jueves, 3 de diciembre de 2015

In memoriam


Siempre que muere alguien querido me asalta la misma sensación sobre nuestra aparente insignificancia en un universo enorme y totalmente indiferente a nuestro destino. La noticia del fallecimiento de nuestra querida Montse me ha pillado en mi puesto de trabajo, en un despacho con un gran ventanal que da a una calle muy concurrida. Y hervía en mí el mismo sentimiento que en otras ocasiones, por desgracia ya numerosas, en las que ante la ausencia definitiva de familiares o amigos importantes, el mazazo de la mala noticia se incrementa con una dosis considerable de ira, al constatar que el mundo sigue como si tal cosa. Como si nunca hubiera existido esa persona, por otra parte tan importante en nuestras vidas.
 
¿No podría parar un momento el bullicio y la frenética actividad que nos rodea para dedicar unos momentos de respeto y consideración ante la muerte de un ser humano? ¿Tan insignificante es nuestra vida para que todo siga igual? ¿Tan poco valor universal tiene nuestra existencia? Parece como si al morir, nuestras  vidas fueran estrellas lejanas que se extinguen. Tan lejanas que su luz apenas llega a la Tierra, por lo que no hay modo de que consideremos la importancia de que esa estrella, con todo su sistema solar y sus posibles habitantes, se evaporen en un instante sin dejar casi rastro. Sin afectarnos para nada en un cosmos cuya enormidad, frialdad e indiferencia ante nuestras pequeñas vidas nos podría helar el alma.
 
Dan ganas de salir a la calle y gritar con todas las fuerzas para que alguien, siquiera un momento, vislumbre y respete nuestro dolor, que no es más que la expresión de cuán importantes son las personas que nos dejan. Que alguien aprecie nuestra rebeldía ante un universo que nos borra como quien que se quita una mota de polvo de la solapa. Nuestro horror ante el vacío de la muerte, que parece como si también fuera rompiendo poco a poco nuestros puentes con la vida, aislándonos en lo alto de una cima rodeada por valles y acantilados cada vez más anchos y profundos, que nos separan de todo cuanto ha sido nuestra existencia. Que alguien nos consuele de nuestra creciente soledad.
 
Sin embargo, ese oscuro sentimiento inicial se va matizando poco a poco. Se transforma en algo mucho más pleno y luminoso. Nuestras vidas se extinguen de muchas maneras. Hay quien sencillamente se apaga sin dejar rastro aparente. Otros explotan como supernovas y su última luz nos ciega y nos abruma. Algunos más colapsan como agujeros negros cuya presencia no se ve, pero cuya enorme fuerza atractiva sigue actuando sobre nosotros, en otra dimensión espiritual, que en ocasiones incluso cambia el rumbo de nuestras vidas.
 
Algunas personas muy especiales se extinguen de una forma completamente diferente. Al apagarse, en vez de contraerse hasta un punto infinitesimal, su presencia se expande hasta ocupar un lugar inmenso en nuestro íntimo e infinito cosmos personal. Su muerte es como un big bang que expande su espíritu hasta las confines de nuestro universo interior, dando un nuevo significado a muchos conceptos, pero sobre todo haciendo que esa persona ahora ausente signifique algo más. 
 
En mi caso, la expansión de Montse en mi universo íntimo comenzó con su enfermedad. Ella siempre fue una persona de una vivacidad y optimismo extraordinarios, pero no fue hasta que le diagnosticaron el cáncer que fui consciente de hasta qué punto ella era la personificación de la esencia de la vida como oposición al vacío y la oscuridad. Esposa, madre y abuela, era consciente de la gravedad de lo que le sucedía, pero su jovialidad, su vivacidad y su espíritu de lucha entraron en acción como nunca antes había presenciado. Y de ese modo, le ganó cuatro merecidísimos años a la muerte, años que se concedió a si misma y que nos regaló a todos nosotros.
 
Porque a medida que su enfermedad avanzaba, creo que todos podíamos ser conscientes de que como ser humano, sufría y tenía miedo, pero nunca dejó que ese miedo nos impregnara a los que la conocíamos. Al contrario, nos contagió su espíritu de lucha y su capacidad de tener fe en ella misma y en los que la rodeaban. De ese modo, su estrella se apagaba, pero su universo se expandía en cada uno de nosotros hasta llegar al día de hoy.
 
Nuestro mundo interior está tejido de muchas experiencias, sentimientos y vivencias. El tejido de ese cosmos, esa red invisible en la que se asienta todo lo que fuimos, somos y seremos, no es sólo obra nuestra, sino la de todos aquellos que, dentro de nosotros, han formado parte de nuestro universo. Su estrella tal vez se apague, pero sus efectos son mucho más persistentes que la mera duración de la vida terrenal. Como la pequeñísima fluctuación de la nada que dió origen al mundo en que vivimos, cada una de nuestras vidas también puede dar unos frutos inexplicablemente poderosos en las almas de los demás. Y lo que germinó de Montse en mi, y espero que en muchos más de quienes la conocieron, fue su alegría, su vivacidad, su jovialidad y su capacidad de lucha.
 
Si el  batir de alas de una mariposa es capaz de desencadenar una tormenta a miles de kilómetros de distancia, no es menos cierto que el sutil aleteo de una vida humana es capaz de causar efectos duraderos y perturbadores en muchas otras vidas. En ese sentido, me da igual que el universo entero sea indiferente ante nuestro sufrimiento y nuestro destino individual. Porque el espacio exterior puede ser frío y vacío, pero mi universo interior se ha enriquecido mucho gracias al legado que nos dejó Montse durante la dura tarea que acometió durante estos cuatro años. Ella, esa parte de ella que tanto admiro, ya vive en mi para siempre. Descanse en paz, dentro de cada uno de nosotros.


In memoriam, Montse (1958 -2015)

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