin barcos” del hidalguismo español, ha sido siempre absolutamente incomprendido y denostado por el resto de España, hasta el punto de hablar despectivamente del “oasis catalán” en el que se mecía la política en el nordeste peninsular.  Como si fuera mejor andar siempre zurrándose a garrotazos, que parece ser la mejor manera de solucionar los problemas que han encontrado allende el Ebro.
 
Y todo ello sucede porque en Cataluña sí que ha existido el meme  vertebrador de un proyecto común valioso por encima de aspiraciones sectarias. De ahí las risas que hemos disfrutado en recíproca venganza contra los líderes estatales de los partidos que tanto  se burlaban de las dificultades para formar un gobierno en Cataluña, pero que al final se pudo constituir para mayor befa y escarnio de Rajoy, Sánchez y compañía, pues después de tanto ataque y tanta crítica feroz, han sido ellos los incapaces de pactar un gobierno para los cuarenta y tantos millones de residentes en el país. Por aquí en Cataluña todavía nos aguantamos las tripas de las carcajadas que nos ha deparado el escenario de estos últimos meses.
 
Y es que España es terreno abonado para los caudillos, democráticos o no, porque la sociedad española es caudillista, intolerante y cerrada al diálogo. Sólo falta ver cómo funcionan nuestras comunidades de vecinos para entender lo que, a escala mucho mayor, sucede en los pasillos del Congreso. Si a eso sumamos hasta qué punto el españolito medio es un bocazas de cuidado, que se suele acabar atragantando con sus propias palabras, cerramos la cuadratura del círculo de la imposibilidad para formar gobierno estatal. Pues las declaraciones maximalistas que tiñeron la campaña (y la postcampaña) electoral de diciembre, nos llevan a recordar que la prudencia más elemental nos aconseja practicar aquello de “nunca digas nunca jamás”. Si nuestros líderes se han pasado meses proclamando que nunca gobernarán con fulanito, o que jamás aceptarán según que partes del programa electoral del vecino, luego no pueden desdecirse sin incurrir en un profundo bochorno, que se podrían haber ahorrado si  no fueran tan grandilocuentemente estúpidos como para pasarse el día haciendo afirmaciones tajantes que luego les han cerrado cualquier vía de diálogo.
 
Y es que en un juego donde “los principios” se aluden constantemente pese a que a la hora de la verdad todos sabemos para qué sirven, sería mucho más útil adoptar de buen principio la postura pragmática de que casi todo es negociable, sobre todo en política, donde al final el pragmatismo acaba imponiéndose en casi todas partes. Menos en España.

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