miércoles, 28 de mayo de 2014

Esta Europa no



Decenas, cientos de análisis, casi todos ellos interesados, sobre el significado del resultado de las elecciones europeas del 25 de mayo. Dejando aparte las habituales estupideces  de los sospechosos también habituales, que son de vergüenza y lágrima por lo que tienen de maniqueas, ridículas y sonrojantes viniendo de presuntos profesionales de la cosa política ( o precisamente por eso), unas pocas han puesto el dedo en la llaga del significado real de lo que está aconteciendo en el continente.

El problema general es que las formaciones tradicionales se resisten a entender que el mensaje lanzado al parlamento europeo no es una cuestión de minorías exaltadas, sino de un divorcio generalizado entre la clase política y la ciudadanía. En esencia, por mucho que el Partido Popular europeo y su homólogo español traten de menospreciar el resultado de muchas formaciones y la elevada fragmentación del espectro político, la cuestión es que la diversificación de la estructura parlamentaria en Europa viene a ser algo así como la manifestación de muchas grietas estructurales en el edificio político de la UE. No se trata de simples desperfectos en la fachada, sino de la constatación de la disgregación de los dos bloques tradicionales que dominan, y aún dominarán durante bastante tiempo, la eurocámara.

Sin embargo, hay conclusiones bastante evidentes y fáciles de obtener. En primer lugar, el auge del euroescepticismo y de los partidos “extremos” son dos caras de una misma moneda: la negativa de Europa a convertirse en un “Merkelreich”. La gente se ha hartado, no ya de la locomotora alemana, sino de su ansia de control político-económico sobre Europa. Muchas veces se ha insistido –y no puede obviarse- que el monopolio alemán ha acabado conduciendo a Europa al desastre en demasiadas ocasiones como para pasar por alto semejante lección histórica. 

La alianza entre conservadores y soialdemócratas en Alemania – que se puede traducir en una nueva alianza en el parlamento europeo-  es una traición a los electores de izquierdas, que ven cómo se quiere dibujar en Europa un constructo político muy similar al norteamericano, donde las diferencias entre demócratas y republicanos son más de matiz que de orientación general. Aquí estas componendas resultan inaceptables para el común de los mortales: una democracia neoliberal en la que da casi lo mismo que ganen unos u otros es un trágala que la mayoría de europeos no está dispuesta a aceptar.

El proceso es lento y doloroso, pero una vez iniciado, es muy dudoso que ahí se quede, como una mera anécdota de la historia continental. Ni se va a tolerar que Alemania sea la que dicte nuevamente el paso de Europa, por mucho que el  liderazgo lleve bragas y no luzca bigotito, ni se va a perdonar que quiera construirse un “Congreso” europeo que sea el calco del norteamericano. Aquí hay mucha más contestación social, que se manifiesta mediante la huida del electorado valiente hacia opciones más exigentes. En ese sentido, y sólo en ese, se puede hablar de radicalización. Yo más bien diría que a los dos partidos tradicionales sólo les seguirá votando la tercera edad europea, que no es moco de pavo, pero que en el fondo es una rémora para cualquier avance social y político. Ni los jubilados (miedosos por naturaleza y por necesidad) ni los mandarines de Bruselas escriben la historia a largo plazo. A los partidos tradicionales  les está quedando el voto del miedo –que de ahora en adelante van a utilizar profusamente, como ya hacen las huestes del PP en Cataluña- y el de los que siempre han medrado a la sombra del poder establecido, que deben ser muchos, pues sólo así se explica que el PP español no se haya pegado un batacazo aún más sonado.

El miedo, que es con lo que ha estado jugando el establishment político durante estos años, se transforma con extraordinaria facilidad en rabia. Y esa rabia se traduce en huida de votos hacia los partidos que, muy desacertadamente, los políticos clásicos llaman populistas. Como si hubiera una sola política posible (la de la gran coalición conservadora-socialdemócrata que se ha estado imponiendo en toda Europa hasta hoy), idea que coincide con la del pensamiento único que desde la época Reagan-Thatcher se trata de imponer a las masas, analfabetas o no.

No deja de ser curioso que los portavoces del neoliberalismo feroz, el del mordisco al ciudadano y el recorte al servicio público, tengan el valor de acusar a los partidos que recogen el descontento ciudadano de demagogia y populismo, cuando precisamente, el pueblo llano lo que necesita son medidas sociales reales, una vez salvados  y reflotados los bancos y el sistema financiero con nuestra sangre, sudor y lágrimas. 

También merece un toque de atención el centro izquierda europeo. Los socialdemócratas, (cada vez son menos una cosa y la otra), se han plegado a los dictados del FMI, y pastan tranquilamente del presupuesto de sus  respectivas cámaras legislativas, que diría el bueno de Pérez Galdós hace cosa de cien años. El caso del PSOE en España es paradigmático de la ineptitud para reconocer la realidad ante sus propios ojos. Una ceguera que proviene de la incapacidad de aceptar que hay cambiar la estructura del socialismo en profundidad. Volver a ser de izquierdas de verdad, no una sucursal endulzada del conservadurismo dominante.  El grado de estupidez socialista es tan alto que conduce a situaciones tan esperpénticas como la de España, donde tras la bofetada electoral, lo único que saben hacer es cargarse el proceso de primarias que iban a iniciar para elegir a su secretario general. Freno y marcha atrás para volver al sistema de nomenclatura interna, donde se impondrá el criterio de una aparatchik como Susana Díaz, lo que llevará al hundimiento definitivo del socialismo español y su disgregación entre formaciones menos funcionariales y celosas de mantener sus prebendas. O sea, ante la crisis interna, menos democracia y más liderazgo impuesto y ajeno a las bases. Genial.

La segunda lectura del resultado de las elecciones europeas es más sutil pero no menos evidente. Tanto desde la derecha como desde la izquierda se percibe un toque de atención contra la Europa del mercadeo y de los mercaderes, la Europa vendida a la globalización. Se advierte una regresión hacia lo propio, lo local, lo cercano. Y también se advierte el deseo de construir muros, no tanto para contener a los emigrantes –que no son más que un recurso anecdótico para tirarse los trastos a la cabeza desde ambos lados del espectro político-  sino para limitar la sangría de capital europeo que va a enriquecer a sátrapas orientales a costa de las conquistas sociales y de la estabilidad laboral europeas, sin que nada revierta a cambio ni de los ciudadanos de aquí ni de los de allí, que siguen viviendo en regímenes de los que lo más amable que se puede decir es que son superpotencias de la opresión laboral cuyos réditos engordan las cuentas corrientes de unos señores de perfil difuso pero que en todo caso lo máximo que traen de vuelta a  Europa es una cuenta corriente a Suiza y un yate a Mónaco.

La gente innominada, la masa, el ciudadano anónimo, empieza a convencerse de que el gran engaño del siglo XXI es el de las bondades de la globalización. La globalización es nefasta para todos los que somos víctimas de ella, porque no reparte la riqueza de forma equitativa, sino que la concentra cada vez en menos manos. Ni siquiera queda el consuelo de pensar que la globalización exporta derechos humanos, porque no es así.  Sólo hay que ver cómo funcionan las dos potencias emergentes de más peso en esta centuria, China y la India, que suman un tercio de la población mundial, para percibir claramente que la globalización es sólo un mecanismo económico para producir más beneficios empresariales a costa de producir más barato, mover capitales sin control alguno  y recortar los beneficios sociales de la clase trabajadora occidental, mientras  su homóloga oriental sigue viviendo literalmente en la inmundicia, con jornadas de trabajo impensables incluso en la Inglaterra victoriana y sin derechos laborales de ningún tipo. En resumen, y citando a Chomsky, la globalización es la herramienta mediante la cual una minoría privilegiada extiende su control sobre una mayoría subordinada.

La globalización es la gran mentira del neoliberalismo occidental, y el mantra globalizador ya empieza a derivar en hartazgo popular. Cierre de fronteras, expulsión de extranjeros, fijación de aranceles, sanciones a los países que no respetan los derechos humanos en general y laborales en particular. Cualquier partido que asuma estos principios como parte fundamental de su programa irá ganando adeptos día a día, a no ser que la situación de crisis generalizada revierta. Que no revertirá, porque se parece en demasía a lo que le sucedió a Japón a principios de los noventa del pasado siglo, y que todavía lo tiene renqueante, más de veinte años después. 
 
El euroescepticismo es, en resumen, esto: no a Alemania, no a la globalización. Su auge es mayor en los países con menor deuda germanófila, como el Reino Unido, Francia, y algunos países fronterizos y satélites de la “Gran Alemania” cuyos ciudadanos ven cómo peligra, de nuevo, su independencia, ante el riesgo de ser devorados económicamente por el coloso germano. En este sentido, la idea de Europa parece tocada de muerte, salvo por el anhelo de los antiguos países del bloque soviético, cuya  ansia es equivalente a la del emigrante de la patera: llegar a una tierra prometida que a estas horas ya se está desmenuzando bajo sus pies.

Tomen nota, porque en todo caso, muchos  socios ya han empezado a  decir que esta Europa, no.

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