jueves, 14 de abril de 2016

Conde

Mario Conde otra vez. Parece que la historia está condenada a repetirse en cada ciclo político, poniendo de manifiesto que los escenarios pueden variar, pero los guiones siguen siendo los mismos. Y algunos de los actores, empeñados en repetir cartel. Lo cierto es que, con independencia de los circunstancias puntuales del momento, los roles asumidos por los distintos estamentos político-económicos no se modifican sustancialmente por muchos años que pasen y por más escándalos que se aireen.
 La conclusión, desalentadora, es que la fenomenología de la inmoralidad pública y privada es invariable y consustancial a la democracia. La única ventaja de que gozamos hoy en día es que las cosas se ventilan públicamente en los medios de comunicación, y que podemos opinar sobre ellas libremente sin temor a que la policía política se persone en nuestro domicilio a altas horas de la madrugada. Pero esa mayor transparencia informativa no se traduce en un cambio profundo de la manera de entender la política y sus implicaciones en la economía. Y no tiene visos de variar significativamente en el futuro, próximo o lejano.
 Cualquier interesado en la historia de las democracias occidentales puede constatar que la corrupción es casi un paradigma inherente a la democracia, y que las herramientas para luchar contra ella nunca han sido suficientemente efectivas como para hacer desistir de las prácticas ilícitas a los avispados que siempre meten cuchara en el cazo común. Y es que también parece un paradigma de cualquier sociedad –con independencia del régimen político que la corone- que el ansia de poder crea fuertes alianzas entre los gestores de lo público y el mundo económico, no sólo para favorecer los intereses globales de unos y de otros, sino para el enriquecimiento personal  a cualquier precio.
 Donde el precio lo fijan los muchos bufetes especializados en la evasión de capitales y de impuestos (tanto da que se trate de evasiones legales como que no, pues lo fundamental –ya aludido en la anterior entrada de este blog- es la moralidad de las actuaciones en relación con el resto de la ciudadanía). En este sentido, las andanzas del señor Conde no son más censurables que las de cualquier otro. Lo que sucede es que a Conde lo tienen enfilado, y a otros no (por el momento). Y es que la búsqueda de responsables de delitos económicos tiene un clarísimo componente político, en el que la agenda del gobernante se rige por criterios de dosificación extraordinariamente calculados y complejos. No hace falta ser un conspiranoico convencido para suponer que el recientísimo castigo al expresidente Aznar por unas irregularidades en la gestión impositiva, aireadas por el propio ministro Montoro, son una manera de ejemplificar que el interés electoral del momento aconsejaba poner patas arriba las finanzas del presidente de honor del PP a fin de dar una imagen de imparcialidad y transparencia de la Agencia Tributaria (que nadie ha discutido nunca) y de los políticos que la dirigen y manipulan (cosa mucho más cuestionable).
 Quiero decir que ahora le venía bien a Montoro y sus mayorales dar a entender que la Agencia Tributaria no hace distingos, aunque todos sabemos que no es así, como bien puso sobre el tapete la bochornosa conducta de los mismos implicados en el caso de la Infanta Cristina, a quien se ha querido exonerar de toda culpa fiscal al precio que fuera. Y eso fue así no por culpa de la Agencia Tributaria, como ya protestaron enérgicamente los órganos representativos de los inspectores de hacienda en su momento, sino porque en el caso de la infanta estaba en juego la estabilidad de la monarquía (es decir, todo el tinglado constitucional sobre el que se vertebra el estado), y en el caso de Aznar lo que está en juego es la credibilidad del PP en su lucha contra las irregularidades tributarias.
 Ejemplo nítido de doble moral (como casi cualquier asunto que pasa por las manos del ministro de hacienda en funciones) y de que, en realidad, el control del poder tiene muy poco de democrático, y aún menos de moralmente aceptable. Y es que el problema no es que aquí delinca mucha gente, sino que está profundamente enraizado en lo más hondo del sistema el principio de que cualquier medio vale para conseguir los objetivos de las élites gobernantes. Y que esos objetivos no tienen porqué atender a nobles finalidades de interés general, sino antes al contrario, a la conservación partidista e incremento de las cuotas de poder político y económico, en una guerra brutal y francamente sucia para el reparto de las porciones correspondientes al más puro estilo mafioso. La única diferencia es que con la mafia sabe uno a qué atenerse (a fin de cuentas son hombres de honor,  aunque su concepto del honor se desvíe bastante del comúnmente aceptado) mientras que con éstos que nos gobiernan nunca se sabe ni cuándo, ni dónde ni como nos van a dar la siguiente puñalada. Porque para ellos el honor y la moral son auténticos estorbos, minucias a las que merece la pena eludir (o al menos intentarlo) porque si lo consiguen el premio es demasiado sabroso como para dejarlo escapar.
 Así que cuando merece la pena arriesgarse para hacerse fabulosamente rico o increíblemente poderoso, la solución no pasa por endurecer el código penal, que ya tiene 616 artículos y es más largo e increíblemente más farragoso que el Antiguo Testamento (que ya es decir), sino por un cambio genuino en las percepciones individuales y colectivas sobre lo que es aceptable y lo que es moralmente reprobable. Y en ese sentido no vamos por buen camino, ni en España ni el resto del mundo occidental. También en ese sentido resulta comprensible el resurgir de una extrema derecha internacional con afán regeneracionista. A fin de cuentas su argumento simplificador pero no menos hiriente es que antes de las democracias podía haber corrupción, pero al menos la controlaba el dictador de turno y sólo beneficiaba a unos pocos (proporcionalmente), mientras que ahora parece como si el pastel económico fuera asaltado desde muchos y muy variados frentes, de forma que el saqueo de lo público se ha institucionalizado y generalizado de un modo inconcebible en el régimen anterior.
 La tarta económica ha crecido en los últimos cuarenta años, pero el número de ratones decididos a rapiñarla se ha incrementado exponencialmente. Y eso no es culpa de unas leyes laxas o de una justicia blanda. Al paso que vamos, en este país, que prohíbe constitucionalmente la cadena perpetua pero la sustituye por el eufemismo de la prisión permanente revisable (a saber cómo, por quien y en qué condiciones de arbitrariedad), me juego los restos a que podríamos institucionalizar la pena de muerte por delitos económicos y el número de casos de corrupción no descendería significativamente (del mismo modo que el progresivo endurecimiento de las leyes penales en USA no ha reducido la delincuencia en las calles). Y es que los problemas sociales no se resuelven con leyes penales (o al menos, no solamente con leyes penales). En un sistema político tan permeable como la democracia de partidos, con tantas fisuras y recovecos, siempre habrá espacio para los sinvergüenzas que, como Conde, no sólo se llevaron dinero a espuertas, sino que después se apresuran a dar lecciones de moral económica a través de todos los altavoces mediáticos de los que han dispuesto (léase Intereconomía, entre otros).
 Es ésta una táctica de todos los corruptos, la de ser quienes más chillan en pro de la moralidad pública (como Il Cavaliere en Italia) que suele rendir buenas rentas a quienes la practican -en el colmo del cinismo- arrojando sobre los demás las toneladas de estiércol que ellos mismos producen a diario sin el menor recato. Dime de qué presumes y te diré lo que te falta: el acervo popular casi siempre acierta en sus refranes, pero sin embargo  el ciudadano de a pie sigue cayendo una y otra vez en las redes de estos encantadores de serpientes que, como Conde, no contentos con el poder económico, pretenden auparse a hombros del electorado montando su propio partido político para tratar de obtener también una buena cuota de poder político que les haga inmunes a cualquier investigación sobre sus turbios negocios. Menos mal que esta jugada no le salió bien al bueno de Mario
 Y a todo esto, hoy, aniversario de la proclamación de la república, nos queda la duda de si otra articulación del estado hubiera servido en el pasado o sería de utilidad en el futuro para impedir  esta degeneración pública de la moral privada. Y ciertamente creo que no, porque el mal está enraizado muy hondo en nuestra concepción de la sociedad, a la que se ve más como un estorbo para el cumplimiento de las aspiraciones individuales que como un esfuerzo común para hacer un país mejor. En general, nos importa muy poco el daño colectivo que podamos causar si un acto en concreto nos reporta beneficios individuales que no es probable que sean castigados de inmediato. El sistema neoliberal será todo lo democrático que se quiera, pero la conjunción de pdoer, dinero e individualismo feroz conforma una tríada maléfica de la cual casi ninguna moralidad escapa indemne.
Por eso Mario Conde es el símbolo de la persistencia de unas actitudes que -soy pesimista- no desaparecerán en el futuro. Y como dice la sabiduría antigua: los pueblos que no aprenden de sus errores, están condenados a repetirlos.  O lo que es lo mismo, Conde tendrá muchos y muy variados herederos en el futuro, que continuarán haciendo de las suyas para nuestra vergüenza, y ustedes saben bien por qué. 

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