martes, 5 de enero de 2016

Independencia pospuesta

Se veía venir desde el principio. Éramos bastantes los que creíamos que el impulso independentista era insuficiente para sacar adelante la propuesta de Junts pel Sí. Me he pasado meses, desde antes del 27 de septiembre pasado, tranquilizando a amigos francamente unionistas (como se ha puesto de moda denominarlos ahora), sobre que sus temores -en algunos casos rozando la paranoia- sobre los gravísimos efectos adversos de una posible separación de Cataluña eran totalmente infundados; no tanto por razonamientos lógicos y explicaciones economicistas, como por dos factores que a la postre han resultado determinantes: el miedo (propio o inducido) y la desconfianza entre los propios actores del escenario independentista.

El factor miedo, con el que el poder establecido juega sistemáticamente contra cualquier propuesta de cambio político, fue fundamental para bloquear un mayor número de votos independentistas, que alcanzó una mayoría absoluta parlamentaria, pero con el grave inconveniente de comprometer a tres fuerzas políticas notablemente diferentes; y con el añadido de que el total de votos sumados no sumaba más del cincuenta por ciento del electorado.

Este hecho ya fue percibido por los (escasos) analistas independientes como demostrativo de que si bien la mayoría parlamentaria estaba por una separación de Cataluña, el voto era insuficiente para promover el órdago de sacar adelante una propuesta de modificación real del statu quo actual, y mucho menos aún para una declaración unilateral de independencia de Cataluña. Lo que quedaba por ver era sí los grupos parlamentarios serían capaces de romper reticencias y apostar primero por un modelo de país, antes que por un enfoque socioeconómico de la política a desarrollar durante y después del proceso constituyente. 

En todo momento ha estado claro que el eje central del proceso independentista lo constituye ERC. La CUP, pese a su incrementado protagonismo, tiene una propuesta demasiado radical como para poder ser aplicada en primera instancia. CDC es víctima de la desconfianza que genera el hecho nada anecdótico de que siendo el primer partido nacionalista del país, fuera el último en sumarse al movimiento independentista, lo que siempre ha levantado suspicacias entre una parte del electorado.

Unas suspicacias que en primer lugar, dieron al traste con la federación con UDC, para después ser un pesado lastre para convencer al electorado más radical. A fin de cuentas son muchos los que creen que sobre Artur Mas ha pesado siempre la espada de Damocles del tacticismo político, al embarcarse en una nave que no era la suya, pero sobre todo al pretender capitanearla teniendo en cuenta que una parte sustancial del pasaje de CDC, representante de la burguesía tradicional catalana, representa ese nacionalismo de tintes más folclóricos que otra cosa. Sin ánimo de ofender, el catalanismo político de una parte sustancial de las bases de CDC es incompatible con algo que consideran esencial, como es el dinero.

Money is the king sería la divisa de muchos convergentes, y de eso eran conscientes la totalidad de los asambleístas de la CUP. En ese sentido, por mal que sepa a muchos, la desconfianza que se ha plasmado en la decisión final de la CUP está más que justificada, porque en gran medida, el independentismo político de CDC tiene un componente notorio de táctica de supervivencia en un mar nacionalista embravecido, más bien como un mal menor frente a la posibilidad de ser engullidos por la creciente marea ciudadana partidaria de la independencia.

De perdidos al río, esa fue la apuesta de Mas y compañía, secundada bastante a disgusto por bastantes de sus correligionarios. Ahora el río amenaza con ahogarlos definitivamente, porque si se repiten las elecciones y ERC capitaliza el voto independentista, CDC pasará a ser una fuerza minoritaria en el arco parlamentario, y habrá que ver cómo sobrevive a esa pérdida de hegemonía. 

En el fondo me consta que muchos - más de los que dicen los resultados electorales- habrán respirado tranquilos al saber que el proceso de desconexión ha muerto, no por falta de programa, sino porque los actores no respondían a las expectativas y a las necesidades del momento. Hace ya muchos meses, incluso antes del famoso 9N, que unos cuantos (entre los que me cuento) ya vaticinábamos que éste no era el momento de la independencia de Cataluña, pese a que estábamos convencidos de su factibilidad. Y lo seguimos estando.

En última instancia, ése ha sido el primer intento, una especie de ensayo general, sobre cómo habría de afrontarse la independencia catalana. Lo que está claro es que el movimiento nacionalista no desaparecerá y que seguirá siendo mayoritario. Por lo tanto, es posible que en dos o tres décadas vuelva a plantearse, por la siguiente generación de políticos, la posibilidad de una separación de España. O tal vez no, pero lo que está claro es que sin un acuerdo sobre las prioridades, y sin acuerdo sobre las personas que han de llevar la nave a puerto, será totalmente imposible sacar adelante la independencia de Cataluña ni en treinta ni en doscientos años.

Desde el primer momento he estado convencido de que el impulso a la independencia -aquí y en cualquier otro país- requiere de un grado de maduración y sosiego que eran totalmente incompatibles con el clima de crisis política, social y económica en que ha vivido inmersa España desde el año 2008. Como intento no ha estado nada mal, y hay que agradecer en último término a la CUP su coherencia programática y su respeto a la opinión de las bases, por más que haya estropeado la fiesta de los demás. Porque a fin de cuentas, lo que la CUP nos ha enseñado es que la política tradicional, la que consiste en manipular y confundir al electorado para luego llevar adelante los programas de unas élites minoritarias formadas a la sombra del poder trasnacional, no es la única posible. Pese a las dificultades que plantea el asamblearismo, sus propuestas son mucho mejores que las de esas nomenklaturas clientelares en que consisten las baronías y comisiones ejecutivas de los partidos políticos tradicionales.

Al menos la CUP ha oído y respetado a sus bases, ha puesto sobre el tapete las diferentes sensibilidades de los distintos sectores que  componen el partido, y ha apostado con audacia por respetar al máximo la democracia interna del partido, en vez del remedo de democracia orgánica del bloque tradicional PPSOE. Habrá que ver si en el futuro, ya como partido político consolidado, no cae en los mismos defectos de enfoque -motivados por el egolatrismo y las ansias de poder individuales- en el que llevan ahogándose desde hace años el PP, el PSOE y algunos otros.

Y habrá que pedir al futuro gobierno de España, sea del color que sea, que tenga presente que una vez capeado el temporal, no significa que las aguas dejen de estar agitadas. Si de verdad quieren anestesiar el movimiento independentista sin continuar erosionando su base electoral en Cataluña, les toca afrontar reformas en profundidad de la Constitución. para gobernar en España. Por otra parte, cualquier partido necesita una base estable y suficientemente poderosa en Cataluña para poder tener una auténtica opción de gobernar. Por eso mismo, la lección que deberían aprender los partidos españoles es que no se puede gobernar contra la primera región española por PIB y la segunda por población, por mucho que le tiente el electoralismo cortoplacista de barraca de feria. 

A largo plazo, gobernar en España contra Cataluña como forma de castigo al desafecto conducirá de nuevo a un brote de independentismo más virulento que el de estos últimos años. Y la lección de estos días no la olvidaremos nosotros ni las generaciones posteriores. Si el catalanismo político lleva ciento cincuenta años vivo, tras varios intentos de represión brutal, es por algo. Nadie va a reducirlo a fuerza minoritaria, y mucho menos usando la agresión sistemática como fórmula de contención.


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