miércoles, 11 de febrero de 2015

A propósito del juez Santiago Vidal

Resulta alarmante la pasividad con que se está recibiendo la posible expulsión de la carrera judicial del juez Santiago Vidal, por haber colaborado en la redacción de un proyecto de Constitución catalana. Y más que alarmante, se me antoja increíble que en un presunto estado de derecho que debe respetar las libertades públicas, tanto el fiscal del caso como el Consejo General del Poder Judicial se enconen con tanta rabia mal disimulada contra un juez que no ha hecho más que usar su tiempo libre y su libertad de pensamiento para colaborar en un proyecto en el que cree sinceramente.

Lo impensable en todo este asunto es que la acusación se fundamente en la muy grave falta de deslealtad a la Constitución Española, ya que sus inquisidores no han podido meterle mano por la vía del bajo rendimiento. De entrada, le endosaron una inspección interna que tuvo que retirarse con el rabo entre piernas cuando se comprobó que el nivel de rendimiento de su juzgado superaba en mucho los objetivos previstos y la media nacional.

No soy juez, pero mis carencias jurídicas las suelo suplir con una buena dosis de sentido común y razonamiento lógico, algo que los rabiosos individuos que se ensañan con el juez Vidal deben desconocer, cegados por su odio anticatalanista y por sus ganas de meter miedo a todo el organigrama judicial. Algo así como aquello de que “el que se mueva no sale en la foto”, pero acrecentado por años de impunidad de la penetración de la política en el aparato judicial.

Realmente, hoy en día hace falta ser muy valiente para ser juez independiente, o siquiera levemente progresista. No digamos ya si un magistrado hace profesión de fe catalanista, porque entonces las horcas son pocas para ajusticiarle. Y sin embargo, aunque las condenas a Garzón y Silva tenían una base jurídica –cogida por los pelos, pero jurídica al fin- la propuesta de expulsión de Santiago Vidal es claramente política. Se le atribuye una falta de lesa majestad a la Constitución, sencillamente por disentir de ella en lo que se refiere a la unidad de España.

Hay estúpidos perfectamente uniformados (o togados, que para el caso es lo mismo) que se equivocan de cabo a rabo cuando confunden la disensión con la deslealtad. En este país donde las lealtades han de ser inquebrantables, al viejo estilo franquista, cualquier movimiento fuera de los estrictos cauces de la obediencia al estilo Waffen SS se interpreta como merecedora de un consejo de guerra sumarísimo y fusilamiento al amanecer. Lamentablemente, la deslealtad es un término muy difuso y que se presta a interpretaciones muy sesgadas, pero me parece que en el ámbito estrictamente jurídico, la deslealtad ha de ser de obra, es decir, activa. Porque si incluimos en esa gama de faltas la deslealtad puramente intelectual, entonces es que ya se ha hecho realidad el horror orwelliano del Gran Hermano y su policía del pensamiento.

Porque de eso se trata, de policías del pensamiento en su versión judicial, que están prestos a castigar cualquier desviación del dogma aunque sea en la intimidad de la alcoba o en el vermutito con amigos el fin de semana. Se me antoja un desvarío tremendo y una perversión deleznable perseguir a un juez, por lo demás intachable en su aplicación profesional de la Constitución y la ley, por tener opiniones personales diferentes sobre la forma de articular el estado español, o incluso por tener una ideología claramente secesionista. Una cosa es lo que yo pienso o deseo, y otra totalmente distinta es si conspiro efectivamente en contra de mi lealtad prometida, y actúo en rebeldía contra el ordenamiento vigente, algo que jamás ha hecho el juez Vidal en el ámbito profesional, que es el que aquí cuenta.

Por cierto, son muchos filósofos, ente los que se disitngue Nathanson, que destacan que la lealtad patriótica suele ser más un vicio que una virtud. En muchas ocasiones, la lealtad patriótica es causa de que se apoye devotamente a personas o políticas que son inmorales. Sostiene esa escuela de pensamiento que la lealtad patriótica que esgrimen la fiscalía y el Consejo General del Poder Judicial es más bien una perversión cuando sus consecuencias exceden los límites de lo que es moralmente razonable. En opinión de Nathanson, ese tipo de lealtad, como la propugnada por esos cavernícolas con toga que persiguen al juez Vidal, es definida erróneamente como ilimitada en su alcance, y fracasa en reconocer los límites de la moralidad.

El precedente puede ser mucho más grave aún si finalmente se produce el derribo del juez Vidal, no sólo por la pérdida que supone para la carrera judicial, sino porque se constituiría como una especie de amenaza permanente a todos los funcionarios públicos que, en uso de su libertad de opinión y expresión, utilizaran su tiempo libre para participar en foros en los que se cuestionara de un modo u otro la estructura constitucional española y el resto del ordenamiento jurídico. Sobre esos cimientos, se podría expulsar de forma sumaria a cualquier funcionario que estuviera afiliado a alguna formación política que propugnara un cambio sustancial en la Constitución Española. Se abriría así una caza de brujas mucho más intensa que el peor maccarthysmo de los años cincuenta.

Una idea que estoy seguro que resultaría bastante tentadora para muchos de esos miembros terriblemente reaccionarios que todavía campan en la judicatura española. Esos que se empeñan en hacer buena aquella célebre errata del BOE –para ser precisos, del 22 de septiembre de 1984- que los denominaba “Consejo General del Joder Judicial”.

Tal como yo lo veo, el juramento de fidelidad a la Constitución que se exige a todos los funcionarios públicos no puede ni debe ser utilizado como un amenazadora espada de Damocles sobre las cabezas de aquellos servidores públicos que defiendan una modificación sustancial de la carta fundamental, incluso si tal pretensión afecta a aspectos esenciales del estado. Porque por esa misma regla de tres, el mero hecho de manifestarse a favor de la república por parte de cualquier funcionario y colaborar en la redacción de una modificación –aunque sea parcial- de la Constitución para reformar el estado español al modo de una república federal, también habría de ser tenido por gravemente desleal y de ese modo, convertir a los no monárquicos en reos de expulsión de sus respectivas carreras administrativas, lo cual resulta absolutamente impensable.

Así que, en conclusión, o a los jueces se les exige una lealtad distinta a la de los demás servidores públicos (lo cual resultaría aberrante), o bien alguien está cayendo en la aberración aún peor de considerar que el secesionismo civilizado y conducido dentro de los cauces del debate y del diálogo político es equivalente a una sediciosa proclama condenable con el máximo rigor disciplinario o penal.

Utilizar la lealtad constitucional como una mordaza al libre pensamiento y a la voluntad de cambiar las cosas en un estado de derecho resulta aterrador, y sin embargo, muy pocos parecen reparar en el terrible precedente contra los derechos civiles que puede sentar la expulsión del juez Vidal de la carrera judicial. Algo que el gran Saramago ya advirtió en su tremendo “Ensayo sobre la Lucidez”. Esa lucidez que tanto se echa en falta en las altas instancias de este país.

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