miércoles, 18 de marzo de 2015

Catalanes en Andalucía

El nacionalismo es arma de doble filo, y algunos personajes públicos, demasiado tontos como para comprender los peligros de su aguzado hierro, corren el riesgo añadido de confundir la empuñadura con el filo, y propinarse unas cuchilladas de cuidado sin saber muy bien cómo hasta que acaban empapados en su propia sangre  rojigualda. En fin, que esta semana pasada nos ha regalado un ejemplo diáfano de que el debate del nacionalismo sólo puede entenderse cuando los contendientes son dos nacionalistas opuestos, pero nunca entre un nacionalista y no nacionalista, si es que existe dicho espécimen. Esta disquisición no es gratuita, porque a la vista está que no nacionalistas de verdad prácticamente no existen, y en política no conozco a ninguno que se haya significado lo suficiente como para merecer siquiera una nota al margen de la historia universal.
 Sucede que la adscripción al grupo es una tendencia fundamental de todos los primates, y desde luego del hombre. El ser humano no se concibe fuera de un grupo, ya que el aislamiento lo condenaría con toda certeza a una muerte segura (al igual que sucede con nuestros parientes chimpancés y bonobos). En el caso humano, la exclusión del grupo conduce sistemáticamente a graves desórdenes mentales, y la exclusión social es una especie de muerte en vida que comporta pesares sin cuento. Necesitamos pertenecer a un grupo, y necesitamos identificarnos con ese grupo. El humano solitario por excelencia no existe, y cuando creemos encontrar uno, se trata de un tipo de persona trastornada emocionalmente e incapaz de mantener un contacto sobrio con otros de su misma especie. Muy perjudicada, que diríamos.
 Así que la identificación con el grupo es una clave fundamental de nuestra vida mental y social. La identificación grupal conduce inexorablemente a una distinción – a veces muy sutil, pero no menos palpable- entre “nosotros” y “ellos”. Y en situaciones de tensión o tribulación, cuanto más intensa sea la percepción de la diferencia entre nosotros y ellos, mayor será la cohesión de nuestro grupo (y por un efecto de simetría bastante más trascendente de lo que se piensa, también la de ellos). En resumen, la cohesión de un grupo social se basa en la definición de una identidad propia y distinta de los demás grupos. Una identidad que opera como una impronta bastante indeleble frente a todo tipo de racionalizaciones, porque se trata de un fenómeno claramente emocional.
 O sea que resulta bastante indignante oir (y aún más creerlo a pies juntillas) decir a alguien que es “no -nacionalista”, porque ese “no” se refiere siempre y en todo lugar a una contraposición a otro grupo con una identidad diferenciada. Cuando oímos autoproclamarse a determinados políticos y ciudadanos como no nacionalistas no existe otra opción que entender que su pretendido no-nacionalismo es una confrontación respecto a otro grupo distinto que proclama una identidad diferente. En ese sentido “no” no se corresponde exactamente con “anti”, pero casi, y la excusa básica siempre es la misma: atribuir al vecino de enfrente unos defectos que son esencialmente los mismos que los nuestros reflejados en un espejo sociocultural. 
 Precisamente por eso es de risa observar las soflamas antinacionalistas de muchos políticos, cuya astucia pretende menoscabar la ya menguada inteligencia política de gran parte de la ciudadanía, haciéndoles creer que su no-nacionalismo es como una especie de internacionalismo universal y panhispánico. Como si se tratara de un metanacionalismo cuya frontera es Europa, porque resulta muy barato decirlo y porque ellos son los primeros que saben que la Europa de los pueblos es una entelequia inalcanzable, a excepción de lo que ha sido siempre: un mercado y un mercadeo común de filibusteros económicos.
 Resulta deprimente estudiar en profundidad las declaraciones  de muchos políticos de presunta altura y ver en ellas los mismos tintes hipernacionalistas que pretenden criticar en boca de otros. En ese sentido, no es más nacionalista el Frente Nacional de Le Pen, que los partidos tradicionalmente más centrados, como la UDF o el PS francés. Lo único que les distingue es la semántica,  un mayor acento en cuestiones raciales y de origen, y un cuidadoso disimulo de todo aquello que pueda parecer  chauvinista o endogámico. Llegamos así a una situación en la que el discurso de los partidos tradicionales, especialmente de izquierda, pretende ser integrador y multiétnico porque la corrección política así lo exige (y los medios de comunicación están muy atentos a este tipo de cosas) y les lleva a proclamarse no nacionalistas. Pero es una distinción falaz, porque su no-nacionalismo lo es por oposición a un discurso mucho más nítido y beligerante de los “lepenistas”, pero no por una convicción clara y determinante. Al contrario, las soflamas y banderas francesas excitan por igual a todo el espectro político (igual que ocurre en Gran Bretaña o en EEUU) a las primeras de cambio.
 El uso masivo y martilleante de la bandera es una herramienta de afianzamiento del credo nacional muy potente en todos los países del mundo, sin excepción. La bandera simboliza como pocas cosas la identidad colectiva, por más que sea un trapo lleno de sangre y mierda, como se han cansado de repetir ilustres anarquistas. Y ese poder aglutinante de la bandera existe porque por debajo del puro símbolo, fluye una corriente poderosísima de nacionalismo que arrastra vigorosamente a todos los ciudadanos en una dirección u otra, pero que no les deja inmunes ni mucho menos. Y ese fenómeno, esa corriente fluida y subterránea, está presente en todos nosotros. Sólo hace falta que se pulsen determinados interruptores emocionales para que aflore de forma abrupta y, en ocasiones, violenta.
 Muchas personas no son lo suficientemente perspicaces como para percibir hasta qué punto el nacionalismo genérico y genético (o tal vez sería mejor decir memético) fluye por debajo de sus conciencias por lo demás generalmente tranquilas y desapasionadas hasta que salta la chispa que enciende su nacionalismo más tribal. Son muchos, muchísimos, quienes afirman ser no  nacionalistas, pero que cuando se ven empujados a tener que tomar partido, adoptan una postura claramente (ultra)nacionalista. El nacionalismo no es una ideología, sino un sentimiento (a veces ideologizado), y  cuando se pretende racionalizar resulta en un ejercicio absurdo a más no poder, porque el sentido de identidad nacional, aunque se forja en símbolos externos, es básicamente  visceral y emocional.  Por ello muchos catalanes que no eran especialmente nacionalistas, ante las embestidas absurdas del PP al Estatut y el autogobierno de Cataluña, cambiaron su percepción mental del asunto, y asumieron posturas independentistas inesperadas. Por eso también, cada arreón del PP contra Cataluña fomenta el hervidero independentista, causando un auténtico efecto rebote respecto a sus propósitos iniciales.
 No hace falta estar especialmente dotado intelectualmente para ver que este fenómeno es universal, y que sólo así se explican la mayoría de las trifulcas nacionales de los últimos siglos, desde la guerra de la Independencia española, hasta el conflicto palestino-israelí de nuestro días, pasando por el sempiterno hervidero balcánico. Aludir al populismo temerario  de algunos dirigentes políticos como causa última de los enfrentamientos nacionalistas es lo mismo que culpar a la chispa de un incendio. Porque nada se inflama si no es previamente inflamable. La cualidad identitaria reposa en el individuo, y puede tener un punto de ignición alto o bajo, pero ahí está de forma permanente y consustancial al hecho de que somos animales sociales y necesitamos de una identidad colectiva frente al mundo.
 Rebatir al nacionalismo desde posturas filosóficas (además de utópicas e hipócritas) es un ejercicio ridículo  para esgrimistas mentales, pero no cuadra con el comportamiento de las sociedades en general. En última instancia, baste acudir a cualquier evento deportivo internacional para comprobar lo hasta ahora dicho. Y las élites, por mucho que presuman de su ecuanimidad y universalismo, no están exentas de la conducta nacionalista aunque conveniente y sofisticadamente camuflada. Eso es algo que resulta especialmente cargante, por cuanto una gran parte del debate acerca de la identidad  se centra en una especie de combate asimétrico entre una cierta intelligentsia extraordinariamente cultivada que atribuye a pulsiones casi  reptilianas la conducta nacionalista; y el resto de los ciudadanos, tratados de forma displicente por su  inferioridad intelectual demostrada al ceder a las bajas pasiones nacionalistas. Este argumento, además de ser francamente erróneo, ya que el fenómeno identitario se da solamente en los mamíferos superiores, - especialmente en los primates-, y demuestra una altísima evolución cerebral favorecedora de la cohesión del grupo, resulta además absurdo por mera comparación. Sería como si criticáramos la exuberante sexualidad humana (mucho más allá de la mera función reproductora) como algo a excluir de una mente elevada, por tratarse de un impulso animal, visceral, emocional y, en muchas ocasiones, perjudicial.
 Rebatir las cuestiones identitarias como algo a extirpar de la especie humana -debido a las infames consecuencias que en ocasiones se producen- es tan tonto como pretender extirpar el sexo placentero para evitar el contagio de enfermedades venéreas. Ambas cosas forman parte de la naturaleza humana, y como no somos clones del vulcaniano doctor Spock, tenemos que asumir que, como humanos, hay rasgos que son intrísecos a nuestra especie, aquí y allá, ayer y mañana. Las proclamas antinacionalistas teñidas de un vacuo europeísmo –que no es sino otra forma de nacionalismo ampliado- son frívolas y superficiales (al respecto resulta risible el feroz europeísmo recién descubierto que exhiben ahora varios estados eslavos, desde Letonia hasta Ucrania). Los intelectuales que riñen a la ciudadanía por su nacionalismo se comportan como imbéciles ciegos a la realidad sociobiológica de la especie a la que pertenecen. Y los políticos que usan munición antinacionalista resultan patéticos ante la evidencia de que su artillería es tan nacionalista (o más) que la de sus contrincantes.
 Ejemplo de ello nos ha dado la semana pasada el delegado del gobierno en Andalucía, que ha llevado su pretendido antinacionalismo a un extremo tan tremendamente nacionalista que podríamos calificarlo de emulador de Milosevic. Porque el señor Antonio Sanz, que así se llama el inefable delegado, tuvo la imprudente temeridad de descalificar a Ciudadanos en un mitín porque a) eran catalanes y b) su jefe de filas se llama Albert. Aparte de las matizaciones posteriores del personaje (sobre lo mucho que admira a Cataluña etc. etc.) y que son un vacuo remedo de unas balbuceantes e inaceptables disculpas, el lodo que queda en la charca ideológica en la que chapotea el señor Sanz es totalmente aberrante y una muestra más del nacionalismo españolista extremo y Terminator en el que se desenvuelve el PP. Pues resulta que altos representantes del Partido Popular  consideran que cualquier formación no originaria de Madrid o de Andalucía es indigna de participar en las elecciones andaluzas (se supone que por estar fuera de contexto), y que un señor que se llame Albert, Jordi, Josep o cualquier otro patronímico catalán debe ser excluido de la libre circulación política fuera del ámbito estrictamente catalán.
 Lo cual resulta muy grave, porque pone de manifiesto que  a) parece ser cierto lo que siempre se ha asegurado en algunos círculos catalanes de que  del Ebro hasta el Atlántico no se nos quiere ni ver y no contamos para nada que no sea aflojar la pasta, y b) que por lo visto, ser español y catalán es ser menos español que otros. Algo que debe dolerle mucho al señor Rivera y sus Ciudadanos, siempre tan orgullosos de mostrarse españoles y catalanes fifty – fifty. Y van los epítomes del antinacionalismo y se cuelgan una etiqueta tan catalanofóbica que no queda más remedio que admitir que es discurso ultranacionalista del Cid campeador y Santiago y cierra España. Y conste que en Cataluña jamás de los jamases nadie con dos dedos de frente se ha atrevido a opinar que sólo queremos partidos de origen catalán en nuestras elecciones y que nos resultaría repulsivo que nos gobernara un señor que se llame Pedro, Fernando o Hilario. Cosa que, por cierto ya ha sucedido con Pepe, que es como se llamaba nuestro anterior presidente de la Generalitat, cordobés por más señas. O sea, que será verdad que en Cataluña, por suerte, la mayoría somos diferentes (con permiso de Alicia y algún que otro vándalo pasado de vueltas “esteladas”).
 Cosa que casi todo catalán de palabra, obra u omisión ha sabido siempre y ha padecido en sus carnes a la que ha cruzado el Ebro por necesidad, placer o masoquismo. Igual que hay que desconfiar extremadamente de aquellos que proclaman que no son racistas (porque a buen seguro algún sentimiento ponzoñoso les corroe por dentro), o esos otros que no son nada (pero que nada) machistas, también la historia nos enseña a desconfiar en grado sumo de quienes afirman no ser nacionalistas. Porque nacionalistas, señor Sanz, somos (casi) todos, sólo que unos lo manifiestan y otros lo  llevan como el veneno del escorpión: escondido en la retaguardia, pero presto al aguijonazo.

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