miércoles, 18 de mayo de 2016

La Paradoja de Jevons

La inmensa mayoría de la gente desconoce quién era William Stanley Jevons, cuya relevancia en este artículo expondré más adelante, pero de quien de momento basta con saber que fue un hombre con una gran visión de lo que podía significar en realidad el progreso tecnológico hace exactamente 150 años. La cuestión vino a mi mente cuando hace pocos días mi mujer estaba ordenando su armario, una monstruosidad –como la de todos los miembros de mi hogar- cuya traducción directa e indiscutible es que resultaría del todo imposible que cualquiera de nosotros repitiera indumentaria en cosa un mes, vista la acumulación ingente de ropa que ocupa nuestro domicilio (y el de casi todos nuestros conciudadanos, incluidas las llamadas clases bajas).

Sobre todo si nos comparamos con nuestros abuelos o bisabuelos de principios del siglo XX, cuyo fondo de armario consistía en eso, un fondo del que solía verse el contrachapado, porque albergaba únicamente cuatro o cinco piezas de ropa entre las de diario y las de las fiestas de guardar. Por descontado, a mi abuelo, hombre contenido como pocos, le habría pasmado ver que su adorado nieto podía tranquilamente mudar y mudar de ropa cuantas veces quisiera y sin repetirse a lo largo de un número indeterminado, pero elevadísimo, de días. Es más, le habría resultado incomprensible que  un vestuario novísimo guarde retén indefinido en el armario por ser considerado aburrido, pasado de moda o inconveniente, pese a no tener más de un par de años de existencia y un uso limitado a unos pocos lavados. Sin contar con que hay ropa que todavía luce etiqueta en el perchero, casi suplicando ser estrenada.

Tal vez lo peor y más significativo de la paradoja que expondré  no sea eso, sino la profusión de artilugios con los que nos hemos ido esclavizando en el hogar. En casa, para tres personas disponemos de tres coches, tres televisiones, seis ordenadores, tres teléfonos de sobremesa, tres equipos de música y más teléfonos móviles de los que podríamos usar con ambas manos simultáneamente. Una foto bastante convencional de un hogar occidental. Y eso que somos una familia de clase media de las de verdad, o sea tirando a la mediana estadística nacional (es decir, al grupo más representado socioeconómicamente).

Para las generaciones que hemos vivido la expansión de la economía basada en el consumo todo esto resulta de lo más natural hasta que nos damos cuenta –si es que llegamos a ello tras un arduo proceso de reflexión- de que vamos montados en una bicicleta (la economía) en la que lo único que hacemos es pedalear como locos (consumir) porque a) nos han inducido a ello de todas las formas posibles, incluida la subliminal, y b) si paramos de pedalear, nos caemos de la bici y el tortazo es de los que no olvidaremos nunca. Por tanto, toca consumir, de forma desenfrenada y aberrante, y a eso nos hemos dedicado durante los últimos cincuenta o sesenta años de esta historia que, mucho me temo, acabará más que mal, porque pedaleamos y pedaleamos a) sin saber adónde vamos, y b) sin la más remota idea de porqué lo hacemos. Es decir, consumimos porque está en el orden del día, y ay de quien ose desmarcarse, porque entonces es un radical de izquierdas que pretende destruir la civilización occidental y volver a los soviets, etcétera.

Y es que, finalmente, los poderes casi maléficos que nos gobiernan han conseguido que confundamos el confort con la acumulación de gadgets y símbolos de estatus, sin que caigamos en la cuenta de que a) cuando una inmensa mayoría tiene esos símbolos de estatus, es que ya no son representativos de estatus alguno, y b) tanto acopio nos crea un montón de esclavitudes nuevas, que digo yo estarán pensadas para ocupar el inmenso y aburridísimo tiempo libre que tenemos en general para comernos el tarro, los unos; y para sufrir diversas manifestaciones de neurosis y otras pandemias psiquiátricas, los otros. Con lo fácil que era todo cuando nos limitábamos a luchar para sobrevivir un día más.

En fin, sarcasmos (más que merecidos) aparte, la cuestión subyacente consiste en que lo que los economistas adocenados llaman eufemísticamente “desarrollo” no es más que consumismo vendido por charlatanes de feria. Que el desarrollo de las sociedades necesita tecnología es cierto, pero no esta invasión abusiva de tecnología orientada exclusivamente al consumo. Llamar desarrollo al consumismo feroz es totalmente equivalente a denominar nutrición al hecho de atiborrarse de hamburguesas, por poner un ejemplo al alcance de los más lerdos. Si uno quiere ponerse hasta las jambas de BigMacs está en todo su derecho, pero eso no es equivalente a una nutrición equilibrada. Y dudo mucho que sea finalmente una actividad gozosa, como tampoco lo es la compra compulsiva, por mucho que nuestras anoréxicas blogueras de moda insistan en que se trata de una opción sumamente terapeútica (sin comentarios, salvo uno: internet también ha representado, por enésima vez en la historia de la humanidad, el contundente triunfo de la idiocia sobre la inteligencia).

Siempre me he considerado un admirador decidido del progreso tecnológico, pero no de éste tipo de pseudoprogreso que nos venden como si fuera una pócima milagrosa. Y aquí viene la justificación inicial de la mención al señor Jevons, el cual alcanzó la celebridad en los círculos entendidos por su “paradoja de Jevons”, mediante la que afirmaba ya a mediados del siglo XIX que, a medida que la tecnología aumenta la eficiencia con que se usa un recurso, se observa más un aumento del uso de dicho recurso que una disminución. Es decir, y poniendo la cuestión al día, resulta que la mejor eficiencia tecnológica se traduce en una disminución del impacto ambiental y energético por unidad fabricada, pero que dicha disminución se ve sistemáticamente anulada por la multiplicación exponencial del número de unidades consumidas. O sea, que la eficiencia tecnológica no sirve en absoluto para mejorar la preocupante condición ambiental y energética del planeta, sino todo lo contrario, debido  a que el consumo de los recursos planetarios se dispara de forma hiperbólica. Un argumento que, por cierto, es patrimonio de los militantes del cada vez más numeroso movimiento por el decrecimiento, que no son una pandilla de iluminados como algunos neoliberales sugieren, sino gente de gran trayectoria y calado ideológico. En clave didáctica y para profundizar en el tema, es recomendable leer a Serge Latouche antes de criticar frívolamente a  los partidarios del decrecimiento (que, por otra parte, también están en contra del llamado "desarrollo sostenible", por entender que ese postulado es una contradicción en sus propios términos).

Como ejemplo valga  el botón de la tecnología de comunicaciones móviles: el incremento de la eficiencia tecnológica introducida por Apple, Samsung y otros muchos fabricantes se ha traducido en un abaratamiento de los costes de producción y venta de terminales, pero en términos de balance medioambiental y de recursos, eso está resultando un desastre para la Tierra si la entendemos como un ecosistema global. Compramos móviles cada vez más sofisticados y cada vez más baratos (como antes sucedió con los ordenadores personales), pero el impacto de esas mejoras sobre el mundo deja mucho que desear en términos de sostenibilidad, pues cada vez hay miles de millones de teléfonos móviles que requieren ingentes cantidades de materiales no precisamente abundantes y que después, vista su escasa duración, están generando una enorme montaña de basura tecnológica. Valga la reflexión sobre aquel viejo teléfono de baquelita que duraba toda la vida de nuetros abuelos e incluso de nuestros padres, mientras que la vida media de un terminal móvil actual es de alrededor de un año. Nos hacen la vida más cómoda, pero al precio de que las generaciones futuras las pasarán muy moradas por nuestros devaneos consumistas sin demasiado sentido. Estamos dejando que la marea del consumismo crezca y crezca, y acabará arrasando nuestras playas del supuesto confort y el falso desarrollo.

Pues a fin de cuentas, la pregunta que debemos hacernos todos, de ahora en adelante, es la de aquellos que se plantean si producir más es crecer (el dogma neoliberal por antonomasia), o eso es una falacia inventada para mantener pedaleando la bicicleta con la que tiramos del carro de los megamillonarios mientras nos uncimos más y más al yugo de la esclavitud consumista. Si estamos convencidos de esa falacia, nuestra apuesta es la de aprender a vivir mejor con menos (otro de los lemas del decrecimiento). O como decía Gandhi: “vivir simplemente para que otros puedan simplemente vivir”.

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