jueves, 18 de febrero de 2016

El bien, el mal y los sindicatos

Aunque el bien y el mal parecen términos absolutos, la tozuda realidad nos pone de manifiesto que no es así. Sin pretender caer en el relativismo moral que tan dañino ha resultado en manos de un cierto sector de la izquierda, ni en la tan manida supeditación de los fines a los medios que se cuece en todos los gabinetes de la derecha neoliberal, es fundamental que sepamos discernir no tanto entre el bien y el mal como verdades filosóficas supremas e indiscutibles, sino entre las diversas categorías del bien y del mal que en ocasiones colisionan entre sí y que tenemos la obligación de debatir colectivamente. Entre el laissez fer del relativismo moral y el fundamentalismo rigorista (muchas veces dominado por criterios religiosos) existe un amplio abanico de posibilidades que suelen resultar muy incómodas de manejar, pero no por ello podemos obviarlas.
 
Como se ha visto en la –para mí- excelente quinta temporada de Homeland, el debate sobre el bien y el mal no es sencillo en absoluto, sobre todo cuando colisionan dos principios éticos universalmente aceptados por las sociedades democráticas. ¿Puede la prioridad de la libertad de información poner en riesgo la seguridad de la ciudadanía? O por el contrario ¿la seguridad pública puede prevalecer siempre sobre la libertad de información? Casos como el de Wikileaks  ponen de manifiesto que el debate ético sobre estas cuestiones no es precisamente sencillo, por mucho que pretendamos alinearnos con una u otra postura. Los defensores de la libertad de información alegan que de este modo se puede controlar la actuación de los poderes públicos, que muchas veces tienden a desviarse de los principios constitucionales establecidos con la justificación de salvaguardar la seguridad nacional. Por otra parte, las agencias  policiales y de inteligencia arguyen que, dadas las características de la guerra moderna –aunque se la denomine terrorismo internacional- es preciso el máximo de sigilo y la utilización de operaciones encubiertas para detener al enemigo antes de que planifique y cometa un ataque contra objetivos occidentales, la mayor parte de las veces civiles.
 
El problema (y en esto Homeland traza con maestría un dibujo exactísimo sobre las contradicciones de las operaciones de inteligencia) es que en una situación de guerra declarada, muchos de los derechos fundamentales de la ciudadanía se encuentran suspendidos y todo el mundo lo encuentra  de lo más normal y justificable; pero cuando se trata de una guerra larvada, no declarada o cuyos límites son muy difusos, la suspensión de hecho de determinadas libertades civiles es percibida como una agresión en toda regla al estado de derecho. La cuestión es sumamente controvertida y no tiene una sola respuesta. En la actualidad, la línea entre el bien y el mal absolutos es muy larga, y se encuentra salpicada de muchos puntos intermedios en los que nada es de un color puro, sino un turbio mejunje de luces y sombras. Existe una gama casi infinita de tonalidades, desde el blanco luminoso hasta el más opaco de los negros, en muchas de las cuales la toma de decisiones puede resultar muy complicada y casi siempre insatisfactoria, porque unos u otros derechos se verán perjudicados irremediablemente.
 
Pasando ahora de la ficción televisiva a la realidad del presente, nos encontramos con muchas situaciones en las que el dilema moral es notorio, persistente y difícilmente resoluble en términos de soluciones exactas.  Por más que a muchos les guste el inicial tremendismo de Podemos, lo cierto es que -salvo que se plantee una revolución sangrienta- los cauces por los que discurre la sociedad civil en su conjunto son más estrechos que el caudal que quiere capitalizar Podemos. Es decir, las estrategias maximalistas no caben sin romper todas las contenciones; o lo que es lo mismo, sin provocar un desbordamiento total del sistema (lo cual no parece estar en la mente de la mayoría ciudadana). En resumen, los cambios son necesarios, pero sin derrumbar todo el edificio socio-económico, porque tal como está estructurada la sociedad actual, no seríamos capaces de comenzar a reconstruirla desde cero. Por eso se impone un cierto pragmatismo político: los cambios efectivos se efectúan de forma gradual y convincente, y no como si se tratara de la toma de la Bastilla y la decapitación del Ancien Régime.
 
En paralelo, la actuación sindical en estos momentos parece resucitar  unos viejos patrones de lucha hoy decrépitos, precisamente por la tremenda interconexión de todas las piezas sociales y el efecto dominó que determinadas decisiones puedan tener en otros sectores de la población. Algo de esto estamos viendo estos días en Barcelona, donde los sindicatos del transporte público se han puesto todos a una en pie de huelga para aprovechar el tirón mediático y la presión sobre las autoridades que comportaría el bloqueo del World Mobile Congress de Barcelona, a celebrar la semana que viene. Es cierto que los sindicatos procuran aprovechar una situación ventajosa para forzar la negociación de mejoras salariales y de las condiciones de trabajo; pero no es menos cierto que la inmensa mayoría de la población ve con horror y estupefacción el coste que tendría para Barcelona que el Mobile se viera afectado de lleno por una huelga de transporte público. Y sobre todo, por el coste futuro no inmediato, seguramente en forma de anulación de contratos para futuras convocatorias del congreso.
 
Así que la presión de un colectivo puede significar no sólo grandes molestias para toda la ciudadanía (cosa que ya se ha debatido muchas veces con ocasión de otras huelgas del transporte), sino la pérdida de muchísimos puestos de trabajo y recursos económicos que, justo en este momento, Barcelona no puede permitirse el lujo de desperdiciar. Y sin embargo, si las autoridades ceden a la presión sindical, crearán un precedente que se replicará año tras año, convirtiéndose en un chantaje de un colectivo menor sobre todo el futuro del conjunto de la población barcelonesa. Cuestión ésta difícilmente resoluble apelando a la mera matemática o las libertades civiles. Es una cuestión de mayorías y minorías, y de cómo afectan éstas (cuando pueden comportarse como un cártel) a la vida de la mayoría. Y de lo fácil que es pasar de defender los derechos sindicales a tener como rehén a toda una ciudad, lo cual parece inadmisible desde todos los puntos de vista externos.
 
Y sin embargo la cuestión perenne es cómo conciliar  las aspiraciones contrapuestas de todos los sectores involucrados Obviamente, la palabra clave es la negociación, pero en muchos casos lo curioso del asunto es que negociar (en el sentido estricto del término) sólo puede quien tiene la sartén por el mango,  aunque sea parcialmente. El problema es que la inmensa mayoría de la ciudadanía está dentro de la sartén y sin capacidad para manejarla, de lo cual deben encargarse las autoridades municipales, que padecen uno de esos dilemas tan traumáticos para la izquierda cuando se ve en la tesitura de tener que gobernar para todos, sin contentar a nadie al cien por cien.
 
No se trata ya de establecer unos servicios mínimos, ni de acotar el derecho de huelga en sectores estratégicos, sino de cómo arbitrar la libertad sindical sin que se convierta en un chantaje permanente o quede vacía de contenido. Y en mundo globalizado como el actual, donde todo interactúa con casi todo lo demás, parece bastante obvio que los conceptos de lucha sindical y negociación colectiva deben reformularse de una forma mucho más amplia, porque de lo que se trata no es de conseguir determinadas mejoras para un grupo específico de trabajadores, sino de que las mejoras que se obtengan tengan repercusión en toda la ciudadanía, y no a costa de futuras pérdidas para otros sectores. Hay que romper la dinámica del juego de suma cero, en el que lo que ganan unos lo pierden los otros, porque eso favorece el sectarismo, la insolidaridad y la división de la sociedad.
 
En una sociedad global, las luchas sectoriales van a tener que reconducirse más pronto que tarde, porque ahora es más cierto que nunca que la interconexión de todos con todos nos afecta de una forma que no habíamos podido imaginar hace unas pocas décadas. Por ese mismo motivo, los cambios políticos no pueden tener lugar en un solo país, al estilo de lo propugnado por Syriza en Grecia o Podemos en España, sino que tiene que ser fruto de una acción concertada para la cual no valen pronunciamientos localistas que sólo acaban perjudicando a quien se sale del marco establecido. Por el mismo motivo, el marco tiene que ser adaptable para dar cabida al mayor caudal ciudadano posible, y eso sólo es posible desde una perspectiva muy abierta. La que no suelen tener ni políticos ni sindicatos.

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