lunes, 5 de enero de 2015

Retirada en Afganistán

Con bastante discreción se ha puesto fin el pasado 31 de diciembre a la presencia occidental en Afganistán. En resumen: trece años de guerra, cuatrocientos mil soldados desplegados, casi  veinte mil bajas aliadas, de las cuales tres mil quinientas son soldados de la alianza internacional;  veinte mil bajas civiles por lo menos y un coste de seiscientos mil millones de euros. Y un resultado: una guerra perdida. Como ocurriera con las fuerzas de ocupación rusas, que durante catorce años intentaron doblegar sin éxito a los rebeldes afganos, la guerra más larga (hasta el momento) del siglo XXI, acaba con una estrepitosa derrota, pese a los alardes de pacificación y democratización que los sucesivos presidentes USA han pretendido colar a la opinión pública nacional e internacional.
 Pero lo cierto es que excepto la muerte de Osama Bin Laden –que no tuvo lugar en Afganistan, sino en Pakistán y ante las mismas narices del gobierno de Islamabad- muy pocos son los tantos que se puede apuntar la ISAF (la fuerza internacional de pacificación USA-OTAN) y muchos menos los que pueda anotarse en su casillero la diplomacia occidental. Como ya ocurriera con Vietnam, y menospreciando la premonitoria debacle rusa en Afganistán durante los años ochenta, los errores de cálculo han sido constantes y sus efectos terribles. La realidad es que por mucho maquillaje que quiera darse al asunto, Afganistán sigue siendo uno de los países más peligrosos del mundo, donde los derechos civiles son papel mojado y la democracia un esperpento, y donde el gobierno y el parlamento electos viven asediados en Kabul, que es el único sitio de todo el país en el que puede decirse que existe un asomo de “occidentalización” de la vida política.
 El fracaso es más que estrepitoso si ponemos los números en su justa dimensión. Acostumbrados como estamos a que las matanzas de guerra se cuenten por centenares de miles, el hecho de que Occidente haya tenido"sólo"  tres mil quinientas bajas puede parecer poco relevante, pero se mire como se mire, son muchos muertos para tratarse un empeño personal del presidente Bush y su sucesor. Son más muertos que los que causó el ataque a las Torres Gemelas en 2001. Pero si sumamos todas las bajas aliadas y civiles nos vamos a una cifra de cuarenta mil muertos, que son muchísimos más que todos los muertos causados por atentados yihadistas en el mismo período. Es decir, que en términos de vidas humanas, la intervención en Afganistán ha reportado más bajas propias que las que quería vengar Bush, así como de las que deseaba prevenir después de la venganza inicial.  Se mire por donde se mire, un descalabro fenomenal.
 La promesa del presidente Bush, es decir, hacer del mundo un lugar más seguro, se quedó en eso, en una vacua promesa efectuada ante el clima de desesperación causado por los atentados del 11S. El mundo hoy en día es bastante más inseguro que en 2001, la contabilidad de los muertos como consecuencia de los combates en Afganistán resulta escalofriante, y además hemos de sumar el coste económico acumulado, que sólo puede calificarse de brutal. Los seiscientos mil millones de euros invertidos en perder la guerra afgana podrían ser la causa primera del big bang bancario mundial que terminó con la gran crisis del 2008, que aún padecemos. Según algunos analistas, no puede obviarse que los costes directos e indirectos de una operación militar de esta envergadura siempre se trasladan de una forma u otra a la sociedad civil, que acaba pagando su peaje no sólo en forma de vidas humanas, sino también de pérdidas económicas y laborales. Esa cantidad astronómica de millones podría haberse invertido de formas mucho más razonables, y sobre todo, que no tuvieran un impacto tan directo y perdurable en las vidas de millones de familias occidentales, que siempre vieron la intervención en Afganistán como una excusa –de las muchas que empleó el inepto presidente Bush- para favorecer a unos determinados intereses del complejo militar-industrial estadounidense.
 Es a eso (enlazando con mis últimas entradas sobre la yihad) a lo que me refiero cuando afirmo que el fundamentalismo islámico está ganando la guerra de una forma mucho más sutil, pero no menos evidente, que la de los conflictos armados convencionales. El enorme despilfarro de vidas y recursos que han significado los trece años de guerra no son baladíes; son el precio más caro que ha pagado jamás occidente por una farsa que no puede calificarse siquiera  de victoria pírrica. En realidad, hay que retroceder a 1978 y revisar los catorce años de ocupación soviética para ver hasta qué punto los costes añadidos de la primera guerra de Afganistán tuvieron mucho que ver con la caída del régimen comunista de Moscú, azuzados por la estrategia  del presidente Reagan de forzar el hundimiento de la antigua URSS por la vía de hacer inasumibles los costes de su presupuesto militar. Sin embargo, y parafraseando una frase memorable de una conocida serie de televisión “no puedes criar serpientes en tu jardín y esperar que sólo muerdan al vecino”.  
 Y así ha sido, en efecto. El remedio militar no ha servido de nada, porque las serpientes están bien atrincheradas allá, en las montañas lejos de la capital; respaldadas por comunidades musulmanas no sólo en Pakistán, sino en todas las exrepúblicas soviéticas musulmanas de Asia central, y porque la fuerza del movimiento talibán, como todos los fundamentalismos, reside en su enorme capacidad de convicción y de movilización frente a un enemigo que es fácilmente identificable: es extranjero, es infiel y es contrario a las costumbres del país y a los usos del Islam. En Afganistán sólo puedes vestir a la occidental en Kabul, y eso mientras ha durado la protección de la ISAF. En otros lugares vestirse así es como ponerse una diana en el pecho. Por ese motivo, y bajo el eufemístico argumento de “colaborar en las tareas de formación de las fuerzas de seguridad afganas”, quedará un contingente de unos once mil hombres de la US Army, cuya misión, en realidad, es impedir que Kabul caiga de nuevo en manos yihadistas. En resumen, su misión es mantener viva una democracia títere y totalmente dependiente de la ayuda occidental, en la que no creen ni sus propios representantes.
 El nuevo ejército afgano se percibe de una endeblez aplastante, si no es que ya está contaminado por quintacolumnistas talibanes que a las primeras de cambio se pasarán al otro bando con armas y bagajes. El régimen político proocidental es tremendamente débil, y ni siquiera puede garantizar el apoyo popular real en la mismísima Kabul. Ni que decir tiene que, fuera de la capital, nadie considera al gobierno democrático como legítimo. Y los señores de la guerra siguen siendo auténticos señores feudales en todas sus zonas de influencia, que son casi todas. Un ejemplo más de que la democracia ni se exporta ni se importa, y mucho menos  se impone, sino que se debe percibir como legítima por el pueblo. La democracia debe permear el tejido social antes de pasar a formar parte de la estructura política estable de una nación. Ningún régimen político puede mantenerse indefinidamente sin el apoyo de una base popular amplia, que lo comprenda, lo asimile, lo respete y lo integre en su modo de vida.
 Parece mentira que sesudos analistas occidentales sentencien que ninguna dictadura puede mantenerse indefinidamente sin un considerable apoyo popular, y no perciban que esa afirmación es totalmente simétrica y compatible con la democracia. Ninguna democracia puede triunfar si no es con el respaldo popular mayoritario; y olvidar esta premisa es algo muy estúpido, porque pretende equiparar la democracia liberal como la cúspide del buen hacer político, como el punto final de la evolución política, cuando en realidad  la historia de la humanidad no respalda esa creencia, mucho más banal de lo que parece a primera vista. Como ya se ha dicho en otros foros, hay que recordar que la democracia liberal de partidos es un invento muy reciente, que nada tiene que ver con la democracia griega del período clásico, y que por tanto, su preeminencia futura no puede ser afirmada sin ciertas precauciones. Ése es el tipo de error en el que caen algunos desconocedores del auténtico significado de la evolución, puesto que creen que el hombre es la cúspide de la evolución animal sobre la tierra, cuando nada está más alejado de la verdad, ya que el ser humano es una de muchísimas ramas evolutivas diferenciadas en las que ninguna tiene especial preeminencia sobre las demás. No somos el vértice de nada, y aún está por demostrar que no seamos un camino sin salida evolutivo, por muy homocéntricos que seamos en nuestra interpretación del mundo. Lo mismo sucede con la democracia liberal moderna: es una más de tantas ramas del pensamiento y de la acción política, sin que pueda ponérsela en la cúspide de los regímenes políticos sin tener en cuenta los aspectos evolutivos, tanto sociales como culturales, económicos y temporales, que influyen en su desarrollo.
Por el momento, la frágil democracia afgana se sostiene con imperdibles made in USA, pero debemos recordar que ese sostén se basa sobre mucha sangre derramada inútilmente y sobre muchos recursos económicos sustraídos a la ciudadanía de las democracias occidentales. Churchill prometió a los británicos sangre, sudor y lágrimas, pero a cambio de vencer en la contienda contra la Alemania nazi. A nosotros nos han dado sangre, sudor y lágrimas a sabiendas de que era una causa perdida. Deberíamos tenerlo en cuenta la próxima vez que visionarios estúpidos (o no tanto) pretendan embarcarnos en una nueva y colosal tragedia internacional.

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