La inmensa mayoría de la gente desconoce quién
era William Stanley Jevons, cuya relevancia en este artículo expondré más
adelante, pero de quien de momento basta con saber que fue un hombre con
una gran visión de lo que podía significar en realidad el progreso
tecnológico hace exactamente 150 años. La cuestión vino a mi mente
cuando hace pocos días mi mujer estaba ordenando su armario, una
monstruosidad –como la de todos los miembros de mi hogar- cuya
traducción directa e indiscutible es que resultaría del todo imposible
que cualquiera de nosotros repitiera indumentaria en cosa un mes, vista la
acumulación ingente de ropa que ocupa nuestro domicilio (y el de casi todos
nuestros conciudadanos, incluidas las llamadas clases bajas).
Sobre
todo si nos comparamos con nuestros abuelos o bisabuelos de principios
del siglo XX, cuyo fondo de armario consistía en eso, un fondo del que
solía verse el contrachapado, porque albergaba únicamente cuatro
o cinco piezas de ropa entre las de diario y las de las fiestas de guardar. Por
descontado, a mi abuelo, hombre contenido como pocos, le habría pasmado
ver que su adorado nieto podía tranquilamente mudar y mudar de ropa
cuantas veces quisiera y sin repetirse a lo largo de un número
indeterminado, pero elevadísimo, de días. Es más, le habría resultado
incomprensible que un vestuario novísimo guarde retén indefinido en el
armario por ser considerado aburrido, pasado de moda o inconveniente,
pese a no tener más de un par de años de existencia y un uso limitado a
unos pocos lavados. Sin contar con que hay ropa que todavía luce
etiqueta en el perchero, casi suplicando ser estrenada.
Tal
vez lo peor y más significativo de la paradoja que expondré no sea
eso, sino la profusión de artilugios con los que nos hemos ido
esclavizando en el hogar. En casa, para tres personas disponemos de tres
coches, tres televisiones, seis ordenadores, tres teléfonos de
sobremesa, tres equipos de música y más teléfonos móviles de los que
podríamos usar con ambas manos simultáneamente. Una foto bastante convencional de un hogar occidental. Y eso que somos una
familia de clase media de las de verdad, o sea tirando a la mediana
estadística nacional (es decir, al grupo más representado
socioeconómicamente).
Para
las generaciones que hemos vivido la expansión de la economía basada en
el consumo todo esto resulta de lo más natural hasta que nos damos
cuenta –si es que llegamos a ello tras un arduo proceso de reflexión- de
que vamos montados en una bicicleta (la economía) en la que lo único
que hacemos es pedalear como locos (consumir) porque a) nos han inducido
a ello de todas las formas posibles, incluida la subliminal, y b) si
paramos de pedalear, nos caemos de la bici y el tortazo es de los que no
olvidaremos nunca. Por tanto, toca consumir, de forma desenfrenada y
aberrante, y a eso nos hemos dedicado durante los últimos cincuenta o
sesenta años de esta historia que, mucho me temo, acabará más que mal,
porque pedaleamos y pedaleamos a) sin saber adónde vamos, y b) sin la
más remota idea de porqué lo hacemos. Es decir, consumimos porque está
en el orden del día, y ay de quien ose desmarcarse, porque entonces es un
radical de izquierdas que pretende destruir la civilización occidental y volver a los soviets,
etcétera.
Y es
que, finalmente, los poderes casi maléficos que nos gobiernan han conseguido
que confundamos el confort con la acumulación de gadgets y símbolos de
estatus, sin que caigamos en la cuenta de que a) cuando una inmensa
mayoría tiene esos símbolos de estatus, es que ya no son representativos
de estatus alguno, y b) tanto acopio nos crea un montón de esclavitudes
nuevas, que digo yo estarán pensadas para ocupar el inmenso y
aburridísimo tiempo libre que tenemos en general para comernos el tarro,
los unos; y para sufrir diversas manifestaciones de neurosis y otras
pandemias psiquiátricas, los otros. Con lo fácil que era todo cuando nos
limitábamos a luchar para sobrevivir un día más.
En
fin, sarcasmos (más que merecidos) aparte, la cuestión subyacente consiste en que lo que
los economistas adocenados llaman eufemísticamente “desarrollo” no es
más que consumismo vendido por charlatanes de feria. Que el desarrollo
de las sociedades necesita tecnología es cierto, pero no esta
invasión abusiva de tecnología orientada exclusivamente al consumo.
Llamar desarrollo al consumismo feroz es totalmente equivalente a
denominar nutrición al hecho de atiborrarse de hamburguesas, por poner
un ejemplo al alcance de los más lerdos. Si uno quiere ponerse hasta las
jambas de BigMacs está en todo su derecho, pero eso no es equivalente a
una nutrición equilibrada. Y dudo mucho que sea finalmente una
actividad gozosa, como tampoco lo es la compra compulsiva, por mucho que
nuestras anoréxicas blogueras de moda insistan en que se trata de una
opción sumamente terapeútica (sin comentarios, salvo uno: internet también ha representado, por enésima vez en la historia de la humanidad, el contundente triunfo de la idiocia sobre la inteligencia).
Siempre
me he considerado un admirador decidido del progreso tecnológico, pero
no de éste tipo de pseudoprogreso que nos venden como si fuera una pócima milagrosa. Y aquí viene la
justificación inicial de la mención al señor Jevons, el cual alcanzó la
celebridad en los círculos entendidos por su “paradoja de Jevons”,
mediante la que afirmaba ya a mediados del siglo XIX que, a medida que la
tecnología aumenta la eficiencia con que se usa un recurso, se observa
más un aumento del uso de dicho recurso que una disminución. Es decir, y
poniendo la cuestión al día, resulta que la mejor eficiencia
tecnológica se traduce en una disminución del impacto ambiental y
energético por unidad fabricada, pero que dicha disminución se ve
sistemáticamente anulada por la multiplicación exponencial del número de
unidades consumidas. O sea, que la eficiencia tecnológica no sirve en
absoluto para mejorar la preocupante condición ambiental y energética del planeta,
sino todo lo contrario, debido a que el consumo de los recursos
planetarios se dispara de forma hiperbólica. Un argumento que, por
cierto, es patrimonio de los militantes del cada vez más numeroso
movimiento por el decrecimiento, que no son una pandilla de iluminados
como algunos neoliberales sugieren, sino gente de gran trayectoria y
calado ideológico. En clave didáctica y para profundizar en el tema, es recomendable leer a Serge
Latouche antes de criticar frívolamente a los partidarios del decrecimiento (que, por otra parte, también están en contra del llamado "desarrollo sostenible", por entender que ese postulado es una contradicción en sus propios términos).
Como
ejemplo valga el botón de la tecnología de comunicaciones móviles: el
incremento de la eficiencia tecnológica introducida por Apple, Samsung y
otros muchos fabricantes se ha traducido en un abaratamiento de los
costes de producción y venta de terminales, pero en términos de balance
medioambiental y de recursos, eso está resultando un desastre para la
Tierra si la entendemos como un ecosistema global. Compramos móviles cada vez
más sofisticados y cada vez más baratos (como antes sucedió con los
ordenadores personales), pero el impacto de esas mejoras sobre el mundo
deja mucho que desear en términos de sostenibilidad, pues cada vez hay miles de millones de teléfonos móviles que requieren ingentes cantidades de materiales no precisamente abundantes y que después, vista su escasa duración, están generando una enorme montaña de basura tecnológica. Valga la reflexión sobre aquel viejo teléfono de baquelita que duraba toda la vida de nuetros abuelos e incluso de nuestros padres, mientras que la vida media de un terminal móvil actual es de alrededor de un año. Nos hacen la vida
más cómoda, pero al precio de que las generaciones futuras las pasarán
muy moradas por nuestros devaneos consumistas sin demasiado sentido.
Estamos dejando que la marea del consumismo crezca y crezca, y acabará
arrasando nuestras playas del supuesto confort y el falso desarrollo.
Pues
a fin de cuentas, la pregunta que debemos hacernos todos, de ahora en
adelante, es la de aquellos que se plantean si producir más es crecer (el dogma neoliberal por antonomasia), o eso es
una falacia inventada para mantener pedaleando la bicicleta con la que
tiramos del carro de los megamillonarios mientras nos uncimos más y más al yugo de la esclavitud consumista. Si estamos convencidos de esa
falacia, nuestra apuesta es la de aprender a vivir mejor con menos (otro de los lemas del
decrecimiento). O como decía Gandhi: “vivir simplemente para que otros
puedan simplemente vivir”.
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