Las amenazas nada veladas a Grecia sobre
una supuesta salida del euro y las dramáticas consecuencias que tendría dicha
medida para la economía y la ciudadanía helena suenan un poco a ataque de
pánico del eje Bruselas-Berlín ante la posibilidad de que los gobernantes
griegos tuvieran un repente de lucidez económica y decidieran reflotar el
dracma y dejar al euro con las vergüenzas al aire.
No son pocos los analistas que, situados
dentro de la cautela y no especialmente conocidos por su temple aventurero,
afirman que la salida de cualquier país del euro es una incógnita en términos
generales, y que el actual discurso oficial sumamente aferrado a una supuesta ortodoxia
que aventura infinitos males para cualquier oveja descarriada que pretenda
salirse del orden económico impuesto en la eurozona no responde más que a especulaciones
sumamente interesadas.
La prensa general no suele caracterizarse
por su independencia de criterio. La prensa económica aún es mucho más esclava
de la voz de su amo. Lo cierto es que no existen precedentes de la ruptura de
una unión monetaria, o los que existen son tan antiguos que no son
extrapolables al momento histórico
actual. Así pues, las aseveraciones de una catástrofe para el país
rebelde que pretenda salir de la moneda única no son más que dogmas tan
inventados como el de la Inmaculada Concepción para los católicos.
La única ventaja que tienen los ortodoxos pro-Troika
es que en este asunto, el dogma es compartido por la práctica totalidad del
espectro político y las instituciones financieras internacionales, y por
ósmosis ha atravesado todas las capas del pensamiento social como el agua un azucarillo, hasta convertirse en una
verdad incuestionada, que no es lo mismo que incuestionable.
Ese afán en dibujar un panorama tan
siniestro para los que se quieran ir de la moneda única recuerda mucho a la
actitud de muchas sectas religiosas que impiden, por todos los medios a su
alcance, que sus adeptos se vayan del redil psicológico e intelectual en el que
les tienen confinados. Y suele reflejar más bien el temor de los líderes a
perder poder e influencia que a un auténtico pesar por los problemas que pueda
suponer el regreso del desafecto al mundo real.
Son bastantes los economistas
independientes y progresistas, opositores al neoliberalismo imperante, que
cuestionan los argumentos que se proponen para justificar la debacle de los
países que salgan del euro. No es cuestión de entrar en análisis pormenorizados
sobre esta cuestión, que poca luz pueden aportar a un debate que debe alejarse
de pseudotecnicismos matemáticos, y que debería ser objeto de otro tipo de
análisis más centrado en aspectos los psicológicos del ejercicio del poder.
Una primera aproximación a esta
perspectiva psicológica nos la da la práctica de las organizaciones mafiosas.
Aunque parezca un tópico, es cierto el aserto de que a la mafia se entra, pero
sólo se sale con los pies por delante, salvo casos excepcionales a los que se
premia con la jubilación. Se es de la mafia toda la vida, las renuncias son
inaceptables porque debilitan los mismos cimientos sobre los que se asienta su poder.
Por eso todos los esfuerzos de la lucha contra este tipo de crimen organizado
se centran en conseguir el máximo número posible de arrepentidos. Y sólo desde
que el arrepentimiento empezó a funcionar, la lucha contra las organizaciones mafiosas
se ha ido equilibrando lentamente a favor del estado de derecho.
Los dogmas indemostrables suelen ser
útiles herramientas para el control de mentes débiles o propensas a la
credulidad frente a la autoridad constituida. El pensamiento dogmático no es
tanto una expresión de fuerza o autoridad, sino el encubrimiento de
vulnerabilidades que podrían poner en peligro el statu quo, y que resultarían
claramente perjudiciales para la élite dominante.
En la actual ausencia de debate y visto el
asentimiento general hacia el dogma de que la salida del euro es una catástrofe
para el país que tira la toalla, no está de más reflexionar sobre si todo este
asunto no es más que un turbio manejo mental para evitar la independencia
económica de los países, que se han convertido en meras franquicias de un
mercado global que persigue unos intereses que nada tienen que ver con los de
cada nación. Al contrario, bajo la bandera de la unidad monetaria y la
globalización uno se aventuraría a afirmar que se esconde una voluntad de
concentración de poder en muy pocas manos y de regir el destino de centenares
de millones de personas sin necesidad de ningún mecanismo democrático de
control.
Sobre todo porque hay dos factores
fundamentales a tener en cuenta ante una eventual salida del euro. El primero
es que permitiría recuperar la política monetaria como mecanismo corrector de
las desviaciones, facilitando devaluaciones controladas de la moneda nacional.
El segundo factor tiene que ver con la perversa transferencia de deuda privada
(bancaria) a deuda pública, que se ha hecho a costa del contribuyente de clases
medias y bajas, mientras que una devaluación afectaría a todos los
contribuyentes por igual. En ese sentido, los ajustes inducidos por una
devaluación de una moneda propia son mucho más equitativos desde el punto de
vista social que lo que hemos visto hasta ahora, consistente en unos recortes
brutales de prestaciones que sólo han afectado a los segmentos bajos de la
población.
Pero en ese segundo factor hay algo más a
tener en cuenta. La intencionadísima maniobra de convertir la deuda de los
bancos en deuda pública llevada a cabo en estos últimos años tiene su
contrapartida en que los mayores tenedores de esa deuda pública siguen siendo
los bancos que han comprado masivamente las emisiones de deuda. Los mecanismo
son muy complejos, pero el hecho cierto es que si un país se sale de la
disciplina del euro, aunque es cierto que una devaluación implicaría elevar los
costes de la deuda pública (porque la deuda ya contraída habría que seguir
pagándola en euros), no es menos cierto que haría mucho más daño al sector
financiero que a los sectores productivos, que se encontrarían con una deuda a
la que ya no podrían imponer determinadas condiciones, so pena de no poder
cobrar jamás ni un céntimo. Algo así como si en mi casa mi hijo me debe una
millonada, me dice que se quiere ir y le amenazo con que si se va, no le
ayudaré en nada. Una amenaza que no puede obviar el hecho palmario de que por
esa vía tal vez mi vástago no me cueste más dinero, pero también que jamás
recuperaré lo que me debe.
Y si lo que me debe es mucho, debería
echarme a temblar. Si un país, en el uso de su soberanía, decide salir del
euro, a Bruselas no le queda más remedio que flexibilizar al máximo su postura,
para que los bancos acreedores puedan seguir cobrando sus intereses. La
cuestión es evitar la suspensión internacional de pagos financieros, que podrá
ser todo lo dramática que se quiera, pero que ya no vendría de aquí a una
población que ya no tiene gran cosa que perder. Quiero decir con ello que
existe una hipótesis –discutible como todas- según la cual la salida del euro
perjudica mucho más a los entes acreedores que a los países que recuperan su
independencia después de muchos años de sacrificios y recortes. Y eso habría
que analizarlo con más detenimiento, porque lo que es seguro es que a los
amigos de la troika no les interesa el hundimiento total de una economía que
les debe un dineral, sino buscar la manera de seguir cobrando, aunque sea menos
cantidad y a más largo plazo.
Y resulta que con una moneda propia, el
país que sale de la disciplina monetaria europea puede recuperar competitividad
mucho más rápido que dentro de los estrechos canales del euro. Y también puede
generar empleo mucho más deprisa. Y, en conclusión, puede crear la riqueza
necesaria para devolver todo lo que debe de forma más segura (aunque se produzca
inflación como efecto colateral).
Sin embargo, la oposición a la salida del
euro tiene otros factores implicados, el principal de los cuales es el efecto
contagio a otros países de la eurozona. Si un país cualquiera sale de la
eurozona y acaba bien parado, no habrá freno alguno para que otros países con
más peso cualitativo y cuantitativo hagan lo mismo. Pero si se diera esta
circunstancia, con países como Italia o España fuera de la zona euro, la
catástrofe para el sistema monetario europeo sería inconmensurable. De hecho
significaría la muerte del euro como tal, por la sencilla razón de que cada
salida debilita la moneda un poco más, hasta hacerla poco atractiva para el
inversor internacional. Precisamente por eso no funcionó aquella descabellada
propuesta de la Europa de dos velocidades, porque significaba facilitar la
salida del euro de los países más afectados por la crisis y debilitaba
tremendamente a la moneda única.
Las unanimidades, sin excepción, deberían
hacernos sospechar que hay gato encerrado. Cada afirmación doctrinaria,
incuestionable y no abierta a ningún debate, sino expuesta solamente como una
serie de mantras martilleados continuamente en nuestros oídos, debería hacernos
desconfiar y que nos mostráramos más receptivos a visiones críticas y
alternativas. El pensamiento único se ha afianzado de una forma muy agresiva en
el asunto del euro, y eso no es bueno, porque se ha perdido toda la diversidad
de criterios por el camino. Se han podado interesadamente todas las ramas del
árbol de posibilidades de la política monetaria y eso no ayuda precisamente al
fortalecimiento del pensamiento crítico.
En economía nada funciona hasta que se
pone a prueba en vivo. Ningún modelo predictivo ha sido jamás lo
suficientemente bueno como para siquiera aproximarse a la realidad. Y la salida del euro no tendría por qué ser una
excepción a ello. Así que si hay tanto miedo oficialista a la salida del euro
es que está fundamentado bien en unas
bases teóricas cuestionables, o bien responde a la convicción de que algunos entes
muy poderosos iban a salir perdiendo si se diera esta eventualidad.
No olvidemos que los siempre pragmáticos
británicos han sostenido desde el principio que el euro era una arma cuyo filo
apuntaba al corazón de la independencia económica de su país, y también, “soto
voce”, que la creación del euro significaba entregarle todo el poder económico
a Alemania, siempre ansiosa de hegemonía continental. Hasta ahora, razón no les
ha faltado, y por ello se han mantenido firmes al margen de la eurozona. Pero
el corolario de la actitud británica era que el euro era una idea horrible que acabaría mal, arrastrando
a sus integrantes a una guerra cuyas primeras escaramuzas estamos viviendo
estos últimos años. Un proyecto terriblemente erróneo que, como todos los que
favorecen situaciones de gran desequilibrio, acabará fracasando. Y no está de
más señalar que, como todo Titanic
que se va a pique, los primeros en
saltar por la borda suelen ser los que se salvan del naufragio.
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