jueves, 21 de enero de 2016

De piojos e indumentarias

Que el ser humano es un simio es algo que a estas alturas del conocimiento ya no cuestiona nadie con un mínimo de sentido común. Que su pasado ancestral, grabado a fuego en sus genes, sigue campando a sus anchas por los vericuetos de su presuntamente evolucionado cerebro, ya es más controvertido. Sin embargo, en su vida diaria, los relámpagos de un pasado puramente animal siguen centelleando por doquier, especialmente en lo que se refiere a los signos externos de estatus y jerarquía. Igual que un gorila de espalda plateada, o un babuino gelada de pecho resplandeciente, o un mandril de suntuosamente coloreado morro, el humano necesita –como hace millones de años- poner de manifiesto su poder en la escala social por medios que sean verdaderamente aparentes y aparatosos, por más que resulten manifiestamente incómodos, evidentemente trasnochados, completamente inútiles salvo para aparentar superioridad, y lo que es peor, absolutamente inaceptables desde una perspectiva democrática saludable.
A mí, que soy un descamisado convencido de que mi relevancia social y mi estatura intelectual no dependen de una corbata de Hermès ni de un traje de Armani, toda discusión sobre cómo deben vestir los políticos me trae absolutamente al pairo, pero es menester poner el dedo en la llaga que han abierto nuestros políticos de casta tradicional durante la reciente constitución del congreso de los diputados. Antes al contrario, cuanto mejor (donde “mejor” refleja solamente una vetusta concepción de la etiqueta social) viste un político, más miedo me da, porque es señal inequívoca de que está sustituyendo su valía como “mono desnudo” por una serie de aderezos corporales que solamente dependen de su capacidad adquisitiva y de sus ganas de integrarse en la élite política. Es aquello de que el hábito no hace al monje, si bien pretenden convencernos de que es requisito ineludible para serlo.
Pero no, vestir según un determinado código no es condición suficiente ni necesaria para devenir un buen político al servicio de la ciudadanía. Y eso resulta especialmente preocupante cuando veteranos ocupantes de escaño en el Congreso manifiestan un espectacular desprecio por atuendos y estilos capilares que difieren de las convenciones por ellos adoptadas, que suelen estar muy lejos del sentir mayoritario de la calle. Es decir, de nosotros, la chusma a la que gobiernan con más desaire que otra cosa. En esas estábamos cuando la venerable Celia Villalobos soltó uno de esos exabruptos tan característicos, que resultarían cómicos si no fuera por lo que tienen de sectario y menospreciativo. Al parecer a la señora Celia le aterra la posibilidad de que algún diputado de Podemos, con sus lustrosas rastas, pueda contagiarle los piojos que, indudablemente (según ella) caracterizan a ese colectivo capilar de rastafaris. Seguramente la señora Villalobos ha debido confundir estilo con higiene personal y salud pública. Lamentablemente, todos conocemos casos de gentes muy bien vestidas y, no obstante francamente hediondas -en el sentido literal del término- y que parecen desconocer los fundamentos de la higiene corporal (aunque ciertamente desconozco si esos personajes albergan alguna nutrida colonia de ladillas en su entrepierna o no).
En cualquier caso, lo que resulta deprimente es que pretenda hacerse befa de un estilo personal radicalmente callejero (de nuevo me veo en la obligación de precisar que “callejero” en tanto que se ve de forma más que frecuente en las calles de nuestras ciudades), como si ese estilo fuera símbolo a) de desprecio hacia las instituciones; b) de nula integración sociopolítica y c) de insuficiente talento y escasa aptitud profesional. A mí, el desprecio institucional, la nula integración y la escasa preparación y aptitud me la han puesto de manifiesto muchos diputados con terno completo de tres piezas y muchas diputadas calzadas con Ballys y Manolos y colgadas de bolsos de Longchamp, que con su estilo habitualmente zafio, arrabalero y masturbatorio  nos han puesto los pelos de punta en los debates del Congreso. Tal vez olvidan que son representantes del pueblo, y que la mayor parte de la ciudadanía  no puede permitirse los lujos de los que hacen gala en las sesiones parlamentarias.
 Y es que intuyo que la profundización en la democracia “real”, debería ir acompañada de una no menos equivalente profundización en la diversidad de la indumentaria y del estilo personal. De algún modo, las rígidas reglas de etiqueta imperantes hasta bien entrado el siglo XX se han ido suavizando en la medida en que la diversidad de procedencias sociales se ha ido incorporando a las tareas políticas, hasta hace bien poco reservadas a unas verdaderas élites educadas y formadas en los más selectos ámbitos de la sociedad, y por tanto, estrictamente (ultra)minoritarias. Pero con la extensión universal de la educación, el acceso masivo a las universidades, y el enorme influjo formativo e informativo de internet y las redes sociales, el acceso a la función política representativa se ha visto generalmente extendido a todo un conjunto de grupos sociales que antes debían conformarse con merodear por los arrabales de las instituciones públicas.
 Y así como la calle ha triunfado, al menos socialmente, con la extensión masiva de artículos como los vaqueros, las minifaldas y las camisetas, dejando en la cuneta a los pantalones de franela, los trajes chaqueta y las camisas de popelín, también debería ser así en las instituciones representativas y depositarias de la soberanía popular. Hasta hace bien pocas décadas, incluso las más avanzadas democracias eran muy restrictivas: las mujeres estaban excluidas, muchos varones también, y una mayoría de edad legal muy tardía descartaba a todo el colectivo juvenil de cualquier opción de participación política. Los diputados como la señora Villalobos deberían tener en cuenta que si no fuera por la progresiva democratización de las instituciones y de la sociedad, los señores diputados seguramente todavía vestirían levita y sombrero hongo; y las señoras diputadas aún  llevarían polisón en sus traseros. Igual no le parece mala idea, con tal de distinguirse del común de los mortales.
 La sociedad moderna es diversa por definición. Esa diversidad debe ser tratada igualitariamente, con independencia de nuestros gustos y aficiones personales. El buen gusto en el vestir –eso tan elusivo- no debe ser nunca requisito para la participación política. La etiqueta no debe ser condicionante para la admisión en la representación ciudadana, salvo que queramos anclarnos en arcaísmos de tinte elitista. Y desde luego, a todas las personas, pero especialmente a los políticos, debe evaluárseles por su desempeño y no por su apariencia, algo que hace ya bastantes años descubrieron los grandes centros innovadores como Silicon Valley, y eso que mueven mucho más dinero, poder e intelecto que la señora Villalobos y sus compañeros de viaje.
 En ese sentido, y aunque alguno se escandalice, era mucho más democratizador el estilo imperante en la China de Mao, donde el poder se conocía por quien lo ejercía y no por cómo vestía, ya que todos llevaban la misma indumentaria uniformizadora. Y es que la vanidad se consideraba un crimen ideológico, y la mejor manera de suprimirla era uniformizar la vestimenta. Cierto que esa vestimenta lo era por imperativo casi legal y revolucionario, pero aunque suprimió la diversidad (un grave error), lo hizo  mirando hacia la calle (un acierto), en lugar de propugnar un modelo diferenciador elitista. No deja de ser objetivamente apreciable el hecho de que casi todos los regímenes políticos de izquierdas hacen inciso en la indumentaria como factor aglutinante de las clases menos favorecidas, estableciendo como infracción ideológica la manera de vestir tradicionalmente burguesa y occidental. Y es que, nos guste o no, existen formas subliminales de conducir a la gente hacia el pensamiento neoliberal y conservador, y no es la menor de ellas la de equiparar el buen hacer político con una determinada manera de vestir: traje y corbata, ellos; estilo Chanel y derivados, ellas. También vestían impolutamente los jerarcas nazis, y ya vimos cómo las gastaban.
 Ya bien entrado el siglo XXI, con estos códigos cerrados de aceptación indumentaria como el de Villalobos y compañía, nuestros políticos actuales no van a ningún lado, tal vez sólo al del lujo y la corrupción. Desde ese punto de vista, me merece mucha más confianza el señor vestido con vaqueros, camiseta y rastas, porque al menos parece bastante desconectado de las mediocres aspiraciones individualistas del típico parlamentario clásico, centradas casi exclusivamente en la aceptación de los poderosos, en la apariencia y el enriquecimiento personal. Y con el daño que esa actitud le ha hecho a este país tan triste, bienvenidos sean todos quienes vistan de forma más desenfadada y alternativa. Mientras no sucumban a los cantos de sirena de Hermès y de Llongueras, no todo estará perdido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario