miércoles, 18 de noviembre de 2015

Tenemos un problema

Podría comenzar hoy escribiendo sobre el atentado de París, y de cómo nuestros sucesivos errores acumulados durante décadas han conducido a esta situación, que no hará más que agravarse con los años. Podría reiterar cuán errónea fue la actitud occidental en Afganistán, poniendo a los rusos contra las cuerdas talibanas; y de cómo el desmoronamiento del régimen de Saddam Hussein plantó los cimientos de un enquistamiento yihadista en Iraq; podría también mencionar – de pasada- que la caída de Gadaffi no le ha hecho ningún favor a la estabilidad del Magreb. Podría remarcar que la democracia no se exporta ni se instaura, sino que germina y crece; y que aunque nos parezca increíble hay países que funcionan mucho mejor y más establemente (y con muchos menos muertos) bajo un régimen autoritario.
 Podría también repetir lo ya dicho hasta la saciedad anteriormente, que esta guerra la vamos a perder, porque lo que cuenta no es el número de muertos, sino el estado de permanente paranoia al que nos llevan los yihadistas. Paranoia que se mide en recortes a la libertad, en cierre de fronteras, en suspensión de actos públicos, en el número de militares (¡el ejército!) patrullando por las calles centroeuropeas como si estuviéramos en Ammán, Bagdad o Damasco, o en los impedimentos a la libre circulación de personas (el ocaso de Schengen). Podría  afirmar -y no me cansaría de advertirlo- que esto es una guerra en toda regla, que hemos propiciado nosotros con nuestros intereses cortoplacistas y nuestra codicia y nuestra ingenuidad de pequeñoburgueses liberales. Podría acusar (y de hecho es lo menos que puedo hacer) a todas las potencias democráticas de haber permitido que la situación en Siria haya degenerado hasta tal punto que los muertos se cuenten por cientos de miles y los desplazados por millones, todo por repetir los mismos errores que en Afganistán  e Iraq y pretender, ilusoriamente, que echar a Al Assad sería suficiente para traer la democracia a Siria y la estabilidad (?) a la región.
 Por supuesto, también podría alertar sobre que cada escalón que subimos en el ascenso a la cumbre de la paranoia es una batalla perdida en esta guerra, que será larga y cada vez más cruenta, y que, acabará, indefectiblemente, convirtiendo a Occidente en un conjunto de regímenes cada vez más autoritarios y con poblaciones cada vez más desengañadas y proclives a la radicalización de uno y otro signo. Podría, en fin, escribir horas y horas para demostrar que la puesta en escena de todas las medidas que estamos viendo para prevenir nuevos atentados no es más que eso, una escenificación, y que el yihadismo volverá a golpear cuando menos lo esperemos, donde menos lo esperemos y contra quien menos esperemos. Y que es imposible el mantenimiento continuado de una estructura de seguridad tan potente como para garantizar razonablemente que lo sucedido en París no vuelva a suceder en otro sitio, y mucho menos para crear una democracia acorazada que nunca será tal, sino una tiranía en nombre de la seguridad.
 Podría recordar que, según los expertos, tenemos en Europa unos diez mil posibles yihadistas, con un soporte promedio de diez personas a su alrededor, y que es imposible –en opinión de esos mismos expertos- tener controladas a cien mil personas en todo momento y lugar, sin contar las nuevas incorporaciones que se vayan produciendo al fundamentalismo como consecuencia de la inmigración masiva y de la radicalización de residentes europeos, salvo que pongamos tanto énfasis presupuestario en la seguridad que arruinemos lo poco que queda del estado del bienestar. Podría seguir así horas y horas, demostrando que nuestros dirigentes son ciegos, cínicos, egoístas y bastante estúpidos por mucha parafernalia con que disimulen su ineptitud y su falta absoluta de visión de futuro.
 Podría, por supuesto que podría, dedicar cinco o diez mil palabras más a ese miedo paralizante en el que nos estamos hundiendo, pero no voy a hacerlo porque es tan absurdo como pretender que la racionalidad triunfe en un mundo tan ultratecnológico como hiperemocional. Así que voy a hablar de otro asunto que estos últimos días ha merecido mucha menos atención por lo que tiene de local, pero que esconde mucha más miga de la que parece a primera vista.
 La cuestión es que, como en casi todo, el discurso general va por un lado pero las actuaciones sectoriales o particulares van por otro bien distinto. En ese sentido, todo lo referente a la sostenibilidad es un claro ejemplo de contradicción en cuanto se trata de ponernos manos a la obra a título personal. Todos estamos de acuerdo en que hay que adoptar políticas sostenibles, sobre todo en materia de explotación de los recursos de la tierra y en la gestión de la energía. Ahora bien, parece como que la sostenibilidad se la hayan de aplicar los demás, pero no nosotros cuando nos tenemos que poner en la tesitura de ser ahorrativos y “sostenibles”.
 La última zarabanda sostenible la ha propiciado el acuerdo del consistorio barcelonés de retrasar el inicio de la iluminación navideña de las calles hasta el día 1 de diciembre, en lugar del día 21 de noviembre, como venía siendo habitual. Los representantes del comercio barcelonés han puesto el grito en el cielo, como buenos pequeñoburgueses miopes que son, alegando que esto causa un grave perjuicio a las ventas de la campaña de navidad y que así difícilmente se puede entrar en la senda de la recuperación económica y la creación de puestos de trabajo (sic). Con total desfachatez.
 Uno, de entrada y pese a todos sus años de experiencia estadística, no acierta a relacionar la iluminación navideña con el estímulo a las compras. En cualquier caso, lo que es seguro es que no existe ningún estudio del impacto de semejante cosa en el ánimo del consumidor. Y en ausencia de estudios serios, debemos inferir que tal impacto no existe o, más suavemente, que no es medible. En última instancia es algo muy subjetivo , y por tanto, no debería ser objeto de editoriales ni análisis en portada por parte de los medios de comunicación, que parece que lo único que buscan es desacreditar al gobierno municipal ante cualquier iniciativa que tome o adopte, por sensata que sea.
 Aún estoy esperando que el director de algún diario de gran tirada salga al ruedo para dar un merecido varapalo a los comerciantes quejosos, porque la prioridad, tal como está el mundo actualmente, es la gestión racional de los recursos. Porque si incrementamos el consumo y creamos mano de obra  para las campañas navideñas, pero a costa de la sostenibilidad energética, es que vamos por muy mal camino.
 Creo que somos muchos los ciudadanos de todo el orbe que consideramos que el actual show navideño es un despropósito sensacional de consumismo rampante, y que ya está bien de tonterías, porque nos están convirtiendo las fiestas navideñas en la más depresiva de las épocas del año. Son legión los desafortunados que no tienen con qué celebrarlas mientras a los demás se nos insta –se nos exige más bien- que gastemos como locos, presuntamente hipnotizados por unas lucecitas de colores que penden sobre nuestras atolondradas cabezas. Lucecitas que, por cierto, paga en gran medida el ciudadano de a pie, tanto si es creyente como si no, tanto si pasa por el trágala consumista navideño como si es un feroz oponente a semejante desmadre.
 La sostenibilidad energética es un deber que nos concierne a todos, sin excepción.  A los comerciantes también, por mucha alegría que pongan las luces en la calle, máxime si lo que estamos viviendo actualmente es un luto real y prolongado por toda la barbarie que empapa el mundo en que vivimos. Así que si quieren tapar la miseria con guirnaldas eléctricas, allá ellos. Si pretenden estimular la recuperación económica del país desperdiciando la energía que tanto dinero nos cuesta, allá ellos. Pero considero inadmisible que se ataque a un gobierno municipal, del color que sea, por adoptar medidas sensatas y coherentes con el momento en que vivimos y con las necesidades de las generaciones futuras. Se empieza por los gestos para poder finalmente cambiar los hábitos (o al menos moderarlos) y en ese sentido la iniciativa consistorial merece un aplauso.
 Yo les diría a nuestros mezquinos botiguers que si no les gusta la decisión del ayuntamiento de Barcelona, que paguen ellos la totalidad del coste de la iluminación navideña de las calles (incluyendo un buen recargo por utilización ineficiente de la energía), y que la enciendan, si les place, en pleno solsticio de verano, para que nos vayamos relamiendo anticipadamente de la exuberancia consumista con que nos empacharemos seis meses después. Y es que, realmente, tenemos un problema.

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