jueves, 12 de mayo de 2016

El móvil y la vulnerabilidad

Cuando hace 65 millones de años un meteorito gigantesco se empotró en el Yucatán, causó una hecatombe ecológica de dimensiones colosales, provocando la extinción de las formas de vida dominantes durante más de 150 millones de años: los dinosaurios. Sin embargo, la catástrofe no afectó a formas de vida más sencillas, como los pequeños protomamíferos de la época, que rápidamente proliferaron para ocupar los nichos que dejaron vacíos los hasta entonces reyes del planeta. Y así hasta la actualidad. La suposición más verosímil es que las formas de vida más grandes, complejas y organizadas fueron más vulnerables ante un cambio drástico de las condiciones del ecosistema terráqueo, y que las formas más sencillas o con un menor grado de autoorganización y complejidad eran (y son actualmente) mucho más resistentes ante variaciones drásticas del entorno.
 Ese argumento es válido hoy en día, por supuesto, hasta el punto de que ante una catástrofe extintiva como las que ha padecido la Tierra en ocasiones anteriores, casi con toda certeza sobrevivirían casi todos los microorganismos, muchas plantas de escaso porte y fácil reproducción y los artrópodos. En resumen, a mayor tamaño y complejidad, mayor es la vulnerabilidad de los sistemas biológicos ante fenómenos catastróficos imprevistos. La excepción son aquellos entes biológicos complejos pero descentralizados y autónomos, como las colonias de hormigas, donde el conjunto es un superorganismo formado por individuos independientes, en cuyo caso, la destrucción de una gran parte de sus miembros no impide la reconstrucción de la colonia (salvo que fallezcan todas las posibles reinas). Ya dicen los biólogos que en la próxima extinción masiva, las hormigas, las cucarachas, y posiblemente las ratas, heredarán la Tierra.
 Los sistemas biológicos más complejos son más vulnerables porque dependen de muchos factores cruzados para su supervivencia. Es decir, cuanto mayor es la complejidad, existen más variables que pueden fallar o ser vulnerables ante un ataque externo no previsto. De modo que un sistema muy complejo, para ser viable a largo plazo, necesita incorporar lo que técnicamente se denomina redundancia para evitar colapsos que impidan no ya su normal funcionamiento, sino la viabilidad del propio sistema. La naturaleza, en general, es poco redundante, porque la redundancia es muy cara en términos evolutivos. Además, la evolución es ciega y no tiene preferencias, de modo que no se “preocupa” por el futuro, en el sentido de que ningún ente evolutivo se dedica a hacer predicciones sobre el mañana para anticiparse a posibles problemas de sus sistemas de funcionamiento. Por eso los mamíferos tenemos solamente algunos órganos redundantes (pulmones, riñones, testículos), pero para los más vitales no tenemos recambio alguno.
 Cuando allá por los años noventa la industria automovilística se propuso implantar sistemas de dirección electrónica de los coches, se encontró con que los volantes electrónicos eran mucho menos fiables que los sistemas de dirección tradicionales, mecánicos. La conclusión a la que llegaron es que necesitaban circuitos redundantes para garantizar que en una curva no se saliese el vehículo del carril por un fallo del sistema de dirección electrónico. Y eso salía mucho más caro, de modo que se abandonó la idea en espera de tiempos mejores. La conclusión es que los sistemas mecánicos son mucho más fiables que los electrónicos por dos motivos: sencillez y robustez. Una dirección de cremallera puede fallar, pero por muy pocos motivos y todos realmente poco probables, salvo en caso de colisión. Un sistema eléctrico, en cambio, puede fallar en uno o varios de sus múltiples componentes y no solo por un accidente externo, sino también por un fallo impredecible del propio sistema.
 Por eso los instrumentos electrónicos son más caros, más complejos, exigen más mantenimiento y tienen mucha menor durabilidad que los mecánicos. Por ejemplo, una máquina de escribir de las de toda la vida aún funciona con toda certeza. En cambio, una máquina de escribir electrónica es un artilugio que en pocos años tendrá averías de toda índole, por muy buenos que sean sus componentes, aunque suprimamos de raíz la obsolescencia programada.  Igual ocurre con la telefonía: raro es el terminal clásico que no funcione, y aún podemos encontrar teléfonos de baquelita de cuando nuestras abuelas festejaban que funcionan perfectamente. En cambio un teléfono celular, por muy bien cuidado que esté, se averiará como mucho en cinco o diez años. Los ejemplos se pueden multiplicar para abarcar casi cualquier campo en el que la electrónica haya sustituido a la mecánica.
 Las telecomunicaciones son especialmente interesantes en lo que respecta a complejidad, redundancia y vulnerabilidad. Yo siempre he optado por la redundancia casera: cuando salgo de viaje siempre llevo dos móviles por si uno de ellos se estropea, cosa que suele suceder con más frecuencia de lo que uno imagina. Cuanto más sofisticado es un celular, más fácilmente da problemas a corto plazo. Cuanto más complejo es su diseño y más aplicaciones puede integrar, más corremos el riesgo de tener problemas. Es una cuestión puramente estadística y también de lógica de la abuela, pues cuantos más huevos pones en la cesta, peor será la catástrofe si tropiezas. La tecnología es muy interesante, pero significa asumir muchos riesgos, algunos muy poco valorados y mencionados. Con los teléfonos móviles, hoy en día, no sólo puedes llamar y recibir mensajes, sino efectuar compras y ventas de cualquier producto imaginable, efectuar transferencias y operaciones bancarias complejas, e incluso pagar en establecimientos comerciales, o controlar los electrodomésticos de casa; así como abrir y cerrar puertas o arrancar el coche. Tamaña concentración de funcionalidades puede ser muy cómoda, pero nos crea una situación de vulnerabilidad extrema. Nos fragiliza hasta el punto de que si se nos funde el móvil, podemos quedarnos absolutamente inoperantes como seres humanos de la sociedad occidental. Cuanto más operativo es nuestro móvil, más vulnerables somos a una avería. Lo cual no es que sea malo, es que es cataclísmico.
 Allá por los años sesenta, los científicos e ingenieros que trabajaban en programas nucleares, descubrieron, más pasmados que otra cosa, que una explosión nuclear de poca potencia pero a gran altitud en la atmósfera provoca un pulso electromagnético capaz de fundir cualquier circuito eléctrico o electrónico no especialmente protegido en miles de kilómetros a la redonda. Una explosión como la de Hiroshima a cuatrocientos kilómetros de altitud puede quemar literalmente todos los sistemas electrónicos de un continente (para una exposición muy didáctica y completa de este fenómeno, véase el enlace http://lapizarradeyuri.blogspot.com.es/2010/01/el-haarp-y-la-bomba-del-arco-iris-como.html)y retrotraernos en pocos minutos a los albores del siglo XX. Tampoco es que haga falta algo tan extremo: una tormenta solar especialmente potente puede crear graves problemas en el hemisferio que reciba de lleno las radiaciones ionizantes expulsadas por el Sol.
 La sociedad occidental se ha vuelto muy incauta en lo que a estos asuntos se refiere. Confiamos excesivamente en que el sistema, globalmente considerado, no puede fallar. Pero resulta terrorífico descubrir que la protección máxima y la redundancia de los sistemas sólo se da en las instalaciones militares y en las consideradas estratégicas para la seguridad nacional de cada país. Las grandes compañías de telefonía móvil tienen sus servicios fundamentales protegidos, pero no los referentes a las comunicaciones generales. Las antenas de telefonía celular que proliferan en nuestros tejados están totalmente indefensas ante un pulso electromagnético de gran altitud, y eso puedo provocarlo un país tan menospreciado como Corea del Norte con su tecnología actual, así que tal vez va siendo hora de que tengamos presente que todo cuanto tenemos en la nube y todo cuanto confiamos a la funcionalidad de nuestro teléfono móvil sin tener un respaldo no electrónico de esos datos  se puede volatilizar en un momento por causas naturales o artificiales, y lo que es peor, ser totalmente irrecuperable.
 Nos hemos encomendado a la tecnología, lo cual está muy bien, pero lo hemos hecho elevándonos cada vez más alto y sin paracaídas, lo que constituye, más que una temeridad, un suicidio programado a medio plazo. Yo, que ustedes, empezaría pedir a las compañías de telecomunicaciones y de electrónica en general que se pongan manos a la obra para crear sistemas redundantes y protegidos frente a fenómenos impredecibles, en lugar de atiborrarnos con aplicaciones que nos dan mucha comodidad pero que al mismo tiempo nos generan muchísima dependencia. Porque los cisnes negros existen, y cuando avistemos a éste ya será demasiado tarde para evitar la extinción de nuestra ultramoderna sociedad. 
Mientras tanto, seguiré llevando dos móviles a todas partes. Y confiándoles el menor número de funcionalidades posibles. Llámenme retrógrado si quieren.

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