miércoles, 10 de junio de 2015

Vacunas y fundamentalismo

Fundamentalismo: Exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica establecida. Así define la Real Academia Española uno de los males mayores que afectan a las sociedades modernas. Aunque el fundamentalismo parece reservarse a doctrinas puramente reaccionarias o  tradicionalistas en exceso, también está muy presente en cierta izquierda que más que radical, habría que calificar de new age. Y notablemente ingenua, además, en su filosofía y modos de acción.
 Si fuera un fenómeno puramente hispano, nos veríamos en la necesidad de calificar la actitud de un sector presuntamente moderno y progresista de la sociedad como de esperpento valleinclanesco residual, pero esta filosofía (y sus nefastas consecuencias) se está extendiendo tanto en toda la sociedad occidental que está adquiriendo rango de norma más que de excepción, y ya va siendo hora de que de alguna manera las fuerzas progresistas tomen nota de que alentar determinadas actitudes, por muy antisistema que pueda parecer, le hace un flaco favor a la sociedad en general y al progresismo en particular.
Este ecologismo new age, teñido de un misticismo equiparable pero simétricamente inverso al de los fundamentalistas cristianos –esos que abogan por el creacionismo y denostan a Darwin- está causando mucho perjuicio social y dolor gratuito a los incautos que caen en sus redes, hipertrofiadas por la fácil difusión de sus monstruosidades vía internet y redes sociales.  Es paradójico que se inviertan tantos esfuerzos en prevenir la delincuencia cibernética de todo tipo y se haya dejado de lado la posibilidad de establecer unos protocolos internacionales que certifiquen la veracidad de las páginas web, en base a algo tan sencillo como sería un código de semáforos o algo por el estilo que advirtiera al internauta de cuando está navegando por mares tranquilos o, por el contrario, cuando está entrando en páginas cuyo contenido y afirmaciones son dudosas o directamente falsas.
 El gran problema que tiene internet y sus aliadas las redes sociales es que hoy en día tiene igual voz cualquier descerebrado que un premio nobel. O incluso puede tener más relevancia el primero, si ha tejido una buena maraña de relaciones y contactos prestos a difundir sus evangélicas e irrefutables afirmaciones en blogs, twiters, facebooks y demás  artificios de la modernidad cibernética. El problema es mucho más serio de lo que parece, porque muchos estudios  vienen a decirnos que más del 80 por ciento del material que circula en la red o bien es directamente falso, o contiene distorsiones tan aberrantes e interpretaciones tan sui generis que no merece ser tenido en cuenta. Y eso es mucha basura, incluso para los bobos que creen a pies juntillas todo lo que los amigos les cuelgan en el muro de Facebook. Por lo menos los medios de comunicación clásicos tienen unos códigos deontológicos y una serie de mecanismos de control que, aunque no impiden la desfiguración de la realidad, al menos la modulan y la moderan, y siempre permiten un grado de contraste informativo del que internet carece, pese  a los ímprobos esfuerzos de algunas organizaciones  que se dedican a advertir sobre los riesgos de muchos contenidos.
 Está claro que es mucho más fácil ser un cibernauta desvergonzado que honesto, sobre todo si existe la protección de un anonimato descarado sobre las fuentes y ningún  control ético y legal en la red. Por eso, ciertos autores consideran que  no es cierto que el auge de internet  haya democratizado la información, sino que ha permitido que cualquiera se dedique a intoxicar a sus vecinos sin asumir ningún tipo de riesgo. Es decir, y hablando en vulgo, la expansión exponencial de información en la red lo único que consigue es enmascarar la realidad bajo montañas de datos inútiles o falsos. Y de ahí a montar florecientes negocios fraudulentos, sobre todo basados en la alimentación, la salud y la ecología, va sólo un paso. Pequeño pero de consecuencias monstruosas y que miles de personas se han atrevido a dar sin ningún rubor. Personas, por otra parte, sin ninguna formación médica o científica  acreditada. Vaya por delante que en este poderoso sector digámosle “contracultural” (por calificarlo de algún modo), la ciencia es considerada un tabú al servicio exclusivo del capital, y toda evidencia científica no es más que el resultado de oscuras manipulaciones al servicio de intereses maléficos.
 Atacar a la ciencia por estar al servicio del capital es regresar al peor de los períodos oscurantistas del pasado occidental, cuando se quemaba en la hoguera a Servet y se hacía abjurar a Galileo. Fue por aquella época en la que se produjo una más que notable ruptura entre ciencia y religión, que ha seguido hasta nuestros días pese a los esfuerzos de algunos miembros de ambas partes por reconciliar lo que por otra parte es francamente irreconciliable.  Sin embargo, no está de más aplaudir los esfuerzos de la iglesia católica por tratar de aproximar el moderno conocimiento científico con la fe en la  existencia de un Dios omnisciente. Sin embargo, esa aproximación de las jerarquías eclesiásticas ha tenido su contrapartida por la izquierda, en una jugada bastante absurda de aquellos, que desilusionados de las doctrinas oficiales, han creado una especie de cuerpo doctrinal alternativo, basado  en una especie de espiritualidad difusa centrada en conceptos tan vagos como la madre tierra y otros por el estilo de tal ambigüedad que permiten acomodar en su seno creencias de lo más diverso, pero todas ellas no ya heterodoxas, sino más bien irrisorias, tanto por mover a burla como por su insignificancia intelectual.
 Estos postherederos del movimiento hippy, pero con muchas menos luces que aquéllos, no son en absoluto inofensivos y están causando un tremendo daño en nombre de la libertad de expresión, que también incluye, evidentemente, la de inventar teorías pseudocientíficas  por muy aberrantes que sean. El problema es que la capacidad de juicio crítico de muchos internautas y adictos a las redes sociales es más bien limitada, cuando no directamente nula, y eso les impide efectuar una operación tan sencilla como contrastar con otras fuentes de máxima solvencia las informaciones que beben a diario sin siquiera cuestionarse su veracidad. Además, como el mundo de esa contracultura new age es fundamentalmente conspiranoico, se desecha sistemáticamente cualquier evidencia contraria a los principios doctrinales de esta nueva iglesia bajo el pretexto de que está urdida por unos conspiradores capitalistas que se han aliado para enterrar la verdad y desacreditar a los profetas de ese nuevo evangelio medioambientalista de pacotilla.
 Nadie puede negar que los intereses económicos subyacen a muchas decisiones que se toman en el complejo industrial sanitario-farmacéutico, pero eso no permite poner en tela de juicio decenios de investigación que han permitido un avance tan significativo en la esperanza y calidad de vida humanos que no pueden ser cuestionados ni siquiera por los gurús  antiestablishment (básicamente porque de no existir toda esa parafernalia médico-farmacológica que denostan, seguramente habrían fallecido hace ya unos cuantos años). El problema de atacar globalmente a las farmacéuticas por determinadas prácticas es muy delicado si no se delimita bien el alcance de la manipulación efectuada y la responsabilidad real en que incurren los responsables de la industria cuando proclaman las bondades de algún nuevo tratamiento. Y lo que ya resulta gravísimo es meter en el mismo saco a casi toda la medicina moderna como si se tratara de algún enorme fraude, y que encima nadie responda de forma contundente a semejantes majaderías.
 Que es lo que ha ocurrido en los últimos años con el asunto de la vacunación infantil. Desde el desgraciado episodio de la gripe A, en el que se fabricaron y distribuyeron ingentes dosis de vacunas a costa del erario público sin que realmente fueran necesarias, se ha ido extendiendo cada vez la estúpida moda de considerar que todas las vacunas son innecesarias y que su imposición es fruto  de la codicia farmacéutica. Y que no sólo no son necesarias, sino contraproducentes. Hasta que un pobre niño de Olot que no tiene ninguna culpa de que sus padres sean idiotas, casi la palma por una enfermedad terriblemente infecciosa pero que ya estaba erradicada en nuestro país y que durante siglos mató a millones de humanos.
 La idiotez no es condenable, porque es una condición personal muchas veces inadvertida por el que la padece y, además, es de muy difícil solución. Pero para eso están los poderes públicos. Ante el riesgo de epidemias, es mucho mejor la prevención –en forma de vacunas- que el tratamiento de la enfermedad –a base de medicamentos normalmente mucho más caros que la vacuna y de eficacia más limitada. En ese sentido, para los enemigos irreflexivos de las farmacéuticas, es aconsejable reflexionar que para la industria es infinitamente mejor una buena epidemia que diez millones de vacunas, por la sencilla razón de que la medicación rinde mucho más beneficio económico que la vacuna de la difteria, por poner un ejemplo. Y para quienes el problema está en los efectos secundarios de la vacunación, hay que señalar que si dichos efectos son mucho menores en número y gravedad que las consecuencias de una epidemia, bienvenidos sean: es una mera cuestión de costes y beneficios en la salud pública.
 También hay que recordar que lo cierto es que la vida  misma tiene muchos efectos secundarios, generalmente nocivos y que indefectiblemente acaban con la muerte del individuo. Si ese comentario les parece sarcástico, debo responder que a mi lo que me parece un sarcasmo es que unos padres puedan elegir no vacunar a su hijo aún a riesgo de hacer enfermar en cadena a otros muchos. Y de ahí volvemos a los poderes públicos: si nuestras acciones como individuos pueden causar un daño terrible a nuestro entorno inmediato, e incluso llegar a ser causa de una epidemia que podría haberse evitado, es la obligación del estado imponer los medios para evitar semejante despropósito. Por la sencilla razón de que el bien colectivo debe estar siempre por encima de las opciones individuales si éstas son potencialmente peligrosas. Y que las conclusiones razonadas han de estar por encima del pensamiento mágico que ilumina a casi todo ese colectivo.
 Ejemplos, muchos. La posesión de armas de fuego, para empezar. Dejando de lado la distopia en la que se han convertido los Estados Unidos ene sta cuestión, lo cierto es que el control de las armas de fuego es una constante en todos los países avanzados, por la simplísima razón de que el beneficio de respetar la libertad individual para permitir el acceso libre a las armas no compensa el coste social de los terribles efectos de  su utilización indiscriminada e indebida. Si el ejemplo les parece extremo a  algunos lectores, les replicaré sin ningún género de dudas que permitir a un niño deambular sin vacunación es casi equivalente a darle un revólver cargado para que vaya con él por la calle. Con la diferencia de que al revólver se le acaban las balas enseguida, mientras  el potencial infeccioso del chaval no vacunado es mucho más amplio y poderoso. Lo mismo sucede con algo aparentemente mucho menos letal como la conducción de vehículos, que en cualquier país civilizado exige la posesión de la correspondiente licencia administrativa.
 El problema de fondo es el pánico que al parecer tienen muchos estados por parecer autoritarios por obligar a los progenitores a hacer cosas por el bien no sólo de sus hijos, sino de toda la comunidad en la que viven, como si el paradigma de la libertad fuera que cada uno hiciera la que le viniera en gana (un pánico que se manifiesta de nuevo en los poderes públicos estadounidenses al permitir que en muchas escuelas se enseñe el creacionismo al mismo nivel -si no superior- que el darwinismo). Una paradoja absurda, ya que el estado bien se cuida de obligarnos a muchísimas cosas en las que se nos restringen derechos en aras de una convivencia que en las sociedades masificadas como la nuestra es asunto muy delicado y prioritario. 
Entre otras cosas, ser progresista significa estar por encima de muchos prejuicios, y requiere de una formación diversa y sólida, para lo que se requiere buscar en fuentes de información variadas y contrastables. Si uno no es capaz de obligarse a ello y de entrenar el pensamiento crítico, es mejor que se dedique a algo mucho más asequible a su intelecto, como el chamanismo. Pero a sus hijos, y a los nuestros, que no los enferme con sus simplezas de mentecato fundamentalista.

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