miércoles, 25 de noviembre de 2015

Un mundo feliz?

En ocasiones, el estudio de la física, especialmente la termodinámica, puede darnos claves fundamentales para entender algunos aspectos de la economía global. Para ello hemos de recurrir a simplificaciones obligadas pero que nos permiten deducir cosas del futuro, incluso de un futuro lejano. Al contrario que la inducción, cuya problemática ha sido puesta de manifiesto por filósofos y matemáticos, y que es técnicamente insuficiente y muy imprecisa para predecir sucesos aún por venir, la deducción a partir de principios generales (axiomas), nos permite obtener conclusiones más que aceptables sobre acontecimientos futuros.
 En grandes líneas y lenguaje llano, la inducción es un proceso por el que a partir de casos particulares llegamos a conclusiones generales. El problema de la inducción consiste en que, por muchas veces que se haya repetido un hecho determinado, si ese hecho no está demostrado como verdad irrefutable, las conclusiones a las que lleguemos serán cuestionables, como mínimo. Por ejemplo, del hecho de que todas las mujeres que veamos en una muestra dada tengan mamas prominentes no puede concluirse que todos los humanos con mamas prominentes sean mujeres, ni siquiera que todas las mujeres tengan esos notorios atributos. En ese supuesto estaríamos llegando a conclusiones totalmente erróneas, por mucho que la gran mayoría de las mujeres a nuestro alrededor luzcan senos abultados bajo la blusa.
 Precisamente ese es el problema fundamental de la economía predictiva: es básicamente inductiva y carece de axiomas sólidos que permitan construir predicciones cuyo grado de confianza sea elevado. Por eso, la economía predictiva suele ser análoga a la astrología o al mero hecho de tirar unos dados. Por el contrario, los procesos deductivos se basan en principios generales totalmente contrastados. La deducción va desde lo general a lo particular y es mucho más eficaz. Con ella se puede construir teoremas verificables que aporten solidez al edificio del conocimiento. La única ciencia que permite abordar los problemas de este modo es la ciencia dura: la matemática, la física en todas sus especialidades y también la química. Por suerte, algunos de los conceptos de la física pura se pueden aplicar, a escala planetaria, a la sociedad humana considerada globalmente como un sistema cerrado. Y eso es lo que voy a abordar a continuación.
 Todo sistema cerrado tiende a buscar un equilibrio si no se le fuerza externamente para mantenerse alejado de ese equilibrio. Existen diversos tipos de equilibrio, pero el termodinámico es de los más sencillos de captar intuitivamente: si mezclamos agua caliente y agua fría, tendremos una mezcla uniforme tibia hasta que alcance la temperatura de equilibrio entre sus componentes y con el ambiente exterior. El proceso puede ser más o menos largo y complejo, pero siempre  es así. Eso es lo que explica muchos otros fenómenos naturales como la existencia de borrascas y de anticiclones, así como su conducta. A fin de cuentas, el aire tiende a moverse de las altas a las bajas presiones para alcanzar un equilibrio intermedio, mediante un proceso que llamamos viento. Dando por sentado esto, el siguiente paso que daré, aunque parezca un salto en el vacío, no lo es.
 La humanidad en su conjunto también es un sistema físico que busca su equilibrio. Condicionada como está por los recursos propios de la Tierra y del Sol que le aporta energía, podemos simplificar la cuestión  afirmando que no existe la posibilidad de mantener al planeta en continuo desequilibrio, ya que de forma natural tenderá a buscar su punto de equilibrio (que es lo que insinúan, no sin razón, quienes abogan por un control de la natalidad y del consumo de recursos, a costa de que en caso contrario se produzca una extinción masiva, con nosotros como protagonistas) Si ahora hacemos el experimento mental de imaginar una humanidad de un futuro lejano y nos ceñimos al aspecto económico, lo normal (donde normal no quiere decir lo que podemos esperar, sino lo que sería previsible bajo el imperio de la lógica) sería que el desarrollo económico hubiera alcanzado a  todos los rincones del planeta por igual, y que el modelo de sociedad humana, aún aceptando su diversidad local, fuera más o menos el mismo en todas partes (cosa que ya sucede en el mundo occidental, con sus folclóricas divergencias pero con su aplastante uniformidad de fondo, que hace intercambiables a los ciudadanos de Londres, Nueva York,  París o Barcelona sin más que unos mínimos ajustes).
 Si ese panorama fuese cierto, querría decir que la tecnología y los recursos se utilizarían por igual en cualquier punto del planeta. Dicho de otro modo: en un futuro muy lejano, salvando algunas especialidades locales, los modos de vida y de producción de toda la humanidad serían básicamente semejantes e intercambiables. Estaríamos pues, en un punto crucial para la tesis que expongo. Ese lejanísimo punto de equilibrio socioeconómico podría tener dos vertientes. Una descorazonadora, consistente en una regresión brutal y colectiva de la humanidad a un estado digamos primitivo y de pura subsistencia. Otra, mucho más satisfactoria, en la que el bienestar tecnológico y la sostenibilidad ecológica alcanzaran por igual a todos los humanos. En este segundo escenario está muy claro que si toda la humanidad avanzara por este sendero y se hubiera alcanzado el punto de equilibrio socioeconómico, los medios de producción serían infinitamente superiores a la mano de obra necesaria para producir los bienes, equipos y servicios de esa sociedad. O sea, que existiría una enorme masa  de personas ociosas, sin posibilidad alguna de participar en el proceso productivo. Desempleados, en el sentido tradicional del término.
 Para soslayar eso, sólo habría dos opciones. O bien, repartir el trabajo de tal modo que se garantizara el pleno empleo, aún a costa de trabajar unas pocas horas diarias a lo sumo, o bien repartir la riqueza y permitir que esa gran masa desempleada siguiera siéndolo, a costa del erario público, mientras relativamente pocos especialistas se encargarían de mantener el mundo en marcha con una retribución proporcional a su participación en el sistema económico. Recordemos que estamos hablando de una sociedad extraordinariamente avanzada y en total equilibrio interno, por lo que la riqueza global del planeta podría repartirse de forma bastante equitativa entre todos sus habitantes, a quienes se garantizaría una existencia digna en la que podrían dedicarse  a lo que desearan (incluso a holgazanear también). Insisto en que no estoy proponiendo una utopía con carga ideológica de ningún tipo, sino que planteo una consecuencia lógica del equilibrio socioeconómico de una sociedad muy avanzada. Un equilibrio que podríamos definir semejante al termodinámico.
 Se puede argumentar que esa situación es tan lejana que no merece la pena planteárnosla. Sin embargo, como experimento mental resulta muy útil para llegar a algunas conclusiones lógicas. La primera de ellas consiste en que, aunque no hemos llegado, estamos en camino, y sólo por eso merece la pena considerarla, ya que la alternativa es la construcción de un mundo opresivo en el que las asimetrías sean cada vez más intensas. Es decir, una masa enorme de desheredados y una élite diminuta de concentradores de la riqueza. Por su propia definición, un sistema así no puede ser estable a largo plazo, salvo que se dediquen infinidad de recursos y de violencia para mantener e incrementar el desequilibrio social; y tenderá a implosionar en algún momento, cuando los recursos de la élite para mantener sojuzgada a la población sufran un retroceso que impida mantener los mecanismos de contención. De algún modo, el universo parece detestar los desequilibrios, y precisamente la ruptura de la estabilidad (un tema que estudian apasionadamente los cosmólogos) es un proceso en el que se consume una cantidad enorme de energía. Mantener un sistema lejos de su equilibrio es tremendamente costoso, y ese es uno de los axiomas fundamentales de la ciencia. En el caso de la economía, mantener una asimetría cada vez mayor implica agotar a velocidad acelerada la riqueza global del planeta y, en última instancia, conduce a la extinción. Nuestra extinción.
 La segunda conclusión a la que nos puede llevar este ejercicio es que una sociedad avanzada tecnológicamente requiere cada vez menos mano de obra. Por gigantescos que sean los nuevos proyectos que se acometan, serán las máquinas quienes los lleven a cabo, y no los humanos. La especie humana cada vez se dedicará más al pensamiento y la creación que a la producción y al mantenimiento. Y eso no es ciencia ficción, sino un simple paradigma que se observa ya en la actualidad en el mundo occidental. El desempleo, que bajo el prisma del pensamiento económico del siglo XX era una parte esencial del motor económico porque impulsaba la búsqueda de alternativas y de algún modo dinamizaba la economía, ha dejado de ser coyuntural y se ha convertido en un problema estructural para el que ya se apuntan soluciones que no son tales, como el trabajo de un solo miembro de la unidad familiar.  Lo que hace unos años se solventaba con unas pocas frases displicentes al estilo de “las nuevas economías crearán nuevos puestos de trabajo”, ahora se convertido en una falsedad evidente, porque cada transformación tecnológica requiere cada vez menos mano de obra, y es totalmente imposible que la senda de la tecnología nos conduzca de nuevo al pleno empleo, salvo que saltemos los límites del sistema y nos expandamos por la galaxia (con lo cual el sistema Tierra habría dejado de ser un sistema cerrado y ya no serán válidas ninguna de las premisas de las que he partido).
 Sin embargo, los indicios apuntan a que la evolución tecnológica no podrá ser tan rápida como para permitir el escape de gran parte de la humanidad en dirección al universo antes de que se tenga que plantear muy seriamente el problema de la distribución global de la riqueza entre miles de millones de personas desempleadas o subempleadas. En ese sentido, corresponde a occidente tomar la iniciativa en ese sentido (aunque tal vez hay algunos siglos de margen para ello) y asumir que es mejor tener a mucha gente ociosa pero viviendo una vida digna, que a multitudes desesperadas por  conseguir con qué vivir diariamente. Y es aquí donde, finalmente, el Estado recobra un papel fundamental, como único posible favorecedor de un futuro que se dirija al punto de equilibrio. La política del futuro no podrás ser ya más la del crecimiento a toda costa (y la del subsiguiente enriquecimiento de unos pocos favorecidos), sino la del equilibrio ecológico, social y económico. La alternativa es la imposición de una dictadura mundial muy parecida a las que imaginaron Orwell o Huxley hace ya bastantes décadas y que por su propia constitución, tendería a una inestabilidad que finalmente sería cataclísmica, con una reducción drástica y muy violenta de la población humana y de su nivel de conocimiento; es decir, la humanidad entera regresaría a la lucha por la mera supervivencia en un mundo exhausto y en franco retroceso cultural y tecnológico.
 La valentía política es muy poco frecuente, pero en un momento u otro las próximas generaciones tendrán que escoger entre dos opciones contrapuestas. O la perpetuación de un sistema socioeconómico cada vez más asimétrico e inestable  que conduzca a la destrucción de la humanidad tal como la conocemos hoy en día, o la adopción de un cambio  de paradigma que asuma que la riqueza debe distribuirse entre todos, concediendo una renta básica universal a todas las personas; renta que se iría incrementando gradualmente en la misma medida en que el trabajo asalariado vaya perdiendo peso en el sistema económico. Ese futuro puede no estar a la vuelta de la esquina, pero la disyuntiva la tenemos que afrontar aquí y ahora.

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