martes, 27 de enero de 2015

Agonía socialista

Algunos auguraban hace años el fin de la historia, amparados en el derrumbamiento del comunismo soviético y en el declive de las ideologías de izquierdas, que habían sucumbido a los cantos de sirena del neoliberalismo económico, y en ello han seguido, por mucho que lo intenten desmentir. El socialismo europeo (es decir, el socialismo mundial) está a punto de asistir a su propio entierro porque la gente ya no se fía de la extraña alianza que hizo con el capitalismo globalizador para hacernos creer que ellos redistribuirían la riqueza generada por el gran capital en una especie de cuento de la lechera en la que el cántaro tenía doble fondo y además se rajó a las primeras de cambio.
 Por mucho que se atribuya su agonía a la crisis sistémica que nos afecta, el declive  del socialismo se inició ya mucho antes, cuando abandonó las auténticas políticas de izquierda para flirtear con un electorado autodenominado de centro, pero que en realidad era derecha disfrazada de moderna, aupada por un gran número de ciudadanos procedentes de las clases trabajadoras repentinamente reconvertidos en nuevos ricos (esos que se bajaban del andamio para subirse al deportivo de último modelo).  En esa competición para apoderarse del centro, los socialistas entraron en un doble juego que al final les está resultando mortífero. Una pinza sobre su mismo ideario que los estrangula. Por un lado, al presentarse como partidos de izquierdas únicamente en el ámbito social, marcando el paso de iniciativas que resultaban muy decorativas pero que afectaban poco al sustrato esencial de la cuestión, que no es otro que la economía. Hacer políticas sociales progresistas en clave económica neoliberal resultó muy fácil mientras la economía era pujante y la globalización todavía no enseñaba sus dientes de escualo a la clase media. Por otro lado, también fue un craso error hacer el juego a la globalización empobrecedora fomentando políticas de inmigración masiva irracionales y de crecimiento económico descontrolado y especulativo, sin tener en cuenta que el raudal de inmigrantes  y de dinero fácil eran la quinta columna del capital que desencadenarían, a corto plazo, una brutal reducción de los salarios y las prestaciones tan arduamente conseguidas en lustros de lucha. 
 El socialismo europeo cayó en la trampa tendida por el neoliberalismo y no sólo aceptó la herencia neocon, sino que impulsó su legado economicista ferozmente liberal, creyendo que de este modo se favorecía la ampliación y el enriquecimiento de las clases medias. Pero todo eso resultó un espejismo, porque a la hora de la verdad, cuando la crisis llamó a las puertas de Europa, todo aquel discurso quedó en agua de borrajas, afectado por los brutales recortes que se emprendieron contra las mismas clases medias que los habían elevado al poder. Socialistas vergonzantes, sin atreverse a tocar un ápice del patrimonio de las clases extractivas, que amenazaban con hundir a los respectivos gobiernos por la vía de la sangría de la huida de capitales y la evasión de impuestos.
Nunca mejor dicho, el socialismo europeo había vendido su primogenitura por un plato de lentejas, que a la postre resultaron demasiado indigestas. En cuanto se inició la crisis, se hizo patente quien mandaba en todo el continente. El pensamiento económico único se había impuesto e infiltrado en todas las instancias democráticas, y sólo había una doctrina, que pasaba, evidentemente, por hacer sufrir a las clases medias el peor retroceso de toda su breve existencia, para volver a una especie de statu quo similar al de finales del siglo XIX, pero en versión tecnológica. Como si tener un smartphone marcara la diferencia entre aquellos desgraciados de entonces y los de ahora. Los gobiernos socialistas en el poder no hicieron más que seguir las recetas prescritas por la derecha económica. En los países en los que estaban en la oposición, sus protestas fueron en el fondo muy débiles, casi como forzadas por sus antecedentes históricos, pero no por una voluntad real de impedir el cariz que estaban tomando las cosas.
 Los socialistas europeos habían cambiado en muy pocos años la internacionalización social (que es de izquierdas), por la globalización económica (que es obviamente de derechas). Olvidaron que la lucha de clases había sido el motor del ascensor social, y que concebir a las clases obreras y medias como un todo común con independencia de las fronteras había sido la clave de las exitosas políticas sociales de los años de la posguerra mundial. Y se pasaron a lado oscuro casi sin darse cuenta. Tanto han pasado al lado oscuro que ahora tildan de populismo demagógico a los nuevos partidos y movimientos que brotan como setas en toda Europa y que a fin de cuentas propugnan lo que hasta hace un par de decenios estaba en el programa de cualquier partido socialista europeo. Están tan idiotizados que asienten borreguilmente cuando la derecha tilda a los programas de izquierda de populistas, inasumibles e incapaces de sacarnos del lío en el que estamos mentidos. Hipnotizados por el discurso merkeliano han reaccionado demasiado tarde a unas políticas de austeridad brutal que sólo han dado satisfacción a los lacayos de la troika y a sus jefes, es decir, a esa nebulosa delincuencia internacional conocida eufemísticamente como “los mercados”.
 Lo que la derecha vendía por su propio interés egolátrico, el socialismo lo adoptó casi sin rechistar. Una idea de una Europa social que era sólo el camuflaje de un mercado global y que  fracasó estrepitosamente en la presentación en sociedad de aquel engendro abortado antes de nacer llamado pomposamente Constitución Europea. Una política monetaria centrada en una moneda única que sólo favorecía los intereses de las multinacionales y restaba eficacia y capacidad de maniobra a los respectivos países. Un sistema político centrado en Bruselas que tiene que ver mucho más con la manera de gobernar el imperio romano que con una democracia moderna. Una cesión de soberanía nacional para que pisoteen nuestros derechos fundamentales unos señores a quienes ni siquiera hemos votado. Una apertura de la UE al este llevada a cabo sólo para ampliar el mercado, y sobre todo para favorecer a Alemania, dándole obreros baratísimos con los que ciscar a su propio pueblo, que aceptó el brutal retroceso de salarios y de condiciones laborales como un gratificante y masoquista peaje a pagar por la reunificación alemana (este es un ejemplo que, por sí mismo, sirve para entender cómo pudo alzarse el nazismo con el poder en la Alemania de entreguerras: lo irrisoriamente fácil que resulta que los alemanes pasen por el tubo de una personalidad fuerte, como el canciller Kohl o la señora Merkel).
 En fin, que la socialdemocracia fue seducida primero, secuestrada después, y finalmente maniatada y casi asesinada por su novio neoliberal. Y ahora se atreven, para desdicha de las clases populares, a denunciar histéricamente y al unísono con el ultraliberalismo más feroz las alternativas que les adelantan por la izquierda, en vez de abjurar de su amancebamiento derechista de los últimos lustros. El flirteo socialista con el neoliberalismo les ha contaminado hasta tal punto que los electorados empiezan a percibir que “socialismo” es una palabra tabú, manchada de mierda y dinero, y que hay que sustituir a los antiguos partidos socialistas por algo bastante más radical y menos pusilánime, al menos a la hora de llamar a las cosas por su nombre. Y sobre todo, algo que mantenga viva la lucha de clases como único motor capaz de frenar las ambiciones desmedidas de la derecha tradicional, darwinista hasta el extremo, y que en los últimos lustros se había disfrazado de caperucita, pero que nunca ha dejado de ser lobo. Porque sólo un rearme ideológico basado en la lucha de clases puede hacer frente al vendaval derechista que asola el mundo desde hace demasiado tiempo.
 Para tener a la derecha contenida hay que conseguir que le tema a algo. La derecha sólo hace concesiones reales cuando percibe una amenaza clara a sus intereses, económicos en su mayor parte. Muerto el oso soviético y agonizante la socialdemocracia tradicional, la derecha sólo puede refrenar su impulso depredador si una nueva izquierda radical se hace fuerte en el baluarte continental y le da la estocada definitiva a esta socialdemocracia mendigante y ahora enquistada en el sistema y aliada de sus antiguos adversarios. Por eso hay que denunciar con el máximo vigor  los posibles “pactos nacionales” como los que propugnan algunas voces del PP y del PSOE para formar gobiernos de concentración que sólo darán al pueblo más de lo mismo que ya tenemos ahora.  Miseria económica y moral.

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