martes, 3 de febrero de 2015

Salir del euro

Las amenazas nada veladas a Grecia sobre una supuesta salida del euro y las dramáticas consecuencias que tendría dicha medida para la economía y la ciudadanía helena suenan un poco a ataque de pánico del eje Bruselas-Berlín ante la posibilidad de que los gobernantes griegos tuvieran un repente de lucidez económica y decidieran reflotar el dracma y dejar al euro con las vergüenzas al aire.

No son pocos los analistas que, situados dentro de la cautela y no especialmente conocidos por su temple aventurero, afirman que la salida de cualquier país del euro es una incógnita en términos generales, y que el actual discurso oficial sumamente aferrado a una supuesta ortodoxia que aventura infinitos males para cualquier oveja descarriada que pretenda salirse del orden económico impuesto en la eurozona no responde más que a especulaciones sumamente interesadas.

La prensa general no suele caracterizarse por su independencia de criterio. La prensa económica aún es mucho más esclava de la voz de su amo. Lo cierto es que no existen precedentes de la ruptura de una unión monetaria, o los que existen son tan antiguos que no son extrapolables al momento histórico  actual. Así pues, las aseveraciones de una catástrofe para el país rebelde que pretenda salir de la moneda única no son más que dogmas tan inventados como el de la Inmaculada Concepción para los católicos.

La única ventaja que tienen los ortodoxos pro-Troika es que en este asunto, el dogma es compartido por la práctica totalidad del espectro político y las instituciones financieras internacionales, y por ósmosis ha atravesado todas las capas del pensamiento social como el agua  un azucarillo, hasta convertirse en una verdad incuestionada, que no es lo mismo que incuestionable.

Ese afán en dibujar un panorama tan siniestro para los que se quieran ir de la moneda única recuerda mucho a la actitud de muchas sectas religiosas que impiden, por todos los medios a su alcance, que sus adeptos se vayan del redil psicológico e intelectual en el que les tienen confinados. Y suele reflejar más bien el temor de los líderes a perder poder e influencia que a un auténtico pesar por los problemas que pueda suponer el regreso del desafecto al mundo real.

Son bastantes los economistas independientes y progresistas, opositores al neoliberalismo imperante, que cuestionan los argumentos que se proponen para justificar la debacle de los países que salgan del euro. No es cuestión de entrar en análisis pormenorizados sobre esta cuestión, que poca luz pueden aportar a un debate que debe alejarse de pseudotecnicismos matemáticos, y que debería ser objeto de otro tipo de análisis más centrado en aspectos los psicológicos del ejercicio del poder.

Una primera aproximación a esta perspectiva psicológica nos la da la práctica de las organizaciones mafiosas. Aunque parezca un tópico, es cierto el aserto de que a la mafia se entra, pero sólo se sale con los pies por delante, salvo casos excepcionales a los que se premia con la jubilación. Se es de la mafia toda la vida, las renuncias son inaceptables porque debilitan los mismos cimientos sobre los que se asienta su poder. Por eso todos los esfuerzos de la lucha contra este tipo de crimen organizado se centran en conseguir el máximo número posible de arrepentidos. Y sólo desde que el arrepentimiento empezó a funcionar, la lucha contra las organizaciones mafiosas se ha ido equilibrando lentamente a favor del estado de derecho.

Los dogmas indemostrables suelen ser útiles herramientas para el control de mentes débiles o propensas a la credulidad frente a la autoridad constituida. El pensamiento dogmático no es tanto una expresión de fuerza o autoridad, sino el encubrimiento de vulnerabilidades que podrían poner en peligro el statu quo, y que resultarían claramente perjudiciales para la élite dominante.

En la actual ausencia de debate y visto el asentimiento general hacia el dogma de que la salida del euro es una catástrofe para el país que tira la toalla, no está de más reflexionar sobre si todo este asunto no es más que un turbio manejo mental para evitar la independencia económica de los países, que se han convertido en meras franquicias de un mercado global que persigue unos intereses que nada tienen que ver con los de cada nación. Al contrario, bajo la bandera de la unidad monetaria y la globalización uno se aventuraría a afirmar que se esconde una voluntad de concentración de poder en muy pocas manos y de regir el destino de centenares de millones de personas sin necesidad de ningún mecanismo democrático de control.

Sobre todo porque hay dos factores fundamentales a tener en cuenta ante una eventual salida del euro. El primero es que permitiría recuperar la política monetaria como mecanismo corrector de las desviaciones, facilitando devaluaciones controladas de la moneda nacional. El segundo factor tiene que ver con la perversa transferencia de deuda privada (bancaria) a deuda pública, que se ha hecho a costa del contribuyente de clases medias y bajas, mientras que una devaluación afectaría a todos los contribuyentes por igual. En ese sentido, los ajustes inducidos por una devaluación de una moneda propia son mucho más equitativos desde el punto de vista social que lo que hemos visto hasta ahora, consistente en unos recortes brutales de prestaciones que sólo han afectado a los segmentos bajos de la población.

Pero en ese segundo factor hay algo más a tener en cuenta. La intencionadísima maniobra de convertir la deuda de los bancos en deuda pública llevada a cabo en estos últimos años tiene su contrapartida en que los mayores tenedores de esa deuda pública siguen siendo los bancos que han comprado masivamente las emisiones de deuda. Los mecanismo son muy complejos, pero el hecho cierto es que si un país se sale de la disciplina del euro, aunque es cierto que una devaluación implicaría elevar los costes de la deuda pública (porque la deuda ya contraída habría que seguir pagándola en euros), no es menos cierto que haría mucho más daño al sector financiero que a los sectores productivos, que se encontrarían con una deuda a la que ya no podrían imponer determinadas condiciones, so pena de no poder cobrar jamás ni un céntimo. Algo así como si en mi casa mi hijo me debe una millonada, me dice que se quiere ir y le amenazo con que si se va, no le ayudaré en nada. Una amenaza que no puede obviar el hecho palmario de que por esa vía tal vez mi vástago no me cueste más dinero, pero también que jamás recuperaré lo que me debe.

Y si lo que me debe es mucho, debería echarme a temblar. Si un país, en el uso de su soberanía, decide salir del euro, a Bruselas no le queda más remedio que flexibilizar al máximo su postura, para que los bancos acreedores puedan seguir cobrando sus intereses. La cuestión es evitar la suspensión internacional de pagos financieros, que podrá ser todo lo dramática que se quiera, pero que ya no vendría de aquí a una población que ya no tiene gran cosa que perder. Quiero decir con ello que existe una hipótesis –discutible como todas- según la cual la salida del euro perjudica mucho más a los entes acreedores que a los países que recuperan su independencia después de muchos años de sacrificios y recortes. Y eso habría que analizarlo con más detenimiento, porque lo que es seguro es que a los amigos de la troika no les interesa el hundimiento total de una economía que les debe un dineral, sino buscar la manera de seguir cobrando, aunque sea menos cantidad y a más largo plazo.

Y resulta que con una moneda propia, el país que sale de la disciplina monetaria europea puede recuperar competitividad mucho más rápido que dentro de los estrechos canales del euro. Y también puede generar empleo mucho más deprisa. Y, en conclusión, puede crear la riqueza necesaria para devolver todo lo que debe de forma más segura (aunque se produzca inflación como efecto colateral).

Sin embargo, la oposición a la salida del euro tiene otros factores implicados, el principal de los cuales es el efecto contagio a otros países de la eurozona. Si un país cualquiera sale de la eurozona y acaba bien parado, no habrá freno alguno para que otros países con más peso cualitativo y cuantitativo hagan lo mismo. Pero si se diera esta circunstancia, con países como Italia o España fuera de la zona euro, la catástrofe para el sistema monetario europeo sería inconmensurable. De hecho significaría la muerte del euro como tal, por la sencilla razón de que cada salida debilita la moneda un poco más, hasta hacerla poco atractiva para el inversor internacional. Precisamente por eso no funcionó aquella descabellada propuesta de la Europa de dos velocidades, porque significaba facilitar la salida del euro de los países más afectados por la crisis y debilitaba tremendamente a la moneda única.

Las unanimidades, sin excepción, deberían hacernos sospechar que hay gato encerrado. Cada afirmación doctrinaria, incuestionable y no abierta a ningún debate, sino expuesta solamente como una serie de mantras martilleados continuamente en nuestros oídos, debería hacernos desconfiar y que nos mostráramos más receptivos a visiones críticas y alternativas. El pensamiento único se ha afianzado de una forma muy agresiva en el asunto del euro, y eso no es bueno, porque se ha perdido toda la diversidad de criterios por el camino. Se han podado interesadamente todas las ramas del árbol de posibilidades de la política monetaria y eso no ayuda precisamente al fortalecimiento del pensamiento crítico.

En economía nada funciona hasta que se pone a prueba en vivo. Ningún modelo predictivo ha sido jamás lo suficientemente bueno como para siquiera aproximarse a la realidad. Y  la salida del euro no tendría por qué ser una excepción a ello. Así que si hay tanto miedo oficialista a la salida del euro es que está fundamentado  bien en unas bases teóricas cuestionables, o bien responde a la convicción de que algunos entes muy poderosos iban a salir perdiendo si se diera esta eventualidad.


No olvidemos que los siempre pragmáticos británicos han sostenido desde el principio que el euro era una arma cuyo filo apuntaba al corazón de la independencia económica de su país, y también, “soto voce”, que la creación del euro significaba entregarle todo el poder económico a Alemania, siempre ansiosa de hegemonía continental. Hasta ahora, razón no les ha faltado, y por ello se han mantenido firmes al margen de la eurozona. Pero el corolario de la actitud británica era que el euro era una idea horrible que acabaría mal, arrastrando a sus integrantes a una guerra cuyas primeras escaramuzas estamos viviendo estos últimos años. Un proyecto terriblemente erróneo que, como todos los que favorecen situaciones de gran desequilibrio, acabará fracasando. Y no está de más señalar que, como todo Titanic que se va a pique,  los primeros en saltar por la borda suelen ser los que se salvan del naufragio. 

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