miércoles, 10 de febrero de 2016

Titiritando

Este país se mueve –como siempre- entre la inoperancia y la precipitación. O, en lo que viene a ser lo mismo, entre una absoluta pasividad y una agresiva sobrerreacción ante cualquier evento más o menos relevante. De la reflexión pausada, el análisis ponderado y las decisiones meditadas, ni se sabe nada ni se las espera por estos lares. Es triste que la población en general sea así, pero aún peor resulta que las instancias que nos gobiernan tampoco eludan participar de esa idiosincrasia cataclísmica, que lo mismo nos deja paralizados que nos pone las neuronas a cien, anfetamínicas perdidas. A eso ayuda mucho el jaleo mediático permanente en el que nos movemos, muy poco proclive a la valoración en frío de los hechos. Titulares, titulares, y cuanto más escabrosos y mordaces sean, mejor.
 A los ibéricos parece que sólo nos vale oscilar entre el sanchopancismo inculto y pelagatos y el quijotismo histriónico y delirante, y así va que no nos toman en serio ni por casualidad, pues nos tienen por nación bipolar, estirpe de exaltados irreflexivos que alternan su fase maníaca con un pasotismo insuperable según se tercie. El último, pero no el menor, de los ejemplos, nos viene con la escandalera mediático-judicial a cuento de los titiriteros de Madrid y su sumarísimo encarcelamiento. Lo cual me viene a recordar los viejos tiempos de Els Joglars, cuando el ínclito e indescriptible Boadella tenía que huir del hospital en el que se encontraba bajo custodia policial para responder en consejo de guerra de su obra de teatro La Torna, que tanto ofendió al estamento militar (post)franquista. Así que no sé si retornamos a los viejos tiempos preconstitucionales, circunstancia que tal vez nos podría aclarar el mismísimo Boadella, que como padrino in pectore de Ciudadanos, tendría que salir a la palestra de inmediato para explicar si apoya o no la versión de su jefe de filas, Albert Rivera, quien afirma más o menos que “todos a la cárcel” por apología del terrorismo.
 Aquí, además de atontados o atolondrados, siempre juzgamos sin tener una versión completa de los hechos. Nos conformamos con que nos la faciliten, masticada y predigerida, quienes disponen de la panoplia de columnas de opinión con la que nos agreden/manipulan/insultan a diario desde casi todos los ángulos. Así que “La Bruja y don Cristóbal” se ha convertido en el eje de la polémica mediática de la semana, hasta que el próximo Armagedón climático, político, militar o económico, la desplace al rincón del olvido. Sin embargo, más allá de la anécdota, la cuestión de fondo no es menor, porque lo que  se debate ahí es el límite de la libertad de expresión, y eso me parece sagrado, porque es el único vestigio de libertad real de que goza el Homo Occidentalis, después de tanta norma constitucional tan bellamente redactada como vacía de efectividad.
 Yo no he visto la obra, como la inmensa mayoría de los que se han dedicado a opinar sobre el asunto, pero he procurado documentarme antes de ponerme a escribir estas líneas. La verdad es que, resumiendo, parece que La Bruja y don Cristobal es una puesta al idea rabiosamente antisistema del viejo esquema del teatro de polichinelas para adultos, caracterizado por su humor ácido, sarcástico y totalmente corrosivo e irreverente con las instituciones.  Me puede parecer delirante, de mal gusto o incluso de una tosquedad maniquea deprimente, pero sólo hay una cosa obvia: es teatro para adultos. Así que, como dudo que nadie pretendiera endosarle al público infantil un susto de muerte y dejar los niños catatónicos, asumo que se trató de un error (grave) de programación, aunque también recuerdo de mi infancia que en el teatro de marionetas se repartían más hostias que en el Vaticano un domingo de resurrección; que los malos eran malos hasta la depravación, y que no era extraño que más de uno de los títeres del lado oscuro muriese a manos del protagonista. Claro signo de que los tiempos han cambiado, pero seguimos viviendo en un mundo tan violento como hace cincuenta años (ahora sería buen momento para discutir si la violencia es consustancial a nuestra más honda raíz simiesca, y de mis dudas de si para vencerla no sea mejor mostrarla en toda su dimensión que pretender como si no existiera ante los tiernos ojos de nuestros virginales infantes).
 Sea como fuere, de lo que se trata aquí es de un fiasco organizativo, atribuible más bien a la genuina y portentosa capacidad hispana para hacer las cosas deprisa, corriendo y en el último momento. Y también por la prodigiosa ineficacia de los filtros burocráticos que seguramente debieron pensar en la equivoca equivalencia entre teatro de polichinelas y público infantil. Eso, que cualquiera en su sano juicio y no vencido por una manifiesta hostilidad política habría advertido de inmediato, se ha transformado en un carnaval delictivo en el que el señor juez –llevado sin duda por un arrebato predemocrático- ha decretado prisión sin fianza para los transgresores titiriteros, sin cuestionarse siquiera que la sátira, por rabiosa que sea, no constituye sedición de ningún tipo, sino más bien denuncia de situaciones que el autor pretende denostar de la forma más corrosiva posible. Y que la apología del terrorismo es otra cosa, salvo que –como bien han señalado muchos ilustres pensadores- todas las ficciones cinematográficas que nos muestran en acción a violentos opositores del modus vivendi occidental judeo-cristiano deban ser tipificadas penalmente (se me ocurre también que los guionistas de series tan afamadas como Breaking Bad deberían pensarlo dos veces antes de pisar tierra hispana, no sea que los enchironara uno de nuestros rigurosos magistrados por incitación al tráfico de estupefacientes)
 Mención aparte merecen los comentarios surgidos desde las diversas formaciones políticas, ansiosas de capitalizar cualquier resbalón del oponente para ponerlo ante el paredón mediático. Es cierto que una pifia de este calibre –monumental- merece que alguien cargue con el mochuelo de una responsabilidad administrativa, pero como veteranísimo empleado público me temo que más bien se trataría de una responsabilidad funcionarial que claramente política. Lo contrario, llevado al extremo, es como pretender responsabilizar al presidente del gobierno de las erratas –monumentales también- que suelen aparecer en el BOE, sin que nadie se rasgue las vestiduras de modo semejante. Es aceptable, políticamente, socavar el prestigio del contrario, pero hay que tener en cuenta que al afinar tanto, se está favoreciendo el efecto bumerán, y que si todos los errores se empiezan a escrutar del mismo modo, no habrá humano que pueda dedicarse a la política sin riesgo de ser defenestrado a las primeras de cambio.
 A este país le falta sosiego y serenidad, carencias que no ayudan a remediar ni la mayoría de los políticos ni la totalidad de los medios de comunicación por uno u otro motivo. Tanto criticar a los islamistas radicales y tenemos aquí unos cuantos ayatolás del Sistema que dan grima y nos hielan el alma. Titiritando, nos dejan.

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