miércoles, 27 de enero de 2016

El Gran Desgarramiento

Ellos lo sabían, muchos lo intuíamos con una sensación más próxima a la certeza que a la mera probabilidad, y la mayoría de la población permanecía en la inopia, anestesiada por el optimista discurso de siempre, a saber, que los cambios tecnológicos del pasado siempre habían supuesto la pérdida de puestos de trabajo, que se suplían con la creación de nuevos puestos diferentes. En resumen, que todo pasaba por una redistribución de la fuerza laboral y una readaptación a nuevos desempeños, reciclando la mano de obra sin mayor problema.
 Esta visión buenista del mercado de trabajo  no sólo ha cumplido fielmente con el aforismo de que los economistas son muy malos haciendo predicciones a largo plazo, sino que además ha puesto de manifiesto la escasa congruencia entre los acontecimientos del pasado y los del presente. Y es que una cosa fue la revolución industrial, y sus sucesivas reencarnaciones; y otra  muy distinta es la revolución tecnológico-informática en la que estamos sumidos, y que corre a velocidad muy superior a cualquier otra transformación que haya experimentado la especie humana en su corta existencia. Resumiendo, lo que está sucediendo es que la tasa de evolución tecnológica para suplir la mano de obra es muy superior a la tasa de acomodación de la sociedad occidental relativa a dichos cambios, y de este modo, se está creando ahora mismo un déficit manifiesto de oferta de trabajo en todo el mundo occidental.
El problema no es sólo ése, sino que el déficit se incrementa en relación directa con la aceleración de las innovaciones tecnológicas. La OCDE ha reconocido que en los próximos años se destruirán unos siete millones de puestos de trabajo de los sectores tradicionales, y sólo se crearán unos dos millones en los sectores más dinámicos. O sea, que Occidente perderá irremisiblemente cinco millones de puestos de trabajo que no van a poder ser reemplazados de ningún modo. Algo que afectará sobre todo al sector servicios, que resulta ser el sector clave de las economías avanzadas. Y es que quienes intuíamos esto ya apreciábamos, hace tiempo, que conglomerados monstruosos que gestionan servicios por internet -como Facebook, Google o Amazon, entre otros- tienen un alcance y resonancia mundiales, unas facturaciones increíbles y unos costos laborales bajísimos, porque son manejados por –literalmente- un puñado de trabajadores en relación con su volumen de gestión. El paradigma fue Whatsapp, que con menos de cincuenta trabajadores, consiguió un valor de mercado de miles de millones de dólares.
Este fenómeno trae varias consecuencias, todas indeseables. La primera de ellas es que la denominada “senda del crecimiento económico” es plausible que este ahí delante, pero reducida a  un crecimiento nominal muy mal repartido. Las empresas serán cada vez más ricas, pero  a base de menores costes operativos, especialmente laborales. Aunque la tecnología sea cara, tiene la ventaja de ser reemplazada fácilmente, y no hay que pagarle salarios, vacaciones, seguros de enfermedad ni jubilaciones. Se amortiza mucho más fácilmente que un trabajador humano. Sólo ése aspecto ya tiene una influencia fundamental en las políticas empresariales. La brecha entre capital y salarios se irá ampliando cada vez más, y salvo que el capitalismo popular masivo se convierta en un hecho (lo cual es sumamente improbable), la realidad es que la sociedad occidental estará aglomerada en dos polos opuestos: uno de accionistas obscenamente ricos, y otro compuesto por una masa de desheredados tecnológicos cada vez más empobrecida, por mucha formación que reciba. En medio, un pequeño porcentaje de especialistas bien remunerados dedicados al diseño, producción y mantenimiento de las tecnologías, y un porcentaje sustancial de población que  vivirá con la soga al cuello de trabajos dependientes de que no se pueda (o no convenga) sustituir completamente al elemento humano (estoy pensando en educación, fuerzas de seguridad, sanidad y sistema legal-judicial), pero cuya relevancia será cada vez menor, como bien se ha puesto de manifiesto en un sector puntero en el que la reducción de personal en los últimos cuarenta años ha sido pasmosa: el ejército. Hoy en día, un solo hombre sentado en Houston puede destruir con precisión un objetivo a miles de kilómetros mediante el pilotaje de un dron. Y los ejércitos occidentales han reducido sus efectivos en más de un setenta por ciento desde 1980, no porque haya más paz y seguridad que entonces, sino porque el elemento humano es cada vez menos necesario y está dotado de una potencia de fuego inimaginable hace pocas décadas.
 No es mi pretensión ponerme a analizar sector por sector la escasa importancia del factor humano en el futuro, pues es algo que cualquiera puede consultar en las publicaciones especializadas y constatar de forma directa en su vida diaria.  Pero no está de más tener en cuenta que la primera oleada tecnológica supuso la práctica desaparición del sector primario agrícola en cuanto al número de trabajadores en Occidente; la segunda oleada se tradujo en una dramática reconversión del sector secundario  industrial en todo el mundo occidental, que cada vez va teniendo menor peso específico; y la tercera oleada está afectando de lleno al sector terciario o de servicios, donde se ha concentrado el grueso de la población en edad laboral.  El sector servicios está a punto de sufrir un cambio tan trascendental en los próximos años, que resulta difícil imaginar sus consecuencias directas, que ya palpamos a través de las nuevas generaciones. La compra e intercambio de bienes por internet está experimentando un auge inconcebible para quienes no son nativos digitales, pero que las nuevas generaciones asumen como algo normal. De ahí el éxito incuestionable de Amazon, Ebay, Trivago, Airbnb  y otras plataformas de compraventa de bienes y servicios. Ya no hace falta ir a la tienda a comprar electrodomésticos de ningún tipo, ni acercarse a la agencia de viajes para organizar las vacaciones. Ni siquiera será preciso en breve bajar a efectuar la compra del supermercado, porque la alimentación también está en el ojo del huracán de los servicios en línea.
 Prácticamente todos los puestos de trabajo que dependen de la atención directa al cliente (dependientes, cajeros, logística al por menor) están en riesgo de desaparición. Se trata de un riesgo inevitable, algo que va a ocurrir efectivamente, salvo en un pequeño sector de servicios personalizados. Hoy en día no sólo es posible comprar de todo en internet, sino que incluso grandes cadenas como El Corte Inglés o Nespresso han habilitado puntos físicos de venta totalmente automatizados, en los que el cliente puede entrar en el comercio, seleccionar sus productos, pagarlos y llevárselos sin intervención de ningún empleado, solamente mediante el uso de tarjetas y lectores inteligentes. Es cierto que la atención personalizada seguirá existiendo siempre, y el pequeño comercio al estilo tradicional perdurará en determinados ámbitos, pero ello no minimizará en absoluto la tendencia acelerada –y hay que recalcar el fenómeno de la aceleración- hacia la reducción sustancial del personal en todo el comercio y en el resto del sector servicios. La banca, por ejemplo, maneja cantidades de dinero sin parangón en el pasado, y el número de transacciones diarias produce vértigo en relación a las que se producían a principios del siglo XXI y, sin embargo, la fuerza laboral del sector bancario no hace más que reducirse de forma continuada en los últimos veinte años. Ya son muchos los clientes que operan casi exclusivamente a través de internet y de los cajeros automáticos, que han dejado de ser simple cajeros para convertirse en terminales multioperación en los que se puede hacer prácticamente de todo. Un fenómeno al que no es ajena tampoco la administración pública, cada vez más automatizada y tecnológica.
 Así que todos los gobiernos del sector OCDE se van a enfrentar en breve a un problema muy serio de desempleo estructural permanente, no coyuntural, e imposible de resolver con las medidas tradicionales de estímulo al crecimiento. La consecuencia no deseada de ello es que no sólo no va a haber trabajo para todos (ni aquí ni en Nueva Zelanda, para desilusión de los fanáticos de las migraciones selectivas), sino que el porcentaje de personas desempleadas será equiparable al de la población activa en pocas décadas (salvo que se produzca un brutal retroceso en todos los ámbitos de la sociedad occidental). Ironías del destino, esa es la situación en la que se encontraba Occidente hace cosa de cincuenta o sesenta años, cuando la mano de obra efectiva era poco más de la mitad de la  mano de obra potencial, debido a que a) en la mayoría de los hogares sólo existía una fuente  de ingresos y b) la mayoría de las mujeres no optaban a puestos de trabajo y se dedicaban a ser amas de casa. Esa situación está de nuevo a la vuelta de la esquina, y no tiene nada de especulativa, salvo por el hecho de que en la actualidad, y fruto de las políticas de igualdad, es posible que el número de personas de ambos sexos que tengan que optar por no trabajar nunca o casi nunca sea equiparable.
 Sin embargo, esto plantea un problema muy serio a todos los gobiernos, sean de derechas o de izquierdas. Si una parte sustancial de la fuerza laboral queda en “excedencia forzosa” y en cambio se ha de mantener el nivel económico de bienestar de las últimas décadas, o bien se incrementan proporcionalmente los salarios de los que continúen trabajando, o la tasa de consumo caerá muy rápidamente, impidiendo no sólo el crecimiento económico, sino también el sostenimiento de la sociedad tal como actualmente la entendemos. La alternativa de repartir el cada vez más escaso trabajo entre todos -a base de trabajar menos horas- puede parecer oportuna, pero no resuelve el tema del cada vez menor poder adquisitivo, y el consiguiente frenazo del consumo interno. Por otra parte, me temo que una parte sustancial de la ciudadanía no vería con buenos ojos trabajar menos horas y cobrar menos (no hay que olvidar el natural egoísmo humano y el aún más natural sálvese quien pueda ante ese tipo de circunstancias), así que muchos apostarían por la opción de que trabajen menos personas en vez de trabajar menos horas, mientras no sean ellos los afectados.
 Entrando en el terreno especulativo, tengo la convicción de que el futuro volverá su mirada al pasado, y en cada hogar habrá sólo una fuente de ingresos, masculina o femenina, tanto da. Los gobiernos, por su parte, se verán obligados a adoptar algunas medidas drásticas, pero totalmente procedentes y necesarias, de redistribución de la riqueza, so pena de favorecer el incremento de las tensiones sociales hasta un punto de no retorno, naturalmente violento. Aparece aquí de nuevo en escena la retribución social básica y permanente, que habría de ser universal para todos los ciudadanos mayores de edad que no trabajaran. Es más, podría desincentivarse la aspiración a un empleo, por el sencillo método –totalmente contrario al existente hoy en día en muchos países occidentales, entre ellos España- de penalizar en el impuesto sobre la renta los hogares que tuvieran más de una fuente de ingresos. Que una pareja con dos fuentes de ingresos tenga un mejor tratamiento fiscal que esas mismas dos personas por separado es una aberración actualmente, y lo será aún  más en el futuro.
 Estas medidas desincentivadoras de la búsqueda de empleo habrán de verse complementadas por otras (de alcance muy superior) de redistribución de la riqueza correspondiente al capital.  A nivel mundial, el tratamiento fiscal del capital habrá de armonizarse necesariamente, y habrá que convencer a la cúspide más rica de la población que su opulento estilo de vida  sólo podrá mantenerse optando entre dos alternativas excluyentes: la represión violenta, siempre incierta en su resultado final y con unos costes nada despreciables; o el reparto de la riqueza, mucho más tranquilizador socialmente y generador de mucha más estabilidad y consumo, y por tanto, de bienestar (en la medida en que actualmente equiparamos bienestar con consumo). En resumen, los gobiernos, en relación con la masa creciente de  no-empleados, sólo podrán optar entre la aniquilación y la anestesia. La primera con porras y pistolas; la segunda con dinero para la ciudadanía, algo mucho más rentable a largo plazo.
 Los moralistas farisaicos –que son muchos y poderosos- argüirán que dar dinero a una persona por el mero hecho de ser ciudadano de un país es lo mismo que fomentar la vagancia y resulta contraproducente e inhibidor del deseo de superación y de la ambición personal. Pues bien, creo que en este momento, crucial como pocos en la historia de la humanidad, la cuestión no está en poner el acento en moralinas y moralejas, sino en resolver algo mucho más serio, como es la supervivencia de la sociedad occidental tal como la venimos diseñando desde hace siglos. Y eso tiene un precio, evidentemente. El precio de la estabilidad futura se habrá de pagar en forma de ociosidad retribuida, aunque eso sólo será un pecado desde una perspectiva empresarial capitalista y trasnochada. Posiblemente, muchos de esos futuros ociosos sean más productivos socialmente dedicándose a actividades no retribuidas pero esencialmente creativas, o en sistemas de voluntariado social, o simplemente cobrando por hacer las tareas domésticasuna reivindicación, por cierto,  absolutamente razonable y que lleva años en el candelero.
 Los cosmólogos denominan “Big Rip” o “Gran Desgarramiento”, a una reputada teoría sobre el posible final del Universo, ahora que ya se sabe que no sólo se sigue expandiendo, sino que lo hace a velocidad acelerada. El Big Rip consistirá en que las fuerzas de la energía oscura –repulsivas- vencerán a la atracción gravitatoria, provocando un desgarro en el tejido del universo, y haciendo que toda la materia se disgregue en sus componentes fundamentales hasta desaparecer. La extraña pero poderosa analogía con nuestra sociedad occidental es más que evidente. Si la energía oscura del capital global sigue incrementándose de forma acelerada sin ninguna contención, la gravitación social (esa fuerza que ha permitido a la especie humana dar el gran salto adelante desde la sabana africana hasta las sociedades tecnológicas actuales) será insuficiente para mantener la cohesión del universo humano, y asistiremos a un Gran Desgarramiento Social en el que no habrá supervivientes, porque todos -el capital y el trabajo; los ricos y los pobres- acabaremos igualmente exterminados por fuerzas imparables que no sabremos controlar por nuestro egoísmo, desidia y falta de visión global.


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