miércoles, 14 de mayo de 2014

Sobre la violencia

Parafraseando la tópica y clásica expresión de las sensacionalistas páginas del viejo "El Caso", el luctuoso suceso acontecido en León esta semana nos da pie para una reflexión que pudiera parecer a un mismo tiempo escandalosa y banal acerca de la violencia.

Con independencia de cualquier consideración personal sobre las causas del asesinato de la presidenta de la Diputación de León, lo cierto es que el discurso general sobre su muerte está tan cargado de tópicos y panegíricos que causa vergüenza propia y ajena leer semejante repertorio de lugares comunes. Sin ánimo de ponerme pejiguero, definir el homicidio de la señora Carrasco como un acto "cruel, inútil y absurdo"  -como ha hecho nuestro presidente de gobierno- es sólo una muestra de cómo la retórica institucional resulta totalmente vacía y consistente en el encadenamiento de términos deplorativos pero sin contenido veraz. 

Porque el asesinato de un ser humano puede ser cruel, pero éste no ha sido el caso; absurdo, que tampoco es plausible que lo sea, ya que la homicida parece que tenía sus motivos mejor o pero fundamentados para cometerlo, e "inútil" seguramente sea el menos acertado de los calificativos empleados por Rajoy, porque la eliminación física de una persona siempre tiene una utilidad clara para quien la lleva a cabo, salvo en los casos de enajenación mental, que son los menos. Y en muchas ocasiones, esa utilidad se amplía a un colectivo mucho más extenso.

Participo plenamente de la reprobación de la violencia como forma genérica de resolver asuntos entre humanos, pero sólo me refiero a la violencia en abstracto. Porque si descendemos al terreno de lo concreto, hay que hilar más fino. Los grandes maestros de la violencia literaria moderna, como Chandler o Hammet, sabían muy bien que el asesinato es una vía de escape, y que como tal, siempre tiene una causa preformada en la mente del asesino, que encuentra de ese modo la solución más drástica a los problemas que le acucian, sean reales o figurados. Desde esa perspectiva, no me sorprende en absoluto lo que ha sucedido en León. Si  acaso me sorprende que no haya sucedido hasta ahora y en muchas más ocasiones, porque seguro que agraviados con sed de revancha los debe haber a miles en este triste país.

El poder siempre procura institucionalizar y monopolizar la violencia, apoderarse de ella y ser su único administrador, no sólo por el bien de los ciudadanos sino también desde una planificación sumamente egoísta del ejercicio de la autoridad misma. La violencia popular puede ser muy contraproducente para las clases dominantes, que lo saben bien desde la época, que ahora muchos añoran, de cuando las guillotinas trabajaban a destajo en las calles de París para dar alas a una revolución que dio al traste con las expectativas de perduración de la aristocracia francesa, y de paso fue preparando la transición hacia el estado moderno.

Así pues, al poder no le conviene la violencia de los sometidos, y trata de reprimirla por todos los medios so pretexto de proteger a los ciudadanos de ellos mismos, que también; pero sobre todo para garantizar la impunidad de la acción de gobierno de las masas. De ahí que tanto hace un siglo como hoy en día, se denomine terroristas a quienes se oponen de forma violenta a un poder ilegítimo (véase Ucrania), o a quienes pretenden conseguir lo  mismo que Israel en su momento y utilizando los mismos medios que alguno de sus héroes nacionales (como el Menahem Begin que voló por los aires el hotel Rey David con toda la clientela dentro). Por eso me resulta irritante el discurso generalizado de gobernantes y medios ante hechos como el sucedido esta semana, porque parecen ir dirigidos más bien a un entumecimiento del músculo ciudadano; a un apaciguamiento de la ira popular por el mal gobierno, a una contención de la mala leche social, no sea que se desborde y tengamos una noche de los cuchillos largos, con nuestra clase política de plato principal.

En relación con el patético discurso que oímos estos días, que suena tan corporativista y mendaz (como si el asesinato de la señora Carrasco tuviera una categoría especial frente al asesinato de cualquier otro ciudadano), conviene recordar la gramática parda que usan sistemáticamente  los políticos de todo pelaje. Curiosamente en clave política  "terrorista" o "asesino"  sólo son adjetivos que aplica el poder establecido a quienes se oponen a él por medio de las armas. Cuando las sublevaciones triunfan, los terroristas pasan a ser soldados de la causa; y los asesinos, héroes. He aquí el tremendo relativismo con el se juzga la violencia según el lado de la cancha que se ocupe. Y así ha sido desde hace milenios, por lo que expreso mi más sincera duda de que esa característica no esté imbuida de tal modo en el genoma cultural humano que sea imposible eliminarla por los siglos de los siglos.

Porque, seamos sensatos, la violencia política tienen siempre unas causas y unos fines muy claros. Y como bien sabía Chandler, que tanto escribió sobre la connivencia entre poder, política y violencia, el asesinato de un político nunca es un asunto estrictamente personal. A los políticos se les puede  matar a título personal pero el trasfondo siempre tiene que ver con asuntos derivados casi siempre de su quehacer político. En ese sentido, el asesinato de la presidenta de la Diputación es distinto de los demás y no puede resolverse con la tibia argumentación de que la homicida le tenía inquina personal. Porque no dudo que la tuviera, pero ciertamente era por su condición de política y por algo que había hecho o dejado de hacer por razón de su trayectoria como política en activo. Vamos, que no se la cargaron precisamente porque se colase en la caja del supermercado.

Tampoco voy a ser yo quien, a consecuencia del "luctuoso suceso", condene todo tipo de violencia política, como parece ahora sugerir unánimemente toda la clase dirigente, que ha visto las barbas del vecino pelar y teme poner las suyas a remojar. En el asfixiante ambiente de corrupción y nepotismo en el que se ha sumido España desde hace ya demasiados años, si yo fuera político temería que este acto hubiera sido el pistoletazo de salida para más ajustes de cuentas de los que muchos no escaparían. Si se abriera la veda, pocos dormirían tranquilos. El comentario de sacar a pasear las guillotinas de nuevo se lo oído decir a más de un sesudo caballero, por lo demás objetivo y centrado en su vida de profesional relacionado con la administración pública, así que no vamos a rasgarnos las vestiduras por lo que la gente del común dice en voz más o menos alta, a contracorriente de la doctrina y propaganda oficial.

La violencia política  tiene una larga tradición, especialmente en las riberas mediterráneas, donde los súbditos romanos ya sabían que pese al imperio de la ley que cimentó las estructuras legales de los estados modernos, la vía rápida de resolución de los problemas de estado siempre fue el asesinato más o menos sofisticado de opositores y rivales, por mucho "senatus et populusque romanus"  que cincelasen en las piedras de la gloriosa Roma. Desde entonces ha llovido mucho y los métodos se han refinado, pero en última instancia, el recurso a la violencia sigue siendo de la misma eficacia que hace dos milenios.

Hay quien opina que si la violencia política se ha reducido mucho por estos lares en los últimos decenios no es por un mayor grado de civilización, sino por el creciente aborregamiento doctrinario de las masas, a fin de que sean incapaces de sublevarse contra las atrocidades del poder. Recurso éste que parece ser que funciona, porque con la que ha estado cayendo en España, Roma hubiera ardido hasta los cimientos, por un decir. Por cierto, la doctrina de la no violencia, nacida en el subcontinente indio después de la segunda guerra mundial, ha acabado demostrando su futilidad en su propia patria original, donde los magnicidios y escabechinas variadas se han sucedido de forma imperturbable desde que Gandhi pretendiera encomiablemente circular por el mundo con la flor en la mano.

Será lamentable (o no), pero la violencia ha sido, es y seguirá siendo tremendamente efectiva para la resolución de muchos problemas políticos, mal que les pese a nuestros dirigentes. Por poner ejemplos contemporáneos, que no quede. Si el pueblo de Vietnam no se hubiera alzado violentamente contra la ocupación francesa primero, y contra la yanqui después, aún estarían sometidos a las potencias coloniales. Si los palestinos no hubieran acometido intifada tras intifada, Gaza y Cisjordania seguirían sin ningún resquicio de autonomía política. Si el viejo IRA no hubiera existido, Irlanda seguiría siendo una provincia más del Reino Unido. Más recientemente, si en el hervidero balcánico no hubiera existido una rebelión contra las ansias de poder centralizador de Milosevic  hoy en día Yugoslavia seguiría existiendo, pero sería más "yugo" que nunca, serbio para más señas. Por poner un ejemplo final, en la Nicaragua convulsa de los años setenta y ochenta, si no hubiera sido por la violencia sandinista, los bárbaros dictadores al estilo  Somoza seguirían campando a sus anchas.

Todos esos, y muchos otros más, son casos de violencia política que la historia ha acabado bendiciendo como "legítima", por más que hubieran por medio decenas de miles de asesinatos que no fueran consecuencia directa de enfrentamientos entre tropas regulares. Los gobiernos actuales tienen especial cuidado en promover la imagen de que toda violencia ciudadana es ilegítima por el mero hecho de no estar amparada constitucionalmente. Pero la violencia política surge precisamente por eso, para rebasar las estructuras legales y de poder anquilosadas y que se convierten en una rémora para cualquier cambio. O peor aún, en una losa para los derechos ciudadanos. En resumen, la violencia política surge para legitimar lo que el poder vigente se niega a legalizar.

En ese sentido, los políticos en activo tratan de adormecer la inquietud social al precio que sea. A fin de cuentas, cuanto más corrupto es un sistema, más le interesa reprimir cualquier conato de protesta que vaya más allá de los meros comentarios particulares. Un claro ejemplo es la actual demonización de las expresiones airadas de  disgusto que se dan en la calle y en las redes sociales, a las que se pretende tipificar penalmente con delitos "inventados", como el enaltecimiento del terrorismo o la apología de la violencia. Hay que andarse con mucho cuidado, porque ya llevamos mucho tiempo con la persecución penal de la opinión política manifestada de forma contundente. Opinión que en muchos casos merece ser repudiada socialmente pero nunca perseguida penalmente, porque pone en riesgo un derecho fundamental como es la libertad de expresión, y así lo han señalado numerosos juristas. En ese sentido hay que recordar que existe al menos un país (que algunos paradójicamente consideran especialmente represivo o coercitivo) que carece de regulación penal alguna sobre los delitos de opinión que en España se persiguen tan duramente.Me refiero a los Estados Unidos de América, que en esta categoría deja a nuestra clase política a la altura del betún antidemocrático. Y que pone de manifiesto como en España hasta la violencia verbal quiere ser monopolizada por la clase política dominante, no sea que se le suelten las riendas al asno popular. 

Los demás, a la cárcel si rechistan. Porque la violencia del ciudadano común es intolerable para el poder establecido y pone en cuestión su perpetuación. Da lo mismo que se usen lenguas o pistolas. Ese es el subliminal mensaje que subyace en las declaraciones que estamos leyendo estos días.






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