Quienes conocen los entresijos de la
Camorra saben perfectamente que sus integrantes y el entorno que los
protege jamás usan esa denominación al
referirse a sí mismos, sino la mucho más eufemística -pero también muy
acertada-, de “El Sistema”. En toda
Nápoles en particular y en la Campania en general, la gente del común entiende
perfectamente que la Camorra es mucho más que una organización mafiosa; es todo
un sistema social, económico, organizativo y comunitario que abarca todas las
esferas de la vida pública y privada, y que constituye una suerte de estado
dentro del estado legalmente constituido.
“El
Sistema” controla gran parte de la vida pública de la Campania a través de la
infiltración mafiosa de muchas de sus instituciones, y su red tentacular y
pegajosa hace muy difícil separar la actividad camorrista de la del estado, con
la que se ha establecido una especie de nefasta simbiosis en muchos campos,
especialmente los relacionados con todo tipo de contratas públicas.
“El
Sistema” camorrista no es, pues, un ente que funcione al margen del estado italiano, sino una especie de
virus incrustado en el ADN estatal, y que aprovecha su maquinaria para
reproducirse, multiplicarse y perpetuarse, igual que los virus biológicos
penetran en las células sanas, las infectan y se integran en su compleja
maquinaria bioquímica, desviándola para sus propios fines.
En España no existe una organización
privada de las dimensiones de las organizaciones mafiosas italianas, y el
aparato estatal no se ha visto –todavía- gravemente infectado por las
actividades de las sucursales establecidas en la península que, aunque
notorias, no han conseguido llegar nunca al nivel de penetración que se observa
en Italia. Sin embargo, existe una gran similitud en la creación de un Sistema específicamente español en el
que el paciente es, de nuevo, el estado.
Para comprender a lo que me estoy
refiriendo, hay que tener presente la indisoluble unidad de lo que se está
denominando “La Casta” con ese nuevo “Sistema” que gestiona de hecho España,
con independencia de regiones y colores políticos gobernantes. Y se hace
preciso entender que la casta no puede sobrevivir sin un sistema pervertido,
una mutación dentro de los genes del estado y que afecta a su expresión
pública, es decir, a la Administración.
Los padres constitucionales establecieron
el principio de independencia administrativa como algo sagrado, hasta el punto
de que el texto constitucional dispone que la Administración Pública sirve con
objetividad a los intereses generales y con solo sometimiento a la ley y al
derecho, al tiempo que exige que se constituyan garantías para la imparcialidad
de los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones.
De forma coloquial –no del todo acorde con
el sentido jurídico del mandato constitucional, pero suficiente para lo que
quiero denunciar- la carta magna pretende salvaguardar la independencia de la
Administración como motor que es de la actividad estatal, de modo que no esté sometida a los vaivenes
(por otra parte habituales) de las formaciones políticas gobernantes. En
resumen, la idea es que los políticos y sus gobiernos pasan, pero la
Administración permanece, incluso cuando hay vacío de poder. Y que para
garantizar el funcionamiento del estado dentro de los cauces del derecho, se
requiere una Administración Pública que goce de la suficiente independencia.
Las élites de este país, azotado hasta
época bien moderna por la lacra del funcionario cesante cada vez que había un
cambio de gobierno, de modo que el ministro de turno remodelaba completamente
el organigrama de la administración estatal a su antojo para así tener
funcionarios serviles y acomodaticios a las directrices gubernamentales,
siempre han confundido al gobierno con el estado, en una visión patrimonialista
en la que la Administración Pública no es más que un conjunto de engranajes
para el servicio partidario y partidista de unos pocos.
Nada más lejos de la concepción
anglosajona, en la que existe una rigurosa separación entre los miembros del
gabinete y los funcionarios públicos, que gozan de una admirable independencia.
Hasta el punto de que el equivalente a nuestros secretarios de estado son
puestos desempeñados, de forma inamovible, por funcionarios de carrera,
mientras que el ministro debe conformarse con tener un reducido equipo de su
confianza para garantizar el impulso de las iniciativas políticas y su
transformación en realidades administrativas. Esa separación tajante y expresa
entre la actividad política y la administración pública es garantía de buen
hacer democrático.
Sin embargo, en España, tras su milagrosa conversión en estado de
derecho, los políticos encontraron muy pronto la forma de que la Administración
Pública cayera de nuevo en el servilismo más atroz. Año tras año, los mecanismos
de cobertura de los puestos de trabajo, teóricamente impecables, han dejado
paso a un reguero de nombramientos de cargos de confianza que en ocasiones
superan con creces a la dotación de funcionarios de carrera de alto nivel.
Aunque eso tampoco es óbice para que España sea el país de Europa occidental
con más alto grado de nombramientos de altos funcionarios por el procedimiento
de libre designación, un método que alcanza a todos los niveles de grado
superior de forma directa o encubierta, muchas veces bajo el paraguas formal de
un concurso al que sólo falta poner el nombre y apellidos del designado.
Estamos hablando de decenas de miles de puestos de trabajo que dependen,
directamente, del grado de afección (o adscripción) del empleado público al
político de la cúspide. Aquí no cuentan ni la preparación ni la competencia
profesional en el desempeño del trabajo. Cuenta únicamente el servicio que el
digitalmente nombrado pueda prestar al político cuya mano le alimenta.
Cuando la maquinaria estatal
administrativa se confunde con la política nos encontramos con todos aquellos
escenarios en los que la apropiación de la maquinaria estatal ha acabado
conduciendo, indefectiblemente, a formas muy autoritarias de gobierno, cuyo
clímax fue el estado nazi, en el que no existía separación (al final ni
siquiera formal) entre el Partido y el estado alemán. Algo que también vimos
por estos lares cuando Franco y su cohorte del glorioso Movimiento.
En la actualidad este fenómeno sucede de
nuevo de forma subrepticia pero continuada y capilar, pues va impregnando
lentamente todos los rincones del quehacer político local, autonómico o estatal
como el agua impregna un terrón de azúcar hasta consumirlo totalmente. Y ese es
el terrorífico destino de la administración pública española: el de su
disolución imparable dentro del corrosivo disolvente del interés partidista,
que la utiliza de forma descarada para batir al contrario.
La ciudadanía tiene la obligación de reivindicar la independencia de la
administración y de los funcionarios públicos, en vez de tolerar gobiernos que utilizan
a la Agencia Tributaria, a la Guardia Civil, al CNI o a los diversos servicios
de información policiales para crear dosieres con los que atizar al rival
político, amedrentarlo, chantajearlo o simplemente desprestigiarlo con fines
puramente electoralistas y de acceso al poder. La administración pública no
está para cocinar estas bazofias intragables, ni para cubrir la indecencia y
corrupción moral (de la otra ya se encargan los órganos judiciales, si les
dejan) de La Casta, que ha montado su “Sistema” particular dentro del estado, al
más puro estilo de la Camorra, por más que les pese a algunos semejante
comparación. Que no es ociosa en absoluta, sino bien fundamentada por evidente:
todos los medios de comunicación que hacen las interesadas filtraciones de los
diversos tejemanejes no hacen más que poner al descubierto hasta qué punto El
Sistema funciona a las mil maravillas.
Algunos estarán tentados de equiparar la
politización de la justicia con la politización de la administración pública.
Sin embargo son cosas que sólo son análogas superficialmente. La politización
de la justicia pretende influir en las decisiones judiciales, pero a fin de
cuentas el interés del Sistema en la judicatura se limita a que le dejen seguir
haciendo impunemente sus deleznables actividades. Sin embargo, la infiltración
del Sistema en la Administración Pública pone directamente a su servicio a toda
la maquinaria estatal para usarla directamente en beneficio propio, cuando no
personal. Se me antoja mucho más grave: la politización de la justicia es algo
así como la debilitación de la inmunidad del cuerpo estatal preparándolo para
que no pueda resistir futuros ataques; la infección política de la
administración es la apropiación de la maquinaria corporal para desviarla de su
legítimo objetivo, que es cuidar del organismo. Es la consumación del ataque al
estado de derecho de forma al principio subrepticia, al final descarada, tal
como hemos visto en los últimos años.
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