sábado, 20 de abril de 2013

La falacia de la innovación

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el progreso se ha asociado con mejoras sobre técnicas ya existentes, con avances sobre procesos ya definidos o con innovaciones que suponían un cambio ventajoso en los modos de producir bienes y servicios o en las formas de estructurar las relaciones sociales y laborales. En definitiva, la marca distintiva del progreso, en sus distintos ámbitos, era la de la utilidad, pues facilitaba el desarrollo de un conjunto de actividades que podríamos calificar de necesarias para el avance social. La historia de la agricultura, la sanidad, la educación o las comunicaciones son claros ejemplos de eso que hemos dado en llamar progreso. Y seguramente, el caso más representativo de todos sea el de la tecnología informática, que ha permitido un salto cualitativo de la humanidad en lo que al tratamiento de datos se refiere, posibilitando la existencia de la sociedad moderna tal como la entendemos.

En resumen, el progreso se construye como una colección de mejoras útiles para las necesidades de una sociedad. Me parece fundamental el vínculo entre "útiles" y "necesarias", para poder definir las innovaciones como progreso. Sin embargo, parece como si la tremenda velocidad a la que se han producido los cambios en las últimas décadas hubiera agotado el conjunto de utilidades necesarias y gran parte del sistema occidental de producción de bienes y servicios se haya volcado en la innovación porque sí, sin cuestionarse si tanta innovación es realmente necesaria, o si al menos presta un servicio real a la sociedad. O si, por el contrario, es una forma de huida hacia adelante, a base de crear nuevas necesidades totalmente desprovistas de sentido y de contenido.

Últimamente he visto bastantes vídeos en los que se difunden las virtudes de la innovación permanente, no ya como una forma de progreso real, sino como una necesidad imperiosa, continua e implacable, para que las empresas puedan subsistir en un mundo cada vez más competitivo, de manera que el axioma que se deriva de todo ello es que si no innovas, estás muerto. Pero innovar como forma de mantenerte en la cima tiene sus riesgos, y no es el menor de ellos el de introducir innovaciones vacuas, sin contenido real, sin utilidad auténtica. O directamente sin ninguna utilidad, como le ha ocurrido a Microsoft en más de una ocasión, con productos que no significaban una mejora significativa sobre sus antecesores, como ocurrió con Windows Vista, o como parece estar sucediendo con Windows 8. 

Estos ejemplos son clamorosos, pero los podemos ver sobre otros muchos productos tecnológicos, especialmente en el sector del automóvil, donde hace años que se ha puesto en segundo plano el aspecto fundamental, es decir, la eficiencia mecánica y medioambiental, y se le está sustituyendo por dotar a los coches de infinidad de gadgets más o menos llamativos, pero que no aportan absolutamente nada valioso a la experiencia de conducir. Es cosa sabida que los avances mínimamente significativos en el sector de la automoción se producen cada diez años, pero mientras tanto los fabricantes tienen que lanzar cada uno o dos años modelos "mejorados", en los que lo único que se hace es añadir componentes secundarios que no sirven para nada más que para mantener la imagen de la marca en el candelero.

Los avances significativos en cualquier campo son lentos, y por regla general son producto de muchos años de esfuerzos en I+D. En ese sentido la investigación y desarrollo no puede seguir la demanda de novedad de las empresas productoras de bienes y servicios, que se ven acuciadas por la necesidad de mantenerse en el candelero no ya año tras año, sino semestre a semestre. El espejismo de la innovación permanente se apoderó de las empresas que, a falta de innovación real, han optado por lo que yo denomino marketing de lo accesorio, en un desesperado intento de revolucionar el mercado año tras año. Pero para ello es necesaria la complicidad del consumidor, que acepte a pies juntillas que lo que le venden es realmente un progreso real.

Hace ya muchos años que el campo de la informática se está debatiendo en ese pantanoso terreno, vendiendo a los clientes productos totalmente sobredimensionados para sus necesidades. O bien creando necesidades totalmente artificiales para las que se han diseñado productos ad hoc. Se ha creado así un enorme conjunto de usuarios totalmente fascinados por la nueva versión de cualquier producto, condicionados a tener lo último sin cuestionarse siquiera si realmente lo necesitan, o peor aún, si es un avance real. En realidad, en la mayoría de las situaciones ni lo necesitan ni es un avance real. Pero, en definitiva, el panorama ante el que nos encontramos es que las empresas han sustituido el progreso real por un progreso virtual, ficticio y desechable, que no aporta nada nuevo en realidad, salvo mantener a un mercado cautivo de su propia estupidez de comprador compulsivo.

Alrededor de este concepto de la falsa innovación se han constituido multitud de negocios de avispados coachs, consultores, asesores y demás ralea de aprovechados que no sólo viven del análisis y la promoción de esos inanes productos, sino que además están imbuyendo a las nuevas generaciones de pardillos la necesidad de la innovación permanente, un concepto ya de por si engañoso y que en las más de las ocasiones es un oxímoron, una contradicción en sus términos, porque la historia del progreso nos muestra que nunca es permanente, sino que avanza a saltos, la mayoría de ellos separados por lustros o décadas. Lo que queda en medio de ese tiempo es (o era hasta hace poco) el uso intensivo de cada nueva innovación, hasta que un cambio real la convertía en obsoleta.

Hoy en día la obsolescencia está programada de antemano. Los productos que nos venden tienen una vida de unos pocos meses o años antes de que algún revolucionario cambio los declare anticuados. Sólo que la revolución prometida es un artilugio puramente publicitario, un lavado de cara, una puesta al día estética, un contenido igual a cero. Y sin embargo a nuestra juventud le están vendiendo en los mismísimos campus universitarios esa idea falaz y perniciosa de la innovación permanente como el maná con que se alimentará Occidente durante los años venideros. Y el vehículo ideal para todo ello está resultando ser internet, donde proliferan los equivalentes a los vendedores ambulantes de crecepelo del Lejano Oeste. El problema es que ahora se han apuntado al carromato de la loción mágica hasta las más prestigiosas escuelas de negocios, bajo la excusa de que la velocidad de los cambios de nuestra sociedad así lo exige.

Sin embargo, nadie parece cuestionarse si la velocidad de los cambios es real, o es un mero artificio creado para mantener una cuota de mercado. Una sociedad dinámica no es aquella que cambia cada dos por tres de bienes y servicios porque sí, de la misma manera que no hay que confundir una persona activa con un adicto a la cocaína. La aceleración suele ser mala compañera del progreso real, porque genera multitud de subproductos totalmente inútiles pero finalmente caros en todos los sentidos. Un ejemplo clarísimo de ello fue la hiperinflación de "nuevos" productos financieros que condujo a la crisis de 2008, y que nos ha arrastrado, indefectiblemente al desastre en el que estamos sumidos actualmente.

El progreso es lento, por definición. El progreso real necesita experimentación y sedimentación, puesta a punto y utilización intensiva de los avances, evaluación a largo plazo y análisis de necesidades futuras. Todo eso se ha obviado con el nuevo concepto de innovación a toda costa y como primer condicionante de la actividad económica. Y lo que es más dañino, se está utilizando a las nuevas generaciones como carne de cañón de un experimento que no conduce a nada, salvo a generar una enorme masa crítica de futura frustración social, personal y profesional.

Internet es un gran basurero en el que refulgen algunas joyas, eso ya lo sabíamos. Pero de lo que no somos completamente conscientes es de la medida en que internet está haciendo calar en la sociedad occidental unos valores respecto al progreso peligrosos, nocivos en su propia definición. El peor de todos ellos, posiblemente, sea el del encumbramiento del nuevo dios de esta época, el Innovador Permanente, establecido como el paradigma del nuevo hombre o mujer del siglo XXI.  Un paradigma que enlaza, de forma intencionada y nada subrepticia, con otro concepto igualmente falso, creado a conveniencia de aquellos que son incapaces de crear una base laboral sólida en todo el mundo occidental. Me refiero a la figura del Emprendedor Valeroso, otro cuento de hadas del que hablar largo y tendido.

Si acaso otro día.


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