jueves, 12 de marzo de 2015

Inestabilidad

Este año convulso está resultando de lo más interesante desde una perspectiva electoral. Los grandes partidos, muy amedrentados por la eclosión de diversas formaciones alternativas, que le están dando bocados –de momento todavía hipotéticos- a su electorado por derecha e izquierda (especialmente por la izquierda), han iniciado una épica confrontación para mantener su estatus de liderazgo nacional. Lo que ya no se sabe muy bien es si la confrontación es con los otros partidos o con la ciudadanía, a la que tratan de convencer de las bondades del bipartidismo como garante de la estabilidad democrática.
 
En primer lugar, hay que recordar a los mediáticos asesores de PP y PSOE que la estabilidad democrática no depende del número de formaciones con representación parlamentaria. La democracia es estable cuando sus principios están profundamente asentados en la sociedad (que tampoco es el caso, como trataré de demostrar más adelante), y desde luego cabría considerar que cuanta más diversidad política, mejor se sedimentan dichos principios en una democracia joven (y en el caso español, más que joven, adolescente). La interesada tergiversación de este principio, que de entrada podría parecer astuta, es la que llevan a cabo los jefes de filas de los partidos mayoritarios, que hasta la fecha se han repartido el pastel sin demasiadas incomodidades, asumiendo que estabilidad democrática es exactamente lo mismo que estabilidad gubernamental.
 
Lo cual no es sólo tomar la parte por el todo, sino tomar directamente el pelo personal. La estabilidad democrática significa inmunidad del sistema a los vaivenes de los diversos gobiernos y legislativos que vienen y van. La estabilidad gubernamental consiste, nada más y  nada menos, en conceder un cheque en blanco al poder ejecutivo para gobernar al margen de los habituales sistemas de control democrático que obligan, las más de las veces, a un complejo sistema de arreglos y pactos en el que todas las partes ceden un poco para conseguir alguna cosa. Ese difícil arte que se llama negociación. Para quienes no se hayan enterado todavía, consulten en  las hemerotecas  los delicados equilibrios de Obama y el partido demócrata frente a la mayoría republicana del Congreso.
 
Así que nos encontramos con que PP y PSOE piden mayorías fuertes, que garanticen la estabilidad del país durante la legislatura. El único y fundamental problema de dicha petición consiste en que, en este triste ruedo ibérico, las mayorías fuertes están para lo que están: para gobernar como si la otra mitad de España no existiera. O peor aún, como si fuera una casta de intocables hindúes a la que hay que tratar con el mayor desprecio posible. Se gobierna para los amigos –los electores propios-  y contra los enemigos, donde “enemigos” es término que suele referirse aproximadamente a la mitad de la población, millón arriba, millón abajo.
 
En definitiva, se pretende gobernar pasando el rodillo parlamentario y ejecutivo por encima de los demás partidos, lo cual es doblemente pernicioso. Primero porque significa cargarse el principio de separación de poderes de tal manera que resulta imposible recomponerlo, por mucha ingeniería política que quiera aplicarse al asunto. Y segundo, porque está feo que mi Presidente del gobierno me dé morcilla sencillamente porque, en su al parecer acreditada opinión, no tuve el arrojo y la sensatez de votarle a él. Desde aquel célebre “que se jodan” proferido desde los escaños del PP por una pitufina pija y neofascista, nos ha quedado muy claro que gobernar consiste en eso, literalmente: joder a los que no llevan el emblema adecuado en la solapa. Y tener la desfachatez de pedirnos después el voto a todos, como garantía de estabilidad y buen hacer, etc. etc.
 
La gente sensata de este país, que aún la hay, suele tener la convicción de que es muy conveniente evitar las mayorías absolutas, porque nuestra tradición fratricida nos lleva a la soterrada certeza de que la mejor manera de gobernar sería el exterminio del adversario. Por las buenas, exterminio político, que es a lo más que hemos conseguido evolucionar desde la proclamación de la democracia en 1977. Por las malas, exterminio de paredón al amanecer. Lo de la tolerancia, el diálogo constructivo, el respeto a las demás opciones políticas  y todas esas zarandajas las ven mayormente como mariconadas de cuidado, sólo aptas para pusilánimes y blandorros. Gobernar es empuñar la garrota, en resumen.
 
Por supuesto, si la garrota la tienen que compartir, a lo sumo que sea alternativamente por períodos legislativos, pero ni soñar en empuñarla a varias manos. Y mucho menos, dejar de blandirla y sustituirla por la batuta, que es también instrumento de madera, pero de connotaciones mucho más melódicas y ciertamente democráticas. Pues si el garrotazo es el epítome de los medios empleados por los partidos mayoritarios españoles durante las últimas centurias como significación del poder casi absoluto al que aspiran nuestros gobernantes, la batuta es el símbolo de la bien organizada dirección de una sociedad muy diversa pero que podría resultar armónica si se tuviera una buena orquesta (que ya es otro cantar).
 
Sin embargo, la tradición absolutista española sigue presente bien entrado el siglo XXI. No sólo entre nuestros gobernantes, sino también entre la ciudadanía, que también parece preferir el ordeno y mando al diálogo sereno y las concesiones de la negociación. Nuestra tradición cívica es totalmente militarizante, guerrera y follonera. Irrespetuosa hasta el extremo con el contrincante, carente de toda empatía hacia diferentes perspectivas y, sobre todo, necesitada de imponer más que de convencer. Argumentar para convencer parece ser un ejercicio demasiado denso y cansino, sobre todo cuando se pueden conseguir muchos mejores resultados por la vía de la imposición. Manu militari, o casi.
 
Tal vez sea hora de dejar de decir estupideces y zalamerías  acerca del  “elevado grado de madurez democrática de la sociedad española”, y asumir que aún estamos muy lejos de haber metabolizado las esencias democráticas. A lo sumo, las tenemos atravesadas en el duodeno ciudadano y nos mostramos incapaces de digerirlas (y también de regurgitarlas, con todo lo que eso comportaría). Así pues, vivimos una parálisis de asimilación democrática, en la que como casi siempre en nuestra historia, nos hemos quedado con las formas pero no con el trasunto de la cuestión. Por eso parecemos un pueblo moderno, pese a que lo único que hemos hecho ha sido vestir al troglodita interior con camiseta y tejanos.  Por eso no nos convienen las mayorías absolutas, ni siquiera las de los nuestros afines, porque de inmediato saltan los relés antidemocráticos y empezamos a pensar en el que se jodan inverso. Y así no vamos a ninguna parte.
 
Tentado estoy de considerar que las mayorías absolutas deberían estar prohibidas constitucionalmente, al menos hasta que aprendamos a respetarnos mutuamente como colectivo nacional, y a entender que gobernar es un arte de colaboración y consenso, más que de imposición y griterío. Asumir que preservar la separación de poderes sí es la garantía de la estabilidad del estado de derecho, y que esas cosas no se aprenden en un libro de texto teórico como es la constitución, sino poniéndolas en práctica una y otra vez en todos los niveles y escalas: personales, familiares, sociales y políticos. Si nos limitamos a reclamar mayorías fuertes para gobernar de forma como mínimo paternalista (aunque en general deberíamos calificarla más bien de autoritaria/acosadora), nunca conseguiremos el grado de lucidez necesario para poder aprender no sólo a pensar de forma crítica, sino a respetar el pensamiento crítico de los demás. La madurez democrática es eso y mucho más: es huir del dogmatismo  autoritario como alma que lleva el diablo, y aprender a recapacitarnegociar y consensuar, habilidades de las que carece todavía la ciudadanía española en general, y sus representantes políticos en particular.

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