jueves, 18 de junio de 2015

Jaleo municipal

 Estos días anda el país muy revolucionado con un debate sobre la constitución de los ayuntamientos que hasta ahora había tenido poca trascendencia porque la primacía de las mayorías absolutas o de las coaliciones consolidadas durante la transición no hacía necesaria la discusión de este asunto, salvo en algunas localidades muy concretas y generalmente de escasa significación demográfica donde se producían alianzas que algunos calificaban de contra natura, pero sin que la sangre llegara al río, salvo en el caso de los tránsfugas, que eso forma parte de otra historia.
Sin embargo, el panorama que han dibujado las elecciones municipales de 2015 es completamente distinto, por la ruptura general del bipartidismo y su sustitución por un multipartidismo bastante variopinto (en lo relativo a los municipios) que ha venido  para instalarse durante bastantes años, según el común parecer. Este fenómeno implica la desaparición de las mayorías absolutas a las que son tan afines nuestros políticos tradicionales, y como consecuencia no deseada para ellos, la necesidad de recurrir a pactos de legislatura para poder gobernar.  Pactos que pueden ser generales, lo cual suele implicar la formación de consistorios con miembros de varias formaciones políticas, o puntuales, en los que una formación minoritaria gobierna en solitario con el apoyo externo de los concejales de otras formaciones más o menos afines.
 Lo que hasta aquí parece muy sencillo se complica terriblemente cuando el partido más votado se ve excluido de la alcaldía por la unión de otros partidos que suman una mayoría suficiente para echarlo del poder. Dejemos a un lado los berridos de los voceros a sueldo y las incitaciones al electorado para manifestar su disconformidad por parte del partido ganador pero perdedor a la postre, y que no podemos tener en consideración porque son simétricas a todo lo largo y ancho del espectro político; jaleos éstos  que consisten en incendiar los ánimos  a través de los soportes mediáticos que lanzan soflamas en contra de tan “antidemocrática” (¿?) decisión, sin cuestionarse lo más mínimo porqué esos pactos son antidemocráticos. Pues resulta que aquí todo el mundo sabe de democracia pero pocos se aprestan a pensar un poco en los términos y significados de la verborrea con la que nos disparan a bocajarro.
 Es bastante significativo que el debate se iniciara bastante antes de las elecciones, con aquella pretensión del PP de modificar la legislación electoral para que el el líder de la lista más votada fuera, por narices, alcalde de un municipio. Cuestión que se resolvió fácilmente porque los expertos (y los que no lo eran pero tenían un cierto grado de pensamiento crítico) vieron en dicha iniciativa un interés descaradamente sectario del partido en el poder, que veía venir la hecatombe electoral de mayo y quiso poner la venda antes del tajo. Y porque dicha iniciativa consagraría la  endeblez consistorial para siempre, pues un alcalde en minoría se podría ver de inmediato  expulsado del cargo por cualquier moción de censura (lo que teniendo en cuenta el carácter resentido del político español medio y su querencia por el poder más que por el servicio a la ciudadanía, iba a tener lugar más bien pronto que tarde). Sin tener en cuenta que obligar a un consistorio a tener  un alcalde en minoría por real decreto es equivalente a arrojarlo a los leones de la ingobernabilidad, puesto que excluye la posibilidad de pactos de gobierno, siquiera puntuales.
 Como apunte necesario y bastante concluyente, si el alcalde tuviera que ser el de la lista más votada pero sin tener apoyos para ello, conviene reflexionar sobre  cómo se las apañaría para gobernar una entidad si la mayoría de las fuerzas políticas están en contra y suman sus votos consistoriales para tumbar cualquier iniciativa de la alcaldía. Véase el via crucis de Obama en esta última legislatura estadounidense, y eso que a él no le pueden poner una moción de censura por las bravas.
Definir lo que resulta injusto en el libre ejercicio de la democracia resulta de lo más espinoso. Cada sistema tiene sus ventajas e inconvenientes, pero lo único seguro que podemos afirmar desde la ecuanimidad es que el sistema electoral perfecto no existe, ni ahora ni nunca. Baste recordar que los sistemas mayoritarios por circunscripción (al estilo británico), poseen la ventaja de que  prima mucho la relación directa del concejal o diputado con la ciudadanía de su circunscripción más que su fidelidad al partido; pero a cambio de que se pueden  formar mayorías absolutas con muy pocos votos de diferencia. Si tomamos la hipótesis de un país con quinientas circunscripciones y en todas ellas el partido ganador lo es por un solo voto de diferencia, tendremos una legislatura monocolor con un solo partido en la cámara por sólo quinientos votos de diferencia, aunque los votantes sean quinientos millones. A los ojos de muchos ciudadanos, eso puede parecer una terrible injusticia, pero es la esencia del sistema mayoritario, donde el ganador se lo lleva todo.
 Así que en lugar de cuestionar según los intereses del momento el mecanismo con el que se dota cada nación para su sistema electoral (porque eso no conduce a nada), lo que corresponde es meditar objetivamente qué significa la democracia participativa y cómo hemos de adaptarnos al juego. Del mismo modo que el futbol tiene reglas que pueden parecer absurdas, pero que todo el mundo acata hasta que se modifican consensuadamente, en el ámbito político tenemos las leyes electorales, que también se han de modificar de forma consensuada y razonable. Y esas reglas no impiden en ningún caso la formación de mayorías ajenas al partido más votado, por mucho que rabie el número uno de la lista.
 En definitiva, se trata de una cuestión que no tiene nada que ver con la legalidad (por descontado) ni con la ética, lo cual requiere una aclaración. Acusar de falta de ética a los partidos que se unen  para superar al más votado es una soberana estupidez, porque en ausencia de mayorías claras, se hacen necesarios los pactos para gobernar. A pactar es algo que se tiene que aprender, porque es un juego de negociaciones y concesiones cuyo ejemplo es la vida misma, salvo la de los tiranos autócratas. Si una formación es incapaz de asumir esta cuestión práctica, es que no merece gobernar. A modo de ejemplo, es como el matón de barrio que a la hora de jugar a fútbol se niega a participar si él no es el capitán que elige a todos los jugadores que desea para su equipo. Nuestros queridos infantes  resolvieron este problema hace muchos años, permitiendo a cada capitán escoger alternativamente entre los jugadores disponibles (lo cual me lleva a pensar si no resultará que los niños tienen más sentido práctico que sus progenitores presuntamente adultos).
 Además de la falta de pragmatismo que significa esa incapacidad de pactar, lo cierto es que resulta imposible convertir un consistorio fragmentado en un jardín privado (ni que sea de infancia), salvo que –como sucede habitualmente en Hispania- nos pueda el ramalazo autoritario que siempre acecha agazapado detrás de cada voto. Porque de hecho, las pataletas (generalmente, pero no exclusivamente de los candidatos del PP) que hemos visto estos últimos días ponen de manifiesto dos cuestiones que se ocultan bajo el lenguaje corporativista de sus reprimendas. En primer lugar evidencian que con su anterior estilo de gobierno, son muchos los políticos con mando en plaza que han actuado con tal prepotencia y descaro que no es extraño que cuando llegan las vacas flacas todos quieran huir de ellos como de apestados y se nieguen a pactar con ellos. En segundo lugar, porque la incapacidad de pactar con otras formaciones políticas para formar un gobierno estable puede ser más bien una tapadera para ocultar intereses ocultos, muchos de ellos personales y de los otros referidos al pago por servicios prestados.  A fin de cuentas, aunque el principio del buen gobierno exige que todo se haga para el municipio y la ciudadanía, los numerosos casos de corrupción local puestos de manifiesto hasta ahora señalan nítidamente que la alcaldía es una torre de marfil desde la que se premia a los afines y se castiga a los adversarios, generalmente sin más motivo que el puramente económico, ya sea en forma de sobornos o de sustanciosas contratas y comisiones, convenientemente lubricadas con la debida vaselina mediática.
 De ahí que la lista más votada proteste escandalosamente, algo a lo que debemos responder con serenidad y sentido práctico.  Si el poder municipal reside en los vecinos, que  lo otorgan cada cuatro años a un consistorio elegido democráticamente, resulta bastante evidente que la mayoría de los vecinos, pese a no tener las mismas sensibilidades programáticas, pueden ponerse de acuerdo para gobernar el municipio frente a otro colectivo vecinal que aunque sea el mayor de todos, no tiene la fuerza suficiente para imponer su criterio. Esto es algo tan lógico y frecuente que no nos damos cuenta de hasta qué punto hacemos uso de ello sistemáticamente. En una reunión de amigos que planifican un viaje, si tres de ellos quieren ir a Japón, pero cinco son alérgicos a viajar en avión tanta distancia, es probable que esos cinco restantes se pongan de acuerdo para proponer un viaje a Praga, aunque a lo mejor de esos cinco dos preferían Praga, dos Budapest y otro Viena. Lo importante es que es más fuerte lo que une a los cinco (aunque con diversidad de opinión) que lo que desean los tres restantes. Y el viaje se hará finalmente a Praga (o bien se romperá la baraja y se formarán dos grupos de viaje distintos).
 En resumen, en cualquier colectivo, sea político, social o familiar, a falta de una norma expresa, los pactos entre minorías para lograr un objetivo determinado no sólo son habituales, sino que constituyen la norma no escrita. Y por tanto, todos nos hemos acostumbrado a respetar esos pactos de minorías insuficientes por sí solas para formar una mayoría hegemónica. Y si no es así, que alguien me explique cómo resuelven sus problemas las comunidades de propietarios (aparte de por agotamiento y renuncia de la mayoría de vecinos). O sea, que parece como si lo que en la vida diaria de cada uno de nosotros resulta de lo más habitual, se convierte en una “absoluta falta de ética y de respeto a los principios democráticos”  en las complejísimas circunvoluciones cerebrales  de, por ejemplo, el exalcalde de Badalona, (ex)excelentísimo señor García Albiol. Y no será porque la política española resulte un dechado de virtudes y espejo de ciudadanos en el que la ética aflore por doquier.
 En ningún lugar de la prolija e insufriblemente abstrusa normativa española, desde la Constitución hasta  la más humilde de las circulares ministeriales,  está escrito que la lista más votada sea la que debe gobernar. A la derecha, monolítica como siempre, eso le causa mucho pesar, porque la izquierda siempre estará más fragmentada, precisamente porque la izquierda, por definición, es mucho más diversa, amplia, abierta y caleidoscópica que la derecha, siempre cerrada en torno a muy pocos principios inmutables desde la época del despotismo ilustrado, aquel de todo para el pueblo, pero sin el pueblo, que ya sabemos todos cómo acabó.  Así que a la derecha tacticista le conviene caldear el ambiente para crear un estado de ánimo colectivo proclive a la absurda idea de que gobierne el alcalde de la formación más votada, aunque no tenga apoyos ni para ir a tomarse un trago al bar del ayuntamiento. Pero al ciudadano reflexivo –no al idiota que siempre se sulfura con el manido “es que han ganado los míos”-  le toca discurrir porqué va a ser antiético hacer en política lo que es común y aceptado en los demás ámbitos de una sociedad abierta: pactar, incluso contra el más fuerte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario