miércoles, 3 de febrero de 2016

Percepciones

La última encuesta de Transparencia Internacional muestra un vertiginoso descenso de España en el escalafón de la percepción de la corrupción. Dicho de otro modo, nuestro país se sitúa como uno de los más corruptos de la OCDE a nivel del sentir popular. No es de extrañar, dado el constante goteo de casos de corrupción  que continúan aflorando  en los medios de comunicación y que afectan, sobre todo, al PP, aunque el fenómeno es extensivo a casi todas las formaciones políticas.
 Sin embargo, hay que ser muy prudentes a la hora de las valoraciones, cosa en la que los medios no destacan precisamente por su cautela. La necesidad de titulares llamativos ha condicionado la información periodística en España de un modo muy sesgado y localista, dando mucha más importancia a la guerra de medios afines a uno u otro partido que a  la importancia objetiva de las noticias, en tanto que la publicación de datos sobre corrupción se ha convertido – a falta de un debate de alcance ideológico- en el arma preferida de unos y otros para asestar golpes al contrario.
 Resulta preocupante que unos –los políticos- no tengan más arsenal que el del cañoneo constante de la corrupción que afecta a los demás, mientras que otros –los medios- sólo usen un tipo de munición para sus portadas. El hecho de que el estrellato informativo resida en  numerosísimos casos de podredumbre  plantea una cuestión de fondo, relativa al peso real que pueda tener, en este momento, la corrupción en España, más allá de los intereses partidistas y de los dividendos empresariales. Un asunto que no es menor,  porque parece como si este fuera, sin lugar a dudas, un país donde todos practican el soborno, el cohecho y la malversación a destajo. Sobre todo en relación a otros países de nuestro entorno.  
 Sin cuestionar el más que factible déficit de garantías que la relativamente joven democracia hispana ofrece frente a determinados tipos de delincuencia de guante blanco, más por falta de una pedagogía activa que de medidas presuntamente coactivas  (a lo que no es ajeno un cierto sentido admirativo de gran parte de la población hacia  la capacidad de ciertos individuos para torear fraudulentamente a ese ente ominoso al que atribuyen todos los males, llamado Estado), tenemos la obligación de poner cierto acento en cuestiones metodológicas de todo este tipo de encuestas, en las que evidentemente, la calificación de la “percepción” pasa completamente desapercibida para la gran mayoría. En definitiva, es cierto que una parte notable de la sociedad civil española contemporánea se parece extraordinariamente a esos fundamentalistas republicanos yanquis que ven al Estado como un enemigo a combatir con todas sus fuerzas, sin excluir la evasión fiscal y el uso masivo del dinero negro y el favoritismo como fuente de privilegios económicos; pero no obstante, hay que ser muy cuidadosos con los componentes subjetivos de tales apreciaciones.
 La percepción es siempre un fenómeno subjetivo. Sin necesidad de ahondar en cuestiones metafísicas o filosóficas, percibir no es lo mismo que constatar, y todavía es mucho menos sólido que probar. Por tanto, la corrupción puede estar en la mente de todos y ser simplemente una especie de espejismo colectivo, una moda interesada o una distracción de otros asuntos más importantes pero menos llamativos. Evidentemente, no estoy afirmando semejante cosa (al menos taxativamente), pero sí me permito insinuar que un cierto componente de todos eso factores es más que plausible que exista. Por otra parte, tenemos una evidencia histórica: en todas las épocas, en todos los países, y bajo todos los regímenes, la corrupción ha existido, y lo ha hecho siempre de forma proporcional al poder que una parte de la ciudadanía ha podido acumular respecto al total de la población. Diversos estudios recientes nos muestran que el fenómeno de la corrupción se halla extendidísimo en el Reino Unido y otros países anglosajones, sin que la percepción de los británicos al respecto sea equiparable a la española. No así en USA, donde una parte sustancial de la población ve a Washington como la fuente de todos sus males y madre de todas las corrupciones. No deben andar muy equivocados al respecto, pues cuanto más poder acumula una minoría, más posibilidades hay de que exista corrupción en su seno.
 Las noticias desde Bruselas no son más alentadoras. La corrupción moral del aparato burocrático de la UE parece ser prodigiosa, a la vista de los también numerosos estudios independientes al respecto. Sin embargo, es en España, y en general en los países de la ribera sur europea, donde la percepción de la corrupción es más alta, y me temo que esa es una cuestión sumamente engañosa y que habría que poner en sus justos términos. De entrada, hay que empezar por valorar un conjunto de factores que impiden que los observatorios sobre la corrupción sean realmente objetivos, porque las percepciones de un mismo asunto en uno y otro país pueden tener sesgos muy diferentes. Veamos porqué.
 En primer lugar, hay un factor de ingenuidad que no puede desdeñarse. La democracia española es joven y la ingenuidad política de los ciudadanos españoles es comparable a la de un adolescente virgen. Ya sabemos que la ingenuidad traicionada tiene efectos devastadores en las personas. Sucede lo mismo con los colectivos: las mayores animadversiones y fundamentalismos surgen de un exceso de ilusiones frustradas. Y en esto los hispanos somos especialistas.
 A continuación, tenemos el factor sigilo, que no es tan obvio ni mucho menos. Los para nosotros silenciosos y aburridos escandinavos son gente de pocas palabras y aún menos gestos. Viven en una especie de aislamiento absolutamente opuesto a la expansividad mediterránea. Cada cosa tiene sus ventajas, pero la nuestra no es la de saber mantener un secreto. Y delinquir exige un nivel de secretismo sin parangón.  Aquí vamos de bocazas para arriba, y además de bocazas presuntuosos. Una de las máximas del outsider es la de no destacar bajo ningún concepto, aquí acabamos presumiendo de todo, como ese inspector de hacienda, hoy cesado, que tenía la desfachatez de presentarse en su oficina en la delegación de hacienda de Barcelona conduciendo un flamante Porsche 911.  La discreción es el lema profesional del delincuente, y aquí eso desconocemos lo que es, lo cual favorece mucho el clima de percepción de la corrupción que en otros países no se da.
 Por otra parte, tenemos aspectos relativos al sentido práctico de una sociedad en concreto. Un sentido práctico que puede llevarnos al cinismo más descarado, al estilo de los personajes de James Bond, que pese a ser de ficción, reflejan un modo de ser bastante extendido en las culturas anglosajonas. Eso tan manido y denostado, pero tan vigente, de que el fin justifica los medios. Si le sumamos el feroz individualismo de la cultura anglosajona (que favorece a su vez el secretismo respecto al modus vivendi) y la ferocidad de la doctrina económica neoliberal, tendremos los ingredientes necesarios para que la sociedad civil esté relativamente anestesiada ante muchos casos de corrupción (que se dan por hechos), ya que la línea que separa lo moralmente aceptable de lo reprobable es más difusa allí que aquí, que dibujamos con carboncillo grueso. Otras sociedades, por el contrario, son tan opresivas y dictatoriales, que no hay percepción de la corrupción que valga. Sólo así se explica que en Singapur, Hong Kong, los Emiratos Árabes Unidos o Qatar, la precepción de la corrupción sea menor que en España. ¿De qué percepción me hablan, si no hay manera de hacer una valoración libre –y mucho menos de expresarla- sin que uno se pueda meter en serios problemas por ello?
 Un aspecto más, bastante esencial en estas cuestiones, es el nivel de acostumbramiento de la sociedad civil a algún determinado tipo de corrupción. En conexión con el argumento anterior, una sociedad acostumbrada a la corrupción, como la italiana desde la fundación de su estado, es una sociedad que no la valora de forma tan alarmante como la española. Los italianos no se escandalizan de lo que allí sucede en la misma medida que aquí, porque salvo notables excepciones, todo el mundo asume la existencia de un estado dentro del estado. Un estado paralelo que funciona a base de mafias, logias, nepotismo y contratos públicos en manos de empresas de dudosa higiene moral. Cuando todo el mundo asume esto, el tufo de la podredumbre se va diluyendo como un azucarillo en un vaso de agua caliente. Mejor dicho, la corrupción se percibe, pero se asume como un elemento más del sistema social y político, y no hay que darle más vueltas. Es inherente al sistema, consustancial con él.
 Finalmente, tenemos un problema de apreciación de las proporciones. ¿Qué es peor, una corrupción difusa y de baja intensidad pero extendida como una mancha de aceite, o una corrupción abusiva ultraconcentrada en unos reducidos grupos de poder casi omnímodo? Dicho de otro modo, ¿qué es peor, el choriceo de las tarjetas black repartidas a mansalva o la aparatosa burrada del 2008 que arruinó a gran parte del sector bancario norteamericano y a sus accionistas e inversores? La cuestión puede no ser pacífica, pero está claro que tenemos que delimitar si preferimos una corrupción de baja intensidad pero muy extendida, o una corrupción de alta intensidad pero muy concentrada. Puede sonar demagógico, pero yo prefiero la primera, por la sencilla razón de que es mucho más fácil poner al descubierto la primera que la segunda. La explicación es clara: cuantos más implicados hay en un caso de corrupción, más fácil es que alguien se vaya de la lengua o meta el remo hasta la empuñadura. Así que es más fácil desentrañar un caso de corrupción extendida (como los que tenemos en el PP), que un caso de corrupción concentrada y alimentada por el secretismo (como los que manejan las diversas mafias italoamericanas o del bloque del este). No deja de ser significativo que en España nunca haya surgido una organización mafiosa realmente potente e imbricada con el aparato estatal.
Que Estados Unidos ocupe el puesto 16 en la percepción de la corrupción, y que España esté en el 36  sería hilarante si no fuera por las conclusiones precipitadas que se sacan de la manga algunos presuntos analistas de vía estrecha. Porque los Estados Unidos son la sede y la fuente de las mayores organizaciones criminales del mundo, junto con las procedentes de la extinta Unión Soviética, y sin embargo, sus ciudadanos no parecen ser  muy conscientes de ello, a tenor de los resultados de la encuesta del 2015. Ver muchas películas del FBI, de la DEA y de las diversas organizaciones policiales americanas a lo mejor puede influir en la percepción ciudadana de la limpieza política y administrativa de los Estados Unidos, pero lo esencial es comprender que las grandes organizaciones criminales no pueden existir sin una profunda interpenetración en el tejido del estado, es decir, sin corrupción de alto nivel y de amplio alcance. Y sin embargo, ahí tenemos los datos: los españoles flagelándonos y los yanquis viviendo, al parecer, a las puertas del paraíso de la incorruptibilidad.

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