martes, 3 de marzo de 2015

La nostalgia no es un error

Las explicaciones psico-sociológicas al incontestable y universal sentimiento de que “cualquier tiempo pasado fue mejor” se explayan en el error en que nuestra mente incurre al valorar sucesos pasados. Según esta extendida escuela de pensamiento, de los hechos pasados relativizamos los aspectos más dolorosos y resaltamos los que, de algún modo, nos resultan agradables y placenteros, que quedan fijados en la memoria con mayor intensidad que los sucesos negativos. Esto es algo que contradice todas las teorías sobre el trauma y el estrés postraumático, según las cuales en muchos sujetos, lo realmente imborrable -hasta el punto de que jamás vuelven a  tener una vida serena- son los acontecimientos brutales que han experimentado en el pasado, como guerras, internamientos en campos de concentración y matanzas de toda índole. Ciertamente, las teorías psicoanalíticas al uso intentan minimizar este hándicap por la vía de relativizar la cuestión: sencillamente afirman que lo que se suaviza son sólo los pequeños golpes de la vida en contraste con los vívidos recuerdos positivos del pasado, que se mantienen en todo su esplendor. Mi entrada de hoy tiene por objeto refutar esta aseveración, al menos parcialmente, y plantear la tesis de que, en efecto, cualquier tiempo pasado sí fue mejor, al menos en la esfera más íntima y personal.
La naturaleza es brutal y aséptica por definición. Frente al feroz darwinismo ecológico no caben argumentaciones de carácter moral ni apelaciones a la justicia. Todo ser vivo lo está en la medida en que se involucra en una competencia feroz por la supervivencia en su ecosistema; la alternativa es la muerte inmediata. Esa competencia, que a los ojos de un moralista ingenuo tiene mucho de cruel e injusta, no tiene ningún otro propósito que la supervivencia de los más aptos, y esa aptitud se demuestra no sólo en la competencia entre especies (comer y evitar ser comido), sino dentro de las propias especies, estableciendo por lo general  rígidas jerarquías  entre los miembros de cada comunidad. Jerarquías en muchas ocasiones ritualizadas, y en otras realmente sangrientas, pero que tienen siempre las mismas consecuencias para los derrotados: formar parte de una masa de bajo rango a la que siempre le tocan las sobras de todo.
 La humanidad (me niego a escribir el término en mayúsculas, empapado como estoy de una perspectiva naturalista que no nos permite considerarnos superiores a cualquier otra especie del planeta) no es inmune a esa competencia, pero tiene la desdicha de ser consciente de ella, lo que la encamina por el camino de la utopía, que no es otro que tratar de alejarnos del darwinismo biológico y sustituirlo por la aspiración a una comunidad igualitaria y fraternal, donde fragüe el principio de solidaridad entre todos sus miembros. Y en el que aparece, ahora sí, todo un conjunto de criterios éticos más o menos universales. Esos criterios, esa moralidad personal y social, son algo que nadie lleva en los genes: se tienen que aprender, y así se hace desde la más tierna infancia (Nota: si alguien se pregunta porqué las virtudes morales no están de algún modo inscritas en nuestro acervo genético, la respuesta es doble: por un lado la especie humana no ha evolucionado durante el tiempo suficiente como para que ese tipo de características se incorporen al genoma humano; pero lo más importante es que ese conjunto de virtudes, desde el punto de vista darwinista, no sólo no sirven de gran cosa para mejorar la supervivencia del individuo, sino más bien al contrario: la utopía puede ser letal en un mundo que en realidad sigue siendo tan depredador como hace millones de años).
Claro está que los niños de todo eso no saben nada. Sencillamente son vulnerables porque se les inculcan preceptos bondadosos que luego una gran parte de la comunidad en la que viven no es capaz de mantener, y esa contradicción entre lo que debería ser y lo que es en realidad, filtrada por nuestra conciencia y nuestra experiencia, forma parte del proceso –en verdad doloroso- de hacerse adulto. Así que la desilusión y el desencanto forman parte del proceso de convertirse en un humano adulto, y no son muchos precisamente quienes consiguen atravesar ese laberinto de contradicciones vitales y salir indemnes (Nota: quien conozca a personas con síndrome de Down sabrán que son distintas en un sentido muy radical: siempre son razonablemente felices y no sufren ese patético cambio de rumbo moral en el que solemos caer los humanos “normales” cuando nos hacemos adultos).
 En definitiva, hacerse adulto consiste, en la mayoría de los casos, en un proceso de corrupción – o cuando menos relativización- de todos los preceptos morales inculcados en la tierna infancia, y su sustitución por la justificación del medio para obtener un fin, y por atender en primer lugar al egolatrismo primigenio en detrimento de cualquier otra consideración. Sucumbir, en definitiva, al darwinismo esencial del que procedemos, aunque nos horrorice siquiera la mención a la posibilidad de que así seamos en verdad (Nota: para lavar debidamente nuestras conciencias, suplantamos las virtudes auténticas con sucedáneos muy convenientes: la caridad, la compasión, el altruismo más o menos forzado, los telemaratones y porqué no, la seguridad social, entre otros).
 Así que, yendo un poco más allá, puedo estar en parte de acuerdo con los freudianos que rechazan que cualquier tiempo pasado fue mejor desde un punto de vista objetivo, porque el mundo entonces era igual de brutal, injusto y sádico que hoy en día. Y porque el bien tampoco solía tener recompensa, ni inmediata ni diferida; y normalmente el mal solía triunfar igual que actualmente, a la manera en que siempre suele triunfar el mal: de forma solapada y aparentemente incruenta, incluso disfrazado de virtud. Pero también estoy convencido de que como individuos, cualquier pasado fue mejor porque nosotros éramos mejores. Todavía vivíamos en la inocencia del idealismo, todavía nos creíamos inmunes a las bofetadas de la vida comunitaria, aún creíamos posible modelar la humanidad a través de la ética y las virtudes morales. Con la convicción de que el mundo podía ir a mejor y que las posibilidades eran infinitas para la sociedad en general y para nosotros en particular. Esa perspectiva, un poco como la de los jóvenes de mayo del 68, tiene un solo defecto: en una estructura tan jerarquizada como la de los homínidos, proponerse aplicar las virtudes morales universales es poner en cuestión la misma existencia de los roles de poder y dominación y no tener en cuenta que la cúspide de la pirámide la suelen ostentar individuos viejos, experimentados y embrutecidos, y por tanto desprovistos –o despojados- de sus atributos éticos iniciales, esos que tanto les inculcaron de niños.
 Porque la verdad es que vivir, para una gran mayoría, consiste en ir haciendo un lamentable strip tease en el que el paso de los años nos va desnudando de la decencia con que tan primorosamente nos quisieron vestir desde pequeños. Al final del recorrido llegamos en paños menores o, peor aún, disfrazados como cocottes con colores chillones y ropas estridentes que sólo tratan de disimular nuestra perfidia y perversidad moral. Un engaño que es tanto proyectado al exterior como un autoengaño trenzado con muchas justificaciones, casi siempre tomadas de prestado de otros que nos precedieron y dedicaron gran parte de su vida adulta a justificar la infamia, que es universal (Borges dixit). Pero en definitiva, desde esa perspectiva, cualquier tiempo pasado sí fue mejor, porque nuestro pasado no estaba corrompido por nuestro egoísmo y nuestra ansia de poder, es decir, por nuestra angustia por escalar posiciones en la jerarquía social.
 En ese sentido nuestro ayer es límpido y se parece mucho a un río, aunque la analogía sea un tanto frívola, y desde luego cursi. El agua que brota del manantial es clara y transparente, y así sigue durante un tiempo mientras desciende cantarina al valle. Pero con el tiempo los sedimentos que arrastra la van enturbiando y al final de su curso, las más de la veces, no es más que un limo espeso y sucio cargado de detritos. Lo normal es  que cuando miremos el pasado -no sólo el nuestro, sino el colectivo- sepamos a ciencia cierta que siempre fue mejor, más puro y menos asfixiante, aunque viviéramos en la pobreza y la dificultad. Sólo así puedo imaginar a personas como muchos de los políticos actuales, que no eran entonces representantes tan genuinos de la ignominia con que nos castigamos en el transcurso de los años. Tal vez algunos fueran patitos feos educados en la endogamia cuartelera guardiacivilesca en un país extraño antes de transmutarse en belicosos patrioteros, o graciosos jovencitos dicharacheros y astutos sin ser aún manipuladores retóricos y un tanto mafiosos –al estilo en que un Andreotti puede ser considerado mafioso, entendámonos-   en su edad adulta. Incluso algunos puede que fueran adolescentes una pizca demasiado chuletas y dominadores, pero todavía no energúmenos megalómanos adictos al poder. O muchachos introvertidos y huidizos, antes de travestirse en chirriantes azotes de desviacionismos e inquisidores generales de la cosa política. Incluso habría afanosos hijos  de la pequeña burguesía necesitados de triunfo social a falta de otras virtudes, pero sin siquiera vislumbrar la deslumbrante y demoledora codicia a la que llegarían bastantes años más tarde. Igual no es así y me equivoco y todos ellos eran completamente diferentes a los jovencitos que intento evocar, pero una cosa es segura: eran diferentes a como son de viejos. Porque eran mejores: menos rabiosos, menos anquilosados, menos manipuladores, menos frustrados (y frustrantes). Más ilusionados, más idealistas, más inocentes, más utópicos. Y sobre todo, más limpios de alma.
 Lo mismo que nos sucede a (casi) todos y cada uno de nosotros. Por eso cualquier tiempo pasado fue mejor. Por eso, la nostalgia no es un error, sino un recordatorio de lo que perdimos en el camino.

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