viernes, 26 de junio de 2015

Blackwater y las privatizaciones

La guerra de Irak que inició el presidente Bush hijo y que ha acabado con uno de esos finales abiertos en los que se adivina la derrota del protagonista pese al triunfalismo oficial, nos trajo por otra parte una de las grandes innovaciones de este siglo XXI en la gestión de lo público y que, en su momento, y pese a lo escandaloso del asunto, pasó bastante desapercibido para la mayoría de la gente. Irak fue en campo de experimentación de la privatización masiva del aparato militar. Aunque no hay cifras oficiales (cuidadosamente envueltas en el misterioso velo del secreto de estado), las estimaciones independientes calculan que llegó a haber más de cien mil “guardias de seguridad privados” (un eufemismo por el más apropiado nombre de mercenarios) campando a sus anchas y armados hasta los dientes por el territorio iraquí, en misiones de protección de las empresas civiles encargadas de la reconstrucción y para los altos cargos de la coalición internacional cuya seguridad, empezando por los procónsules norteamericanos, no era competencia de las fuerzas armadas, sino de las grandes empresas de seguridad privada, que  constituyeron verdaderos ejércitos de fornidos exmiembros de las fuerzas de operaciones especiales que gozaron de total inmunidad (un estatuto del que no disponía ni la  US Army) y que literalmente se forraron con el conflicto (ambos, los mercenarios y las empresas contratistas). Se habla de hasta cien mil millones de dólares en facturación, y es que, en muchos momentos, los mercenarios doblaban o triplicaban el número de trabajadores civiles empelados en la mal llamada reconstrucción nacional de Irak (es bien conocido que aquello fue más bien un buitreo muy bien organizado por los Chenney, Rumsfeld, Bremer y compañía).
 Aquellos favores que los altos cargos de la Casa Blanca hicieron a sus amigos del complejo militar-industrial escondían un trasunto realmente estremecedor, como era que incluso muchas operaciones militares fueran llevadas a cabo por ejércitos privados comandados por las grandes corporaciones como DynCorp, Global Risk, Triple Canopy, y un largo etcétera entre las que brillaba con luz propia Blackwater, que fue la mayor concesionaria de protección privada para el Departamento de Estado y la CIA durante los años de la ocupación. Nombres aparte, la privatización de la seguridad en Irak tuvo dos consecuencias clarísimas. La primera de ellas, la de cuestionar el papel pacificador de la US Army y desvirtuar totalmente el concepto de lo militar como parte de la Administración Pública tanto ante la opinión pública como ante sus “compañeros de armas” oficiales, que veían como esos tipos con pinta de duros de película cobraban cantidades astronómicas de dinero por el trabajo que ellos habían hecho hasta entonces por la paga normal de soldado.
 Pero mucho más trascendente era el hecho de que las autoridades norteamericanas habían acometido un proceso –que  años después se ha demostrado imparable- de desmontaje del sector público atendiendo a las peticiones, cada vez más osadas- de la derecha fundamentalista de corte evangélico, que en los dos mandatos de Bush se envalentonó hasta límites insospechados, y aupó a su gente a los más altos niveles de la administración federal. Los grupos de presión ultraconservadores (en lo social) y ultraliberales (en lo económico) siempre han visto al estado como un enemigo a batir. Incluso como un enemigo a un nivel muy similar al de  los antiguos soviéticos, y jamás han disimulado su ansia por desmontar todo control estatal para sus actividades. Su lucha, que rápidamente exportaron a los demás países de la OCDE, consiste en reducir drásticamente todo lo público, etiquetado como “burocracia gubernamental” y entregárselo al sector privado, bajo otra etiqueta, muy aparente pero no menos falsa de “eficaz”.
 Estos fundamentalistas, bien sean evangélicos de corte calvinista, bien católicos preconciliares, no ven con buenos ojos la existencia de un estado que les controle, pero sobre todo, denostan la existencia de amplios sectores del servicio público que prestan servicios a la población y que quedan bajo el paraguas estatal, es decir, regulados de tal manera que es imposible hacer negocio con ellos. De modo que su objetivo es desmontar al sector público de la manera más urgente posible y obtener directamente la gestión privada de todos esos servicios. A nadie se le oculta que lo ideal para ellos es la privatización total, como ha ocurrido con el potente sector industrial y de servicios estatales en todo Occidente: telefonía, banca, seguros, petroleras, y un largo etcétera que hasta los años ochenta y noventa del siglo pasado eran considerados de interés estratégico para el estado. Y que eran una fuente de riqueza colectiva y de estabilidad social y laboral que de un plumazo se entregó a unos cuantos magnates para su enriquecimiento personal y el de los accionistas de sus empresas.
Para el resto de actividades estatales para las que habría resultado tremendamente embarazoso (o directamente inconstitucional) su privatización total, se idearon procedimientos de gestión privada parcial, consistentes en la externalización de partes del conglomerado estatal que eran susceptibles de encomendarse a actividades privadas sin que el revuelo ocasionara tener que dar demasiadas explicaciones. Los servicios de atención telefónica e información, muchos servicios informáticos, las inspecciones estatales –cedidas en forma de concesiones para servicios como la ITV y muchos más-, los conciertos educativos, partes de la asistencia sanitaria, y otros muchos servicios estatales pasaron a depender, directa o indirectamente, de empresas privadas, so pretexto de un mejor servicio a menor coste.
 Sin embargo, la experiencia privatizadora de Irak habría debido alertar a la comunidad sobre  las verdaderas intenciones y sobre las consecuencias de tan furibunda y rápida oleada de privatizaciones. Ya allí, en el capo de batalla, se vió que la factura de los mercenarios era abrumadoramente abultada, y que los servicios que prestaban fueron constantemente criticados por altos mandos militares como desestabilizadores y creadores de odio hacia los Estados Unidos. Hay quien no duda un ápice en atribuir la eternización del conflicto iraquí a la avasalladora manera de actuar de las tropas privadas y su desprecio hacia la población civil, causantes de un odio y una resistencia que jamás pudieron ser vencidos.  Pero es que además, el coste para la administración estadounidense de semejante despliegue militar privado fue enorme. Un coste que al fin y al cabo pagaron todos los contribuyentes, y que nunca se ha justificado suficientemente.
En los últimos años, y mucho más próximo a nosotros, la gestión del sector bancario ha puesto en entredicho –y de manera difícilmente rebatible- la argumentación de que la gestión privada es “buena” por definición. Las locuras en que han incurrido banqueros de todo el mundo no tienen parangón en casi ningún otro sector económico. Y el enriquecimiento brutal de los miembros de los consejos de administración de las entidades financieras a costa de la bancarrota futura de las entidades y del empobrecimiento general de sus clientes es un baldón que habría de avergonzar a la clase política y económica durante generaciones. Sin embargo, los defensores de lo privado siempre argumentan lo mismo: ellos son más eficientes y más eficaces, con un coste menor al de un servicio público y con un servicio más rápido. Sin embargo, la realidad es más tozuda, y en muchos casos, se demuestra que esta armazón ideológica es de una fenomenal endeblez.
 Los datos descarnados no mienten. Por ejemplo, la privatización de los ferrocarriles británicos ha traído, sin ningún género de dudas, un empeoramiento general de la calidad del servicio, tanto en puntualidad, como en fiabilidad. Los trenes ingleses ya no son lo que eran. Lo mismo vemos cuando hemos de tratar con cualquiera de nuestras multinacionales del IBEX 35. Desde su privatización, la atención al cliente se ha degradado de forma alarmante pero predecible, como sabe cualquier usuario que debe pasar por el tormento de intentar efectuar una reclamación a su compañía telefónica, por poner un ejemplo.
 Al parecer, nadie se percató de que el interesado maniqueísmo que dividía a lo privado y lo público entre buenos y malos, respondía a un claro intento de desprestigio para sustraer riqueza a la sociedad y entregársela, casi gratuitamente, a los magnates de turno y sus accionistas, en una política que afectó de forma intensa a sectores estratégicos de las economías nacionales. Al parecer, tampoco nadie quiso entender que lo mejor hubiera sido aunar lo público y lo privado generando sinergias. Porque mantener la titularidad pública de muchas de esas grandes empresas hubiera revertido en riqueza para el estado, es decir, para los ciudadanos. Pero por otra parte, con una gestión privada, especialmente de los recursos humanos, el nivel de eficiencia podría haber sido tan alto como en el sector privado. Es decir, nadie quiso  abandonar el concepto “funcionarial” de los trabajadores del sector público, y sustituirlo por el de trabajadores contratados para proyectos concretos. Renovables o cancelables si no daban los frutos apetecidos. Y utilizar sistemáticamente técnicas presupuestarias muy exigentes, como el Presupuesto en Base Cero (que exactamente se refiere a eso: la base anual de cada presupuesto parte de cero, sin que sirvan los importes del año anterior. Hay que justificar cada programa en base a sus resultados, y si no ha funcionado, se cancela y sus integrantes al desempleo).
Puede parecer un sistema inaudito y cruel para la administración pública, pero más cruel es ver cómo se la está dejando morir en casi todo occidente con argumentos de ineficacia que sólo son ciertos en la medida que los poderes políticos están fomentando, por intereses que nada tienen que ver con el bien común, esa misma ineficacia con la que persiguen el desprestigio de todo lo público. De todo lo que pertenece a la ciudadanía.

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